Peter Tremayne - Sufrid, pequeños

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En esta tercera entrega de la serie sobre sor Fidelma de Kildare, Tremayne nos traslada al espacio natural de la monja detective, la Irlanda del siglo VII, regida por sus peculiares leyes brehon y en la que la Iglesia celta permite la convivencia de hombres y mujeres en los monasterios. De hecho, el celibato no era un concepto muy popular por aquellos lares.
En esta ocasión, Fidelma debe esclarecer la más que sospechosa muerte de un reputado erudito, el venerable Dacán, en la abadía de Ross Alitihir; una muerte que puede tener funestas consecuencias e incluso desencadenar una guerra entre los reinos de Laigin y Osraige. Sin embargo, todo parece indicar que hay algo más que una intriga política tras el asunto.
Sor Fidelma deberá luchar contra el tiempo.

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El abad ya había iniciado el Gratias cuando el hermano Rumann llevó apresuradamente a Fidelma a un sitio vacío en la mesa junto a Cass, que parecía entretenido y que la saludó con una sonrisa.

Benedic nobis, Domine Deus…

Fidelma hizo una rápida genuflexión antes de sentarse.

– ¿Os habéis quedado dormida? -susurró Cass alegremente inclinándose hacia ella.

Fidelma resopló y no prestó atención a la pregunta, cuya respuesta resultaba obvia.

El Gratías terminó y la estancia se llenó con el ruido de los bancos que se arrastraban sobre el suelo enlosado.

A pesar de que habían comido algo hacía tan sólo cuatro horas, Fidelma y Cass devoraron el plato de pescado al horno con ajo y servido con duilesc, una planta marina que se recogía en las rocas de la playa. También sirvieron pan de cebada. Había jarras de cerveza sobre la mesa y los religiosos se la servían en unas copas de cerámica. Al final de la comida, se sirvió un plato de manzanas y algunos pasteles de trigo amasados con miel.

Durante la comida no hubo conversación alguna y Fidelma se dio cuenta de que así era la regla de san Fachtna. Sin embargo, a lo largo de la comida un lector entonaba pasajes de las Escrituras desde un atril de madera elevado al final de la sala. Fidelma esbozó una sonrisa de cansancio cuando el lector eligió para empezar un pasaje del segundo capítulo del Eclesiastés: «No queda al hombre cosa mejor que comer y beber, y recrear su alma con los frutos de sus fatigas. Y he visto que también esto viene de la mano de Dios».

La comida terminó con un único tañido de campana y el abad Brocc se levantó y entonó otro Gratias.

Cuando estaban saliendo del refectorio e iban a recuperar su calzado, Brocc se acercó a ellos. A su lado, estaba la figura abombada del hermano Rumann.

– ¿Habéis descansado bien, prima? -le preguntó el abad.

– Bastante bien -contestó Fidelma-. Ahora necesitaría vuestro permiso y vuestra autorización para empezar mi trabajo.

– ¿Qué puedo hacer? Tan sólo tenéis que pedírmelo.

– Necesitaría a alguien que me sirviera como ayudante, para ir a buscar a la gente que tenga que interrogar y traérmela y para hacer algunos recados en mi nombre. Tiene que conocer la abadía y llevarme allí donde quiera ir.

– La ayudante del hermano Rumann, sor Necht, puede realizar ese trabajo -dijo el abad sonriendo; luego se giró hacia el administrador corpulento, quien sacudió la cabeza de arriba abajo en señal de asentimiento ante las palabras del abad-. ¿Algo más, prima?

– Necesito una estancia donde llevar a cabo los interrogatorios. La habitación que está junto a la mía en el hostal me iría bien.

– Es vuestra mientras la necesitéis.

– Me encargaré de eso -añadió Rumann, deseoso de complacer al abad.

– Entonces no hay que demorarse más. Empezaremos enseguida.

– Dios bendiga vuestro trabajo -entonó el abad con solemnidad-, Mantenedme informado.

Se fue del refectorio con el hermano Rumann cloqueando tras él.

Sor Necht, la ayudante del hermano Rumann, era la joven de aspecto robusto que Fidelma había visto fugazmente al entrar en la abadía. Conghus le había pedido que se hiciera cargo de sor Eisten y los niños. Era de rostro sano, de cabello rizado y rojizo, casi de color cobre bruñido, que le caía bajo la toca. Tenía los hombros muy anchos y la barbilla demasiado cuadrada para considerarla atractiva. Fidelma consideró que sonreía con rapidez, pero que se contrariaba con facilidad. Sin embargo, estaba ansiosa por complacer y por supuesto le entusiasmaba la idea de que se le encomendara una tarea que se apartara del trabajo rígido y metódico que se llevaba a cabo a diario en la comunidad.

Sor Necht parecía mostrar cierto respeto por sor Fidelma. Era obvio que le habían dicho que era la hermana del presunto heredero del reino, primo del abad, y era, además, una distinguida dálaigh de los tribunales de justicia del país que había pronunciado sentencia ante el Rey Supremo e incluso a petición del Santo Padre en la lejana Roma. La joven sor Necht era claramente una adoradora de héroes.

Fidelma le perdonó inmediatamente su nerviosismo y adoración de perrito faldero. Pronto dejaría la edad de la inocencia. Fidelma sintió que era triste que los niños tuvieran que entrar tan rápidamente en la edad adulta. ¿Qué era lo que había escrito Publius Siro? «Si queréis vivir en la inocencia, no perdáis el corazón y la mente que teníais en vuestra niñez.»

Después de instalarse en la habitación donde habían tomado su primera comida en la abadía, Fidelma envió a Necht a buscar al aistreóir, el hermano Conghus.

– Empezaremos por el principio -le explicó a Cass-. Conghus fue la primera persona que descubrió el cuerpo del venerable Dacán.

Cass no tenía claro su papel. No sabía de leyes y nunca había sido testigo de la investigación de un crimen por parte de un dálaigh. Así que se sentó en un rincón de la estancia, al fondo, y dejó que Fidelma se sentara junto a la mesa donde había una linterna que arrojaría luz sobre el proceso.

Poco después regresó sor Necht, algo jadeante, junto con el fornido ostiario, el hermano Conghus, tras ella.

– Lo he traído -dijo jadeando la chica con una voz profunda y ronca, que parecía ser su tono normal-. Tal como habéis dicho.

Fidelma contuvo la sonrisa e hizo una señal a la novicia para que se sentara junto a Cass.

– Podéis esperar allí, sor Necht. No hablaréis hasta que yo os lo diga ni jamás revelaréis nada de lo que se oiga en esta habitación. Me lo tenéis que jurar solemnemente, si queréis seguir ayudándome.

La novicia lo juró al momento y tomó asiento.

Fidelma se volvió entonces sonriendo hacia el hermano Conghus, que estaba esperando en la puerta.

– Entrad, cerrad la puerta y sentaos, hermano -le indicó con firmeza.

El ostiario hizo lo que se le ordenaba.

– ¿En qué puedo ayudaros, hermana? -preguntó cuando se hubo acomodado.

– Tengo que formularos algunas cuestiones. Os tengo que preguntar oficialmente si conocéis el motivo de mi visita.

– ¿Quién no? -contestó Conghus encogiéndose de hombros.

– Muy bien. Volvamos al día de la muerte del venerable Dacán. ¿Me han dicho que fuisteis el primero que descubrió el cuerpo?

Conghus hizo una mueca al recordarlo.

– Así es.

– Describid las circunstancias, por favor.

Conghus se quedó pensativo.

– Dacán era un hombre muy metódico. Su día, así lo veía yo durante los dos meses que estuvo alojado en la abadía, era de observancia ritual. Se podía decir la hora del día que era por sus movimientos.

Hizo una pausa como para reflexionar.

– Mi trabajo de ostiario también incluye el de campanero. Toco las horas principales y los servicios. La campana de maitines anuncia el inicio de nuestro día, que va seguido del ientaculum, la primera comida del día. Dado que somos una comunidad numerosa y nuestro refectorio no tiene cabida para todos, hacemos tres turnos. Dacán siempre comía en el segundo turno, igual que yo. Eso me permite proseguir con mis deberes en cuanto a las llamadas de las horas. Después del tercer turno del ientaculum, toco la hora tercia, cuando se inicia el trabajo de la comunidad.

– Entiendo -dijo Fidelma cuando el ostiario hizo una pausa y le echó una mirada interrogante como para ver si le seguía.

– Bien, aquella mañana en particular, hace dos semanas, Dacán no estaba en su sitio para el desayuno. Yo hice algunas preguntas, pues era muy raro que se perdiera una comida. Como comprenderá…

– Ya habéis dicho lo rígidos que eran sus hábitos -interrumpió rápidamente Fidelma.

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