Peter Tremayne - La Telaraña

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Un horrible grito rompe el silencio de la apacible aldea de Araglin, durante una plácida noche del año 666 d. C. Poco después es hallado el cadáver de Eber, el jefe del poblado, y junto a él, Móen, un joven sordomudo y ciego que sostiene un puñal ensangrentado. No parece haber lugar para la duda, pero es sumamente difícil explicar los motivos que hayan podido llevar a Móen a asesinar a su más fiable protector.
La presencia de sor Fidelma en el juicio parece una simple formalidad, pero desde el mismo momento en que se pone a estudiar el caso las dudas empiezan a asaltarla y la búsqueda del móvil que ha desencadenado el asesinato de un hombre conocido por su generosidad, acaba por convertirse en una obsesión para la monja detective y en uno de los casos más difíciles a los que jamás se haya enfrentado.
A la ya conocida solvencia de Tremayne en la reproducción de una época enigmática como lo es la Irlanda del siglo VII, se añade en esta ocasión la mejor trama detectivesca que haya construido hasta la fecha.

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– Como sacerdote, deberíais sentir compasión. En cambio encuentro mucho odio en vos. Sois vos el que ha de perdonar. ¿Acaso no fue Pablo el que escribió a los efesios diciendo: «Sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo»? Si Dios puede perdonar, también puede su sacerdote.

El padre Gormán se la quedó mirando. Después hizo una mueca de rabia.

– Deberíais haber leído más esa epístola a los efesios. Pablo dijo: «Porque tened entendido que ningún fornicario o impuro o codicioso (que es ser idólatra) participará en la herencia del Reino de Cristo y de Dios». Eber no tendría herencia en la otra vida.

– ¿Y eso porque se acostaba con sus hermanas e incluso hacía cosas peores?

– Lo único que digo es que este mundo es mejor sin Eber de Araglin. Cuanto antes sea purgado el mal de este valle, mejor.

– ¿Así que todavía no está purgado según vos? ¿Sabíais que Muadnat tenía una mina de oro?

El padre Gormán se mordió los labios.

– ¿Qué sabéis de eso?

– Ya lo veréis. Haced el favor de ir a la sala de asambleas a mediodía.

Fidelma abandonó la capilla bruscamente y el padre Gormán se la quedó mirando mientras salía. Se quedó totalmente quieto hasta que Fidelma hubo salido y luego se apresuró hacia la sacristía.

Fuera de la capilla Fidelma se encontró a Crón.

La joven tánaiste la saludó con cara grave.

– ¿Cómo está el hermano Eadulf esta mañana?

– Bastante bien, gracias a Dios -le respondió Fidelma.

– He hablado con Dubán esta mañana -continuó la tánaiste algo incómoda-. Dice que estáis a punto de descubrir quién ha traído la desgracia a la gente de este valle.

– Oh, sí. De hecho, venía a buscaros para pediros si podía usar la sala de asambleas hoy a mediodía. Estoy pidiendo a todos los que están involucrados en este asunto que asistan, ya que voy a revelar los nombres de los responsables de tanto derramamiento de sangre en el valle.

Crón estaba claramente afectada.

– ¿Entonces debéis saber quién mató a Eber y a Teafa?

– Creo que sí lo sé.

– ¿Creéis? -Crón se mostró indecisa.

– Demostraré lo que creo a mediodía -dijo Fidelma casi con alegría-. ¿Le pediréis a vuestra madre que asista? Estoy segura de que le gustará oír quién es responsable del asesinato de su marido.

– Lo haré -accedió la joven tánaiste.

Fidelma siguió caminando, indiferente a la curiosa expresión de Crón.

Capítulo XX

La sala de asambleas estaba llena. Crón había traído su silla. Fidelma había pedido que así fuera, ya que como tánaiste tenía derecho a ello. Llevaba una capa de varios colores y guantes de piel de gamo, ambas prendas distintivas de su cargo. Junto a ella estaba sentada su madre; el rostro de la mujer reflejaba altanería y tenía la mirada fija en algún lugar a una distancia media, como si el proceso no fuera con ella. En un asiento bajo la tarima, justo a un lado, estaba el hermano Eadulf, cómodamente reclinado, todavía pálido y con los ojos ojerosos, pero con muestras de mejoría. Se había levantado de la cama a pesar de las protestas de Fidelma. Junto a él, estaba espatarrada la figura fornida de Dubán, inclinado hacia delante y descansando los antebrazos sobre las rodillas. En el centro de la sala estaban sentados Archú y Scoth, y, junto a ellos, Gadra, el Ermitaño, con Móen a su lado. Gadra estaba inclinado hacia Móen y le iba interpretando lo que sucedía con los dedos, tamborileando en la palma de la mano del chico. Agdae no paraba de moverse en un banco situado en el otro extremo de la sala, junto al padre Gormán. Al fondo de la sala, sentada sola, estaba Clídna, la «mujer de secretos», con la barbilla levantada, desafiante, como si esperara que alguien cuestionara su derecho a estar allí. Unos asientos más allá estaba Grella, la joven criada. Algunos de los hombres de Dubán estaban apostados en las puertas de la sala.

Fidelma se sentó junto a Crón, justo bajo la tarima, a la izquierda de su silla.

– Parece que estamos todos -observó.

– ¿Estáis preparada para empezar? -preguntó Crón, inclinándose hacia delante.

– Pero Menma no está aquí -gritó Agdae desde su sitio-. ¿No debería estar? Después de todo, él descubrió el cuerpo de Eber e identificó al asesino, Móen.

Crón se mostró molesta.

– Ayer lo envié a reunir un ganado. Es extraño que no esté aquí. ¿Tal vez deberíamos esperar?

Fidelma sonrió ampliamente.

– Me temo que sería una larga espera, tánaiste de Araglin. No; vamos a empezar, pues no creo que Menma se presente.

– ¿Qué queréis decir? ¿Acusáis a Menma…? -empezó a preguntar Cranat, olvidándose de su fingida indiferencia.

Fidelma levantó una mano.

– Todo a su tiempo. Vincit quo patitur. Vence el que es paciente.

Se hizo un silencio expectante en la sala, mientras miraban su figura ligera y calmada con expectación. Fidelma observó sus rostros respingones, estudiando cada uno con detenimiento.

– Ésta ha sido una de las investigaciones más difíciles de cuantas he llevado a cabo. Difícil porque, cuando una persona es asesinada, suele haber un crimen que abordar junto a una serie de circunstancias. En este tranquillo valle vuestro he encontrado cinco muertes que investigar y, al principio, no parecían estar relacionadas. Es más, parecía como si sucedieran diferentes acontecimientos al mismo tiempo, cada uno sin conexión con el otro. Partiendo de esta suposición, estaba equivocada. Todo estaba conectado; conectado a un punto central como los hilos de una telaraña gigante, todos se dirigían hacia una criatura dominante que manipulaba esos hilos.

Hizo una pausa para que el murmullo de sorpresa creciera y luego se acallara.

– ¿Por dónde empezar a desenredar esta tela de seda de engaño que afecta a tantas vidas? Podría hacerlo por el centro de la tela. Podría arremeter contra la araña que está ahí esperando. Si así lo hiciera, sin embargo, podría dejarle a la araña un camino para escabullirse del centro por algún hilo de la tela que todavía se me resiste. Así que voy a empezar a desenredar la tela por fuera, lentamente pero destruyendo con seguridad los hilos externos hasta que la araña no tenga hacia dónde correr.

Crón se inclinó hacia delante con cara escéptica.

– Todo esto es muy poético, sor Fidelma. ¿Vuestra retórica tiene algún propósito?

Fidelma se giró bruscamente hacia ella.

– Conocéis mis métodos, Crón, y habéis expresado que los valorabais. No creo que tenga necesidad de defender mi procedimiento.

La joven tánaiste se sonrojó y se reclinó. Fidelma volvió a dirigirse a su audiencia.

– Empecemos con el primer hilo. Este hilo es Muadnat de la Marisma Negra.

– ¿Qué tiene que ver Muadnat con el asesinato de mi marido? -preguntó Cranat con tono áspero-. Era amigo de Eber y había sido su tánaiste.

– «Con paciencia conseguiréis una camisa de lino de la planta del lino» -replicó Fidelma de buen humor, citando un dicho favorito de su mentor Morann de Tara-. En realidad mi implicación en este asunto empezó con Muadnat, así que parece adecuado que empiece con él. Muadnat poseía desde hace poco una mina de oro. La encontró en la tierra que reclamaba su primo Archú.

El joven granjero se mostró inmediatamente sorprendido.

– ¿Dónde está? -preguntó Archú-. Yo no he oído nunca hablar de una mina de oro en la Marisma Negra.

– La mina está situada en el otro lado de la colina, cuyas tierras son demasiado pobres para el cultivo. Vos la despreciasteis llamándola «tierra de hacha». Debería decir que probablemente no fue Muadnat quien la descubrió, sino un minero llamado Morna. Era hermano de un posadero llamado Bressal, que regenta un hostal no lejos de este valle, en la ruta oeste que lleva a Lios Mhór y Cashel.

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