Peter Tremayne - La Telaraña

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Un horrible grito rompe el silencio de la apacible aldea de Araglin, durante una plácida noche del año 666 d. C. Poco después es hallado el cadáver de Eber, el jefe del poblado, y junto a él, Móen, un joven sordomudo y ciego que sostiene un puñal ensangrentado. No parece haber lugar para la duda, pero es sumamente difícil explicar los motivos que hayan podido llevar a Móen a asesinar a su más fiable protector.
La presencia de sor Fidelma en el juicio parece una simple formalidad, pero desde el mismo momento en que se pone a estudiar el caso las dudas empiezan a asaltarla y la búsqueda del móvil que ha desencadenado el asesinato de un hombre conocido por su generosidad, acaba por convertirse en una obsesión para la monja detective y en uno de los casos más difíciles a los que jamás se haya enfrentado.
A la ya conocida solvencia de Tremayne en la reproducción de una época enigmática como lo es la Irlanda del siglo VII, se añade en esta ocasión la mejor trama detectivesca que haya construido hasta la fecha.

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Archú y Scoth decidieron retirarse, mientras que Eadulf pidió otra copa de mead y anunció que iba a sentarse junto al fuego durante un rato. Fidelma se sentó a hablar con Bressal ya que los posaderos suelen resultar una buena fuente de información. Dirigió la conversación hacia Eber. Bressal sólo había visto a Eber una media docena de veces, al ir de su territorio hacia Cashel. Lo conocía poco para poder opinar, aunque dijo que había oído de todo respecto al hombre. Algunos pensaban que era un matón mientras otros alababan su bondad y su generosidad.

Todavía era pronto cuando Fidelma anunció que se iba a retirar a la cama. Bressal la había acomodado en una esquina del dormitorio principal, que ocupaba todo el piso superior del hostal. Era un espacio dividido por cortinas, pues era inusual encontrar habitaciones separadas en las posadas pequeñas. La cama no era más que un jergón de paja sobre el suelo y una manta burda de lana. Era limpio, cálido y confortable y ella no pedía más.

Le pareció que apenas había apoyado la cabeza sobre la paja cuando se despertó sobresaltada. Una mano cálida la agarraba por el brazo y la apretaba con suavidad. Fidelma parpadeó y empezó a forcejear, pero oyó una voz que susurraba.

– Sssshhh. Soy yo.

Era la voz de Eadulf.

Se quedó quieta y parpadeando durante un rato.

– Hay unos hombres armados fuera del hostal -continuó diciendo Eadulf, con voz tan baja que apenas podía oírlo.

Fidelma se dio cuenta de que en la ventana había una curiosa luz gris y por la abertura de una cortina vio uno o dos diminutos puntos brillantes de estrellas reacias a abandonar el cielo; iba a amanecer.

– ¿Qué es lo que os preocupa de esos hombres armados? -preguntó, siguiendo el ejemplo de Eadulf y hablando en voz baja.

– El ruido de caballos me despertó hace quince minutos -explicó Eadulf suavemente-. Eché una mirada y vi las sombras de una media docena de jinetes. Cabalgaban en silencio, pero no vinieron al hostal. Escondieron sus caballos en los bosques de allá y tomaron posiciones entre los árboles que están frente a la puerta del hostal.

Fidelma se sentó bruscamente. Ahora estaba totalmente despierta.

– ¿Bandidos?

– Tal vez. A mí me parece que no tienen ninguna buena intención, ya que todos llevan arcos.

– ¿Habéis avisado a Bressal?

– Lo he despertado primero. Está abajo asegurando las puertas por si nos atacan.

– ¿Lo han atacado anteriormente?

– Nunca. Algunas veces bandas de ladrones han atacado los hostales más ricos situados a lo largo del camino principal entre Lios Mhór y Cashel. ¿Pero quién iba a elegir esta posada aislada para robar?

– ¿Los jóvenes están despiertos?

– ¿Los jóvenes? Ah, os referís a Archú y Scoth. Todavía no. He venido…

Se oyó un curioso sonido procedente del exterior y Fidelma olió un momento a quemado. Apenas acababa de oír un segundo ruido cuando una flecha atravesó a toda velocidad el hueco de la ventana y fue a clavarse en la pared del fondo. Habían atado paja alrededor de la flecha y estaba prendida. Entonces se oyeron las voces de un hombre que daba órdenes fuera.

Fidelma saltó de la cama.

– Despertad a los demás. Nos están atacando.

La última frase era innecesaria; otra flecha encendida penetró en la habitación y se empotró en la puerta. Fidelma fue corriendo a agarrarla, sin preocuparse de las llamas hambrientas. Se giró y la lanzó por la ventana. Luego alcanzó la primera flecha y la arrojó tras la otra por encima de su cabeza. Casi sin detenerse, arrancó los trozos de cortina por si una flecha los prendía. Archú, a quien Eadulf acababa de despertar, se apresuró corriendo a ayudarla.

– Quedaos aquí -ordenó Fidelma-. Agachaos, pero si entra una flecha encendida en la habitación aseguraos de apagarla.

Sin esperar respuesta, se giró y se apresuró escaleras abajo hasta la estancia principal.

Bressal, el posadero, estaba ocupado tensando un arco. Era evidente que no tenía práctica dada su torpeza. Levantó la mirada y su rostro, normalmente alegre, estaba marcado por la ira.

– ¡Bandidos! -murmuró-. Nunca había visto bandidos en estos bosques. Tengo que defender el hostal.

Eadulf bajó las escaleras corriendo.

– Habéis dicho que habéis visto a esos hombres -le dijo Fidelma-. ¿Cuántos calculáis que son?

– Una media docena -contestó Eadulf.

Fidelma apretó los labios con tanta fuerza que casi se hizo daño. Intentaba encontrar la manera de defender el hostal.

– ¿Tenéis alguna otra arma, Bressal? -preguntó Eadulf-. No tenemos con qué defendernos.

El posadero se lo quedó mirando sorprendido de que un religioso pidiera armas para defenderse.

– ¡Rápido, hombre! -espetó Eadulf.

Bressal se movió obediente.

– Tengo dos espadas y este arco, eso es todo.

Eadulf observó el arco. Parecía bueno, hecho de tejo, fuerte y flexible, por lo que él veía.

– ¿Sabéis usarlo?

– No muy bien -confesó Bressal.

– Entonces dádmelo. Coged una espada.

Bressal estaba asombrado.

– Pero vos sois un hermano de…

Fidelma lo cortó dando un golpe con el pie.

– ¡Dadle el arco!

Eadulf casi le arrancó el arco de la mano y lo tensó con gran facilidad y experiencia.

– Dadme una de las espadas -ordenó Fidelma mientras Eadulf comprobaba la cuerda del arco.

No había tiempo para explicar al asombrado posadero que ella, hija de un Failbe Flann, rey de Cashel, había aprendido a manejar la espada casi antes que a leer y a escribir.

Eadulf tomó el puñado de flechas que estaban sobre la mesa.

– ¿Hay una puerta trasera? -preguntó.

Sin decir palabra, Bressal señaló en dirección a la parte trasera del hostal.

Eadulf y Fidelma intercambiaron con disimulo una mirada rápida.

– Quiero decir que salgamos a hurtadillas por detrás e intentemos rodear a esa carroña -contestó respondiendo a su mirada.

– Iré con vos -replicó Fidelma al momento.

Eadulf no perdió tiempo discutiendo.

Fidelma lanzó una mirada a Bressal.

– Nuestros jóvenes compañeros están arriba e intentarán apagar las flechas encendidas que caigan dentro de la habitación. Vos os quedáis aquí y hacéis lo mismo, y encargaos de atrancar la puerta cuando hayamos salido.

Bressal no dijo nada. Los acontecimientos se sucedían demasiado deprisa para que él pudiera protestar.

Eadulf, con el arco y las flechas, y Fidelma, agarrando la espada que Bressal le había lanzado a las manos, se dirigieron a la puerta trasera. Bressal la atrancó y, mirando deprisa fuera, les hizo señal de que podían marchar. Eadulf alcanzó deprisa los árboles. Fidelma lo siguió al cabo de un momento, rogando a los santos que a los atacantes, quienesquiera que fueran, no se les ocurriera rodear el hostal.

Una vez a cubierto en los bosques, Eadulf avanzó con cautela, deslizándose alrededor del hostal hacia el sendero que discurría por delante. Vieron que más flechas eran lanzadas hacia la fachada y que una o dos cayeron sobre el tejado de paja. Pronto el lugar se encontraría envuelto en llamas a menos que el ataque fuera contrarrestado con rapidez.

El aire era frío, pero la luz despuntaba y empezaba a salir el sol.

Fidelma, oteando entre los árboles, vio unas sombras en los matorrales de enfrente. Sabía que no eran guerreros profesionales, porque no hacían buen uso de la cobertura y gritaban revelando sus posiciones.

Era evidente que no esperaban que el posadero y sus huéspedes se defendieran. A Fidelma le parecía curioso que no hubieran penetrado en el hostal y robado a sus ocupantes, si era ésa su intención. Parecía que lo único que querían era prender fuego al lugar.

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