Peter Tremayne - Sufrid, pequeños

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En esta tercera entrega de la serie sobre sor Fidelma de Kildare, Tremayne nos traslada al espacio natural de la monja detective, la Irlanda del siglo VII, regida por sus peculiares leyes brehon y en la que la Iglesia celta permite la convivencia de hombres y mujeres en los monasterios. De hecho, el celibato no era un concepto muy popular por aquellos lares.
En esta ocasión, Fidelma debe esclarecer la más que sospechosa muerte de un reputado erudito, el venerable Dacán, en la abadía de Ross Alitihir; una muerte que puede tener funestas consecuencias e incluso desencadenar una guerra entre los reinos de Laigin y Osraige. Sin embargo, todo parece indicar que hay algo más que una intriga política tras el asunto.
Sor Fidelma deberá luchar contra el tiempo.

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– Ambos sostenían su punto de vista en un tono exaltado y ninguno cedió ni siquiera cuando la discusión pasó al insulto personal. Sólo se acabó cuando el hermano Rumann y yo intervinimos y los persuadimos para que regresaran a sus habitaciones y les hicimos jurar que no volverían a comentar el tema.

Fidelma se mordió los labios pensativa.

– ¿Tuvisteis algún encontronazo con Dacán?

Ségán sacudió la cabeza en señal de negación.

– Como os he dicho, yo le respetaba. Dejé que dirigiera sus clases y creo que la mayoría de sus estudiantes apreciaba sus conocimientos, aunque, es cierto, hubo algunos informes de desacuerdo y antagonismo entre unos pocos. Al parecer, el abad Brocc se tomó el desacuerdo en serio. Creo que incluso pidió al hermano Conghus que vigilara a Dacán. En cualquier caso, a decir verdad, yo pasé poco tiempo con él.

Fidelma se puso en pie con renuencia.

– Habéis sido de gran ayuda, profesor -dijo.

El hermano Ségán sonrió ampliamente.

– Es poca cosa. Si necesitáis algo más de mí, cualquiera os indicará cuáles son mis habitaciones en el colegio.

Fidelma regresó hacia el hostal y, mientras cruzaba el patio enlosado, se encontró de pronto a Cass. El rostro del soldado reflejaba cansancio.

– He hecho preguntas y he mirado por todas partes en busca de los dos chicos y de sor Eisten -dijo saludando a Fidelma indignado-. A menos que se estén escondiendo expresamente de nosotros, yo diría que se han ido de los límites de la abadía.

Capítulo IX

Sor Grella sorprendió a Fidelma. Era una mujer atractiva de unos treinta años largos. Aunque bajita y algo entrada en carnes, era de carácter vivaz, cabello castaño bien arreglado y unos ojos oscuros graciosos. Para Fidelma, solamente la boca antipática y voluptuosa le estropeaba los rasgos de la cara. La primera impresión era que estaba fuera de lugar entre la lobreguez de la abadía, y más aún en la biblioteca. Sin embargo, era la bibliotecaria principal de la abadía. Y, a pesar de su inicial apariencia sensual, sor Grella se comportaba de una manera recta y majestuosa, como una reina en medio de su corte. Estaba sentada en una silla de roble ricamente tallada al fondo de la gran sala de la biblioteca, que era casi tan grande y tan abovedada como la iglesia de la abadía. Era un edificio impresionante, incluso en comparación con las grandes bibliotecas que Fidelma había visitado en cualquier lugar de los cinco reinos de Éireann.

Los libros no se guardaban en estanterías, sino que cada obra se guardaba en una taig liubhair o saca, una funda de cuero que se colgaba de una hilera de colgadores que había a lo largo de las paredes, claramente etiquetados con su contenido. Fidelma, al contemplar aquella impactante colección, recordó la historia de la muerte de san Longargán, un eminente erudito contemporáneo de Colmcille. La noche en que aquel santo había muerto, al parecer, todas las sacas de libros de Irlanda se habían caído de los colgadores en señal de respeto y como símbolo de la pérdida de su sabiduría.

La mayoría de libros contenidos en las sacas eran obras de referencia, consultadas con asiduidad por los estudiosos. Sin embargo, también había repartidas por toda la biblioteca obras especiales de gran valor, que se guardaban en fundas de cuero ricamente ornamentadas y repujadas con esmaltes y finas capas de oro y plata e incluso con piedras preciosas incrustadas. Se decía que Assicos, el calderero de Patricio, hacía fundas cuadradas de cobre para guardar los libros del santo. Algunas de estas obras también se guardaban en cajones especiales de madera y de metal.

Unos contenedores de madera tallada se usaban para guardar haces de varillas de avellano y álamo temblón, sobre los que se habían grabado letras en el antiguo ogham. Estas obras eran las varillas de los poetas, pero iban desapareciendo, pues las finas varillas se pudrían. La información que contenían a menudo se transcribía al nuevo alfabeto en vitelas antes de que se destruyeran.

Había bastante gente en la biblioteca, que estaba en penumbra y olía a humedad. A pesar de la luz del día que se filtraba por las altas ventanas hasta el interior de la tech screptra, había unas velas gigantes encendidas, incrustadas en grandes soportes de hierro. Éstas daban a la estancia una luz vacilante. La atmósfera asfixiante que producía el humo de esas velas, pensó Fidelma, no era muy adecuada para estudiar bien. Por toda la estancia había escribas, sentados en mesas especiales, que se inclinaban sobre las vitelas con plumas de cisne o de ganso en una mano y un tiento para apoyar la muñeca en la otra, mientras transcribían de forma elaborada y con ornamentos alguna obra antigua para la posteridad. Otros estaban sentados en silencio o dejaban ir algún suspiro cuando las páginas crujían al girarlas.

Fidelma fue avanzando por entre las filas de sacas y las mesas de esos estudiosos diligentes. Nadie levantó la cabeza a su paso.

El centelleo que reflejaron los ojos castaños de sor Grella mostró que la bibliotecaria la había estado observando. Fidelma llegó a la cabeza de la sala, donde estaba situada la silla de la bibliotecaria tras un escritorio situado sobre una tarima para tener una buena visión de la tech screptra.

– ¿Sor Grella? Soy… -empezó a decir Fidelma al tiempo que se detenía ante la bibliotecaria.

Sor Grella alzó su mano pequeña pero torneada en señal de silencio. Luego se puso un dedo en los labios, se levantó y le hizo un gesto hacia una puerta lateral.

Fidelma lo interpretó como una invitación a seguirla.

Al otro lado de la puerta, había una pequeña habitación llena de estanterías con libros y con una mesa y varias sillas. Había unas vitelas sobre la mesa y un tintero con tapa cónica, un adirícín, con una selección de plumas y una navaja para cortar las plumillas. Estaba claro que era un estudio privado.

Sor Grella esperó a que Fidelma entrara y luego cerró la puerta tras ella y, con otro gesto imperial de su mano, señaló hacia una silla, indicando a Fidelma que se podía sentar. Cuando Fidelma hubo tomado asiento, la bibliotecaria hizo lo mismo con su pose regia en una silla frente a ella.

– Sé quién sois y por qué habéis venido -dijo la bibliotecaria con una suave voz de soprano.

Fidelma sonrió burlonamente a aquella mujer amable.

– En tal caso, mi labor será mucho más simple -contestó Fidelma.

La bibliotecaria arqueó las cejas, pero no dijo nada.

– ¿Hace mucho tiempo que sois la bibliotecaria de Ros Ailithir?

Estaba claro que sor Grella no esperaba que empezara con esta pregunta y frunció el ceño.

– Llevo ocho años de leabhar coimedach - contestó después de dudar un momento.

– ¿Y antes de eso? -insistió Fidelma.

– No estaba en esta fundación.

Fidelma simplemente le había preguntado aquello para obtener alguna información anterior de la bibliotecaria, pero percibió un cierto recelo en su voz y se preguntó a qué se debería.

– Entonces debisteis venir aquí muy bien recomendada para conseguir un puesto tan importante como el de bibliotecaria sin haber recibido enseñanzas en este monasterio, hermana -comentó Fidelma.

Sor Grella hizo un gesto desdeñoso, un movimiento con su mano izquierda.

– Tengo el grado de sai.

Fidelma sabía que para conseguir el grado de sai se tenía que haber estudiado en una escuela eclesiástica durante seis años y tener conocimientos de las Escrituras, así como otros generales.

– ¿Dónde estudiasteis? -preguntó Fidelma con curiosidad natural.

De nuevo, sor Grella volvió a dudar. Entonces pareció que se decidía.

– En la fundación de san Colmcille conocida como Cealla.

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