Peter Tremayne - La Telaraña

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Un horrible grito rompe el silencio de la apacible aldea de Araglin, durante una plácida noche del año 666 d. C. Poco después es hallado el cadáver de Eber, el jefe del poblado, y junto a él, Móen, un joven sordomudo y ciego que sostiene un puñal ensangrentado. No parece haber lugar para la duda, pero es sumamente difícil explicar los motivos que hayan podido llevar a Móen a asesinar a su más fiable protector.
La presencia de sor Fidelma en el juicio parece una simple formalidad, pero desde el mismo momento en que se pone a estudiar el caso las dudas empiezan a asaltarla y la búsqueda del móvil que ha desencadenado el asesinato de un hombre conocido por su generosidad, acaba por convertirse en una obsesión para la monja detective y en uno de los casos más difíciles a los que jamás se haya enfrentado.
A la ya conocida solvencia de Tremayne en la reproducción de una época enigmática como lo es la Irlanda del siglo VII, se añade en esta ocasión la mejor trama detectivesca que haya construido hasta la fecha.

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– ¿Cómo?

– Yo no lo entendí entonces, ni lo entiendo ahora, hermana. Menma viene a menudo aquí y a menudo borracho. Hace unas semanas estando borracho hablaba de extraer riquezas de la tierra, yo no sabía de qué hablaba. Después dijo algo de un hombre que conocía el secreto de convertir las rocas en riquezas y con la riqueza comprar más poder del que Eber pudiera imaginar.

– ¿Dijo quién era ese hombre?

– Era algo así como Mór… Mór algo.

– ¿Morna? -preguntó Fidelma.

– Creo que sí. Pero, ahora que habéis mencionado las minas, ¿acaso las rocas no esconden metales preciosos?

– ¿Habéis oído alguna cosa más? ¿Muadnat dijo alguna vez algo?

– Nada. Una cosa interesante, sin embargo; durante ese mismo período parece que Menma y Muadnat se hicieron buenos amigos. Muadnat nunca había sido amigo del caballerizo. Era curioso. Lo sé porque una vez Agdae se me quejó de que Muadnat y Menma iban a menudo de caza a las colinas y él se sentía excluido.

Fidelma se levantó lentamente.

– Agradezco mucho toda esta información que me habéis dado, Clídna. Habéis sido de gran ayuda.

Clídna hizo una mueca de escepticismo.

– No sé cómo, hermana.

Fidelma le devolvió la jarra de barro vacía.

– Os agradezco vuestra hospitalidad. Que seáis feliz.

Fidelma se montó en su caballo y se encaminó hacia el valle de la Marisma Negra, absorta en sus pensamientos.

Capítulo XVIII

Primero pensó en ir en busca de Dubán, para ver si había descubierto adónde podía haber huido Dignait. Pero estaba preocupada. Aunque Clídna le había dicho que había otras personas en Araglin, aparte del fornido guerrero, sospechosas del asesinato, ella desconfiaba. Si Dubán odiaba a Eber, ¿por qué había regresado a Araglin y se había puesto a su servicio? Y si amaba a Crón, la muerte de Eber los beneficiaba a ambos. Ya había sospechado de ambos por las mentiras que le habían dicho. Se encontró que, inconscientemente, conducía su caballo por las colinas en dirección a la mina.

El trayecto era fastidioso y por varias veces Fidelma pensó que era mejor ocultarse de los viajeros, o dar un rodeo a los edificios, para que nadie la viera. Tenía la sensación de que las cosas empezaban a unirse como los hilos de una telaraña, juntándose cada vez más hacia el centro, donde estaba sentada la figura borrosa de un gran manipulador tirando de los diferentes hilos.

Fidelma llegó al lugar del bosque en el que ella y Eadulf habían descubierto la entrada de la cueva y habían visto a Menma salir de ella. Se preguntó cuánto podría acercarse sin ser vista, cuántos trabajadores habría cerca de la cueva. Pero instintivamente sabía que allí iba a encontrar una de las claves para descubrir el misterio.

Agudizó sus sentidos mientras atravesaba el bosque a caballo, por entre robles sombríos cuyas candelillas amarilleaban, percibiendo las flores rojas y blancas e incluso rosas de los robustos espinos y los tejos que acababan de florecer. Todas las hayas destacaban con sus hojas de un verde brillante. Parecía todo tan en paz, tan idílico, que costaba imaginar que el caos y la muerte se escondieran en esa agradable tierra.

Su caballo se sobresaltó bruscamente, y en las cercanías se oyó el ladrido característico de un zorro buscando una presa.

Era sabio recordar que, incluso en un lugar tan idílico como aquél, había también depredadores al acecho de víctimas débiles.

Llegó al lugar donde Eadulf y ella habían amarrado a sus caballos y decidió que sería mejor repetir lo mismo y aproximarse a pie. Hizo bien, pues llegando al extremo del bosque oyó un sonido de cascos y se ocultó sigilosamente en la maleza. No lejos de allí, por el camino, iba galopando un caballo proveniente del claro. Fidelma vio una figura ligera agachada sobre el cuello del animal y una capa brillante y de varios colores al viento. Después, caballo y jinete desaparecieron.

La monja se detuvo un momento; le pareció oír un grito procedente del claro y se giró con cuidado en esa dirección. Se encontró con el claro delante, en la ladera de la colina donde estaba la entrada de la cueva. Había dos caballos allí amarrados. Se acurrucó bien, buscando que los arbustos la taparan.

No había señal alguna del pesado carro que habían visto anteriormente y el fuego era una mancha negra, aunque las herramientas seguían allí amontonadas. Escuchó con atención, pero no se oía nada salvo las canciones de los pájaros que se elevaban del bosque y el suave murmullo de una brisa que acariciaba las laderas. Fidelma examinó los caballos con detenimiento. Estaban ensillados, y con seguridad no eran los caballos de unos granjeros, sino más bien las monturas de unos guerreros. Uno de ellos le resultaba particularmente familiar e intentó recordar dónde lo había visto y quién lo cabalgaba.

Estaba a punto de levantarse y acercarse a la cueva cuando sucedió algo; tan rápido, que apenas pudo respirar antes de que ya hubiera acabado.

Intentaba recordar por qué los caballos le resultaban familiares y dónde los había visto anteriormente, pero un segundo después oyó un curioso chillido de lamentación. Sus ojos se clavaron en la entrada de la cueva. Apareció una figura desaliñada. Se detuvo un momento, respiró una bocanada de aire y empezó a correr hacia los caballos.

Era el pelirrojo Menma. El caballerizo estaba casi a punto de llegar hasta su caballo cuando apareció una segunda figura en la boca de la cueva. Caminaba sin prisa, surgía de la oscuridad con un arco y una flecha.

– ¡Menma! -gritó en voz baja pero intensa atravesando el claro.

El hombre giró en redondo. Incluso desde aquella distancia, Fidelma vio su cara aterrorizada.

– ¡Por el amor de Dios! -llegó a farfullar-. ¡Os puedo pagar! Puedo…

Después agarró una espada que colgaba de su silla de montar y se giró para enfrentarse a su perseguidor. Empezó a correr hacia delante, blandiendo la espada con desesperación.

La segunda figura levantó el arco sin prisa. Menma avanzaba corriendo, intentando recorrer aquel espacio. Se oyó un ruido sordo. Menma cayó derribado al suelo, la espada se soltó de su mano. El astil de la flecha sobresalía de su pecho. Se sacudió y luego se quedó quieto.

La segunda figura fue caminando lentamente hacia el cuerpo inerte y lo miró sin interés. Tocó el cuerpo con la punta de la bota, como para asegurarse de que estaba muerto. Después se agachó y arrancó la flecha del pecho. Incluso a esa distancia, Fidelma vio el chorrito de sangre que brotaba al estirar de la flecha. Manteniendo la calma, la segunda figura volvió a meter la flecha en su carcaj, aflojó el arco y regresó a su caballo; desató las riendas y montó. Entonces se inclinó hacia delante, desató la montura de Menma y salió del claro, tirando del segundo caballo tras él.

Cuando hubo desaparecido por el camino del bosque, Fidelma respiró profundamente y se estremeció. Estaba helada del susto. La segunda figura era Dubán.

Al cabo de un rato, Fidelma se levantó de su escondrijo y avanzó lentamente hacia donde yacía el cuerpo de Menma. Vio que ya no necesitaba ayuda, se santiguó y murmuró una oración por el reposo de su alma. No le gustaba el apestoso mozo de cuadras, pero se preguntaba si merecía una muerte así. ¿Qué razones tenía Dubán para disparar al hombre pelirrojo de aquella manera?

Vio que había algo prendido en la cinturilla del mozo de cuadras, algo que no iba mucho con él. Se agachó y lo estiró. Era un trozo de vitela con algo escrito. Cuando lo estiró cayó algo más; un sencillo crucifijo romano de oro labrado. Lo recogió. El oro era rico y rojizo, mezclado con mineral de cobre. Se giró hacia el trozo de vitela. La escritura era en latín y la tradujo con bastante facilidad: «Si queréis saber la respuesta a las muertes de Araglin, mirad bajo la granja del usurpador Archú».

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