Peter Tremayne - La Telaraña

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Un horrible grito rompe el silencio de la apacible aldea de Araglin, durante una plácida noche del año 666 d. C. Poco después es hallado el cadáver de Eber, el jefe del poblado, y junto a él, Móen, un joven sordomudo y ciego que sostiene un puñal ensangrentado. No parece haber lugar para la duda, pero es sumamente difícil explicar los motivos que hayan podido llevar a Móen a asesinar a su más fiable protector.
La presencia de sor Fidelma en el juicio parece una simple formalidad, pero desde el mismo momento en que se pone a estudiar el caso las dudas empiezan a asaltarla y la búsqueda del móvil que ha desencadenado el asesinato de un hombre conocido por su generosidad, acaba por convertirse en una obsesión para la monja detective y en uno de los casos más difíciles a los que jamás se haya enfrentado.
A la ya conocida solvencia de Tremayne en la reproducción de una época enigmática como lo es la Irlanda del siglo VII, se añade en esta ocasión la mejor trama detectivesca que haya construido hasta la fecha.

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– ¿Sois realmente la brehon? - preguntó el joven.

Por el sonido de su voz parecía que tenía un perpetuo dolor de garganta. Fidelma no respondió, sino que mostró su desaprobación ante aquel saludo y dirigió su atención al guerrero de mediana edad.

– ¿Me han dicho que os llamáis Dubán y que estáis al mando de la guardia personal del jefe?

El fornido guerrero se agitó incómodo.

– Así es. Éste es Crítán, un miembro de la guardia. Crítán es…

– ¡Campeón de Araglin! -exclamó el joven con arrogancia.

– ¿Campeón? ¿De qué?

Tan sólo Eadulf hubiera dicho que Fidelma estaba enfadada por la pomposidad mostrada por el joven cuando ella lo había saludado.

Crítán no se desanimó con la pregunta de Fidelma.

– Decididlo vos, hermana. Espada, lance o arco. Soy al que enviaron a Cashel a informar al rey. Creo que quedó impresionado conmigo. Quiero decir para entrar en su guardia personal.

– ¿Y el rey conoce esa gran ambición vuestra? -preguntó Fidelma sin inmutarse. Era imposible saber si estaba divirtiéndose o estaba enfadada con la impertinencia del joven. Eadulf decidió que se mostraba desdeñosa con el chico.

Crítán no captó la ironía de su voz.

– Todavía no se lo he dicho. Pero en cuanto conozca mi reputación, aceptará mis servicios.

Fidelma vio que Dubán parecía incómodo con el tono jactancioso de su subordinado.

– Dubán, unas palabras con vos -dijo llevándoselo a un lado, sin hacer caso de la expresión molesta del joven.

– ¿Os dais cuenta de que soy abogada de los tribunales?

– Eso he oído -admitió el comandante de la guardia-. La noticia de vuestra llegada ya es conocida en todo el rath.

– Bien. Ahora quisiera ver a Móen.

El guerrero lanzó el pulgar por encima del hombro en dirección a la puerta cerrada del establo.

– Está ahí dentro.

– Eso me han dicho. Me gustaría interrogaros respecto al descubrimiento del cuerpo de Teafa, pero de momento me ocuparé de Móen. ¿Ha dicho algo desde que le han detenido?

Se quedó sorprendida por la expresión confusa de Dubán.

– ¿Cómo iba a hacerlo?

Fidelma iba a contestar, pero decidió que era mejor ver a Móen antes de insistir más.

– Abrid la puerta -ordenó Fidelma.

Dubán hizo una señal al subordinado jactancioso para que cumpliera la orden.

En el interior, el establo estaba oscuro, húmedo y apestaba.

– Iré a por una lámpara -dijo Dubán disculpándose-. No tenemos un lugar para encerrar a los prisioneros, así que sacamos los caballos que Eber tenía aquí y los dejamos en los pastos. Esto se ha convertido en una prisión.

Fidelma mostró su desaprobación con un resoplido, al otear en la oscuridad.

– ¿No habría algún sitio mejor para confinarlo? Este lugar apesta ya bastante sin sumar la indignidad de la oscuridad. ¿Por qué no tiene luz el prisionero?

El guerrero joven, Crítán, se rió entre dientes detrás de ella.

– Eso es ingenio, señora. ¡Eso sí!

Dubán ordenó bruscamente al joven que regresara a su puesto fuera y luego se adentró en la oscuridad. Cuando los ojos de Fidelma y Eadulf se acostumbraron a la penumbra, vieron que la silueta del guerrero se inclinaba sobre algo, después oyeron el sonido del pedernal al ser golpeado y una chispa encendió una mecha que empezó a brillar. El guerrero regresó con una lámpara en la mano. Los llamó para que se adentraran más en las cavernosas caballerizas y señaló a un rincón.

– ¡Ahí está! Ahí está Móen, el asesino de Eber.

Fidelma se adelantó.

Dubán levantó la lámpara cuanto pudo para que alumbrara el apestoso interior. En el rincón más extremo, había lo que al principio pareció un bulto de ropa sucia maloliente. El bulto se sacudió y una cadena traqueteó. Fidelma tragó saliva al ver que en realidad el bulto de ropa era un hombre que estaba engrilletado por el pie izquierdo a uno de los postes que sostenían el tejado del edificio. Luego vio una cabeza desgreñada que se levantó de una sacudida hacia ella y quedó, como escuchándola, ligeramente inclinada. Emitió un extraño sonido lloriqueante.

– Ésa es la criatura, Móen -dijo entonces Dubán a sus espaldas.

Capítulo VI

Fidelma no pudo reprimir el escalofrío que la recorrió cuando miró aquella figura grotesca.

– ¡Qué Dios nos asista! ¿Qué significa esto? Yo no tendría a un animal en esas condiciones, mucho menos a un hombre, aunque fuera sospechoso de asesinato.

Avanzó y se inclinó para tocar el hombro de aquella forma acuclillada. No estaba preparada para lo que sucedió después.

Cuando ella la tocó, la figura saltó con un aullido angustiado. Se escabulló deprisa a cuatro patas, gimiendo como un animal, hasta que la longitud de la cadena atada a su tobillo le dio un tirón he hizo que se detuviera. Se cayó; se cayó cuan largo era, sobre la paja sucia del suelo, y se quedó allí estirado, levantando ambas manos al mismo tiempo como para protegerse la cabeza de un golpe. Se quedó quieto en esa posición sólo un momento, se levantó con dificultad y giró el rostro hacia ellos. Fidelma y Eadulf no estaban preparados para lo que veían; los ojos no tenían pupilas, eran unas órbitas blancas bien abiertas.

Retro satana! - soltó Eadulf levantando una mano.

– Es Satanás, hermano -admitió Dubán en un tono carente de humor.

Era la figura de un macho. Estaba tan cubierto de suciedad y excrementos, el cabello tan salvaje y enredado, que no podían distinguir claramente sus rasgos. A Fidelma le dio la impresión de que no era mayor. Luego recordó que Crón había dicho que Móen sólo tenía veintiún años. La boca era una abertura ancha y babeante y de ella surgía un terrible gemido continuado. Pero eran los ojos los que llamaban la atención tanto de Fidelma como de Eadulf; esas lamentables órbitas opacas y blancas con apenas señal alguna de pupila.

– ¿Éste es el Móen acusado de matar a Eber y a Teafa? -susurró Fidelma horrorizada.

– Desde luego.

– Móen -murmuró Eadulf con tono grave-. ¡Por supuesto! ¿No significa ese nombre justamente «mudo»?

– Tenéis razón, hermano -admitió Dubán-. Mudo ha sido desde que lo encontraron y Teafa le proporcionó un hogar.

– ¿Y ciego? -preguntó Fidelma, contemplando con piedad y horror la figura acuclillada delante de ella.

– Y sordo -añadió Dubán con gravedad.

– ¿Y se asegura que este desgraciado pudo matar a dos seres rebosantes de salud? -preguntó Fidelma incrédula.

Eadulf contemplaba aquella figura con aversión.

– ¿Por qué nadie nos ha dicho antes en qué condiciones se encuentra esta persona?

El guerrero se mostró sorprendido.

– Pero todo el mundo conoce a Móen. A mí no se me ocurrió nunca que…

Fidelma silenció su protesta.

– No. La culpa no es vuestra si no se me ha informado antes. Seamos bien claros; he de entender que es esta criatura sorda, muda y ciega a la que se acusa del asesinato de Eber y…

Hizo una pausa ya que la figura avanzó con cautela y levantó la cabeza como un animal, resoplando por la nariz. Estaba olisqueando. Fidelma bajó la mirada hacia él, que se le acercaba a cuatro patas.

– Yo me separaría un poco, hermana, ya que olisquea a la gente aunque no pueda verla u oírla -le advirtió Dubán.

Era demasiado tarde, ya que una mano fría y sucia se adelantó y le tocó el pie a Fidelma. Fidelma se echó hacia atrás con temor.

Móen se detuvo bruscamente.

Dubán se dirigió hacia él, sosteniendo en una mano la lámpara y levantando la otra como si fuera a golpear al desgraciado.

Fidelma vio aquella acción y tendió su mano.

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