Peter Tremayne - Sufrid, pequeños

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En esta tercera entrega de la serie sobre sor Fidelma de Kildare, Tremayne nos traslada al espacio natural de la monja detective, la Irlanda del siglo VII, regida por sus peculiares leyes brehon y en la que la Iglesia celta permite la convivencia de hombres y mujeres en los monasterios. De hecho, el celibato no era un concepto muy popular por aquellos lares.
En esta ocasión, Fidelma debe esclarecer la más que sospechosa muerte de un reputado erudito, el venerable Dacán, en la abadía de Ross Alitihir; una muerte que puede tener funestas consecuencias e incluso desencadenar una guerra entre los reinos de Laigin y Osraige. Sin embargo, todo parece indicar que hay algo más que una intriga política tras el asunto.
Sor Fidelma deberá luchar contra el tiempo.

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– No vi motivo para preguntar si Assíd era amigo de Dacán.

– ¿De qué otra manera ibais a encontrar al asesino sino haciendo tales preguntas? -inquirió Fidelma con acritud.

– Yo no soy dálaigh - respondió Rumann indignado-. Se me pidió que llevara a cabo una investigación de cómo había sido asesinado Dacán en nuestro hostal, no que hiciera una investigación judicial.

Algo de verdad había en esas palabras. Rumann no sabía investigar. Fidelma lamentó lo dicho.

– Lo siento -se disculpó-. Tan sólo decidme todo lo que sepáis sobre ese hombre, Assíd.

– Llegó el día antes de que mataran a Dacán y se fue, tal como os he dicho, ese día. Buscaba alojamiento para una noche. Su barc ancló en la ensenada y se supone que se dedicaba al comercio. Eso es todo lo que sé.

– Muy bien. ¿Y no había nadie más en el hostal en aquel momento?

– No.

– ¿Se accede fácilmente al hostal desde cualquier parte de los edificios de la abadía?

– Tal como habéis visto, hermana, no hay restricciones en el interior de los muros de la abadía.

– Entonces, ¿cualquiera de los cientos de estudiantes y religiosos de aquí podía haber entrado y matado a Dacán?

– Cualquiera podía hacerlo -admitió Rumann sin dudar.

– ¿Había alguien que fuera particularmente próximo a Dacán durante su estancia aquí? ¿Tenía amigos entre los religiosos o los estudiantes?

– Nadie era en realidad amigo de él. Ni siquiera el abad. El venerable Dacán era un hombre que mantenía las distancias con todos. No era en absoluto amistoso. Ascético e indiferente a los valores mundanos. A mí me gusta relajarme algunas noches con algún juego de mesa, el brandubh o el fidchell Lo invité a jugar una o dos veces y lo rechazó como si le hubiera pedido indulgencia para algo blasfemo.

Esto al menos era un punto de común acuerdo entre todos aquellos a los que había interrogado sobre el venerable Dacán. No era un alma amigable.

– ¿No había nadie en absoluto con quien hablara más que con las demás personas de la abadía?

Rumann se encogió de hombros.

– A menos que tengamos en cuenta a nuestra bibliotecaria, sor Grella. Me imagino que era así porque investigó mucho en la biblioteca.

Fidelma asintió con la cabeza pensativa.

– Ah, sí, me han dicho que vino a Ros Ailithir para estudiar ciertos textos. Veré a sor Grella luego.

– Por supuesto, también enseñaba -añadió Rumann-. Enseñaba historia.

– ¿Podéis decirme quiénes eran sus estudiantes?

– No. Para esto tendréis que hablar con nuestro fer-leginn, el profesor principal, el hermano Ségán. Él es quien se ocupa de todo lo que tiene que ver con los estudios. Es decir, por debajo del abad Brocc, por supuesto.

– Es de suponer que, por sus estudios, el venerable Dacán escribiera mucho.

– Yo también lo supondría -contestó Rumann con poca seguridad-. Con frecuencia, lo veía cargando manuscritos y, por supuesto, sus tablillas de cera. No iba nunca sin ellas.

– Entonces -Fidelma hizo una pausa para dar énfasis a su pregunta-, ¿por qué no hay manuscritos ni tablillas usadas en su habitación?

El hermano Rumann se la quedó mirando.

– ¿No las hay? -preguntó asombrado.

– No. Hay tablillas que están limpias y vitelas que no se han usado.

El administrador volvió a encogerse de hombros. El gesto era natural en él.

– Me sorprende. Tal vez guardaba lo que escribía en nuestra biblioteca. Sin embargo, no veo qué tiene esto que ver con su muerte.

– ¿Y no tenéis conocimiento de lo que estaba estudiando Dacán? -siguió preguntando Fidelma sin molestarse en responder a la pregunta implícita de Rumann-. ¿Sabía alguien por qué había venido a Ros Ailithir en particular?

– No es cosa mía meterme en los asuntos de los demás. Era suficiente que Dacán viniera con la recomendación del rey de Cashel y que su presencia fuera aprobada por mi abad. Intenté, como otros aquí, ser amistoso con él, pero, como ya he dicho, no le gustaba relacionarse. En verdad, hermana, tal vez debería confesar que no hubo duelo en la abadía cuando Dacán pasó a mejor vida.

Fidelma se inclinó hacia delante con interés.

– Yo tendía a creer, a pesar de que se considerara austero, que Dacán era bien querido por la gente y reverenciado como un hombre de gran santidad.

El hermano Rumann se mordió los labios con cinismo.

– Yo he oído que es así, y tal vez lo sea… en Laigin. Lo único que puedo decir es que aquí, en Ros Ailithir, fue bien acogido, pero no devolvió el calor de nuestra bienvenida. Así que en general se le dejó para que se las arreglara solo. Es que incluso la pequeña sor Necht le tenía miedo…

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

– Es de suponer que porque era un hombre cuya frialdad inspiraba temor.

– Yo creía que su santa reputación iba más allá de Laigin. En muchos lugares, de él y de su hermano Noé, se habla como de Colmcille, de Brendan o de Enda.

– Uno sólo puede hablar por lo que conoce, hermana. A veces las reputaciones no son merecidas.

– Decidme, este desagrado hacia Dacán…

El hermano Rumann sacudió la cabeza como para interrumpirla.

– Indiferencia, hermana. Indiferencia, no desagrado, pues no había motivos para hablar de desagrado.

Fidelma inclinó la cabeza admitiendo aquella precisión.

– Muy bien. Indiferencia, si es lo que os parece. A vuestro entender, ¿no creéis que era suficiente para fomentar un sentimiento en alguien de aquí como para matarlo?

El administrador entornó los ojos en su cara carnosa.

– ¿Alguien de aquí? ¿Estáis sugiriendo que alguno de nuestros hermanos de Ros Ailithir lo mató?

– ¿Tal vez incluso uno de sus estudiantes a quien no gustaran sus maneras? Eso pasa.

– Bueno, yo nunca he sabido de algo así. Un estudiante respeta a su maestro.

– En circunstancias normales -admitió Fidelma-. Sin embargo, estamos investigando una circunstancia extraordinaria. El asesinato, pues eso es lo que hemos establecido, es un crimen de lo más anormal. Sea cual sea el camino que tomemos, hemos de admitir que alguien de esta comunidad tuvo que perpetrar ese acto. Alguien de esta comunidad -repitió con énfasis.

El hermano Rumann la observaba con rostro solemne y la boca prieta.

– No puedo decirle más de lo que he hecho. Lo único que se me pidió, lo único que hice, fue investigar la circunstancia de su muerte. ¿Qué más podía hacer? No tengo los conocimientos de un dálaigh.

Fidelma extendió las manos en un gesto pacificador.

– No es mi intención criticar, hermano Rumann. Vos tenéis vuestro oficio y yo el mío. Nos enfrentamos a una situación delicada, no solamente para buscar una solución a este crimen, sino para intentar evitar una guerra.

El hermano Rumann resopló con fuerza.

– Si me pedís mi opinión, no me extrañaría que Laigin hubiera maquinado todo este asunto. Han apelado una y otra vez a la asamblea del Rey Supremo de Tara para que se les devolviera Osraige. Cada vez se ha dictado que Osraige era legalmente una parte de Muman. Ahora esto -golpeaba el aire con su mano.

Fidelma observaba al administrador con interés.

– ¿Cuándo exactamente llegasteis a tal conclusión, hermano Rumann? -preguntó suavemente.

– Yo soy de los Corco Loígde, un hombre de Muman. Cuando me enteré del precio de honor que el joven Fianamail de Laigin exigía por la muerte de Dacán, imaginé un complot. Teníais razón en lo primero.

Fidelma arqueó las cejas al percibir los rasgos de enfado de Rumann.

– ¿Razón? ¿En qué?

– En que tenía que haber sospechado del comerciante, Assíd. ¡Seguramente era el asesino y yo lo dejé marchar!

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