Peter Tremayne - Una Mortaja Para El Arzobispo

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Sor Fidelma se encuentra en Roma para presentar al Santo Padre la regla de su orden. Según sus previsiones, la estancia en la Ciudad Eterna será breve, pero un suceso inesperado y de consecuencias imprevisibles va a trastocarlo todo: el arzobispo Wighard de Canterbury ha sido asesinado y robados los tesoros y reliquias de incalculable valor que había traído consigo. A la joven monja y a su amigo Eadulf les encargan la resolución de un caso en apariencia sencillo, pues las pruebas acusan claramente a un religioso irlandés que ya ha sido apresado. Sor Fidelma, sin embargo, se resiste a confirmar su culpabilidad: son muchos los cabos sueltos y demasiados los sospechosos envueltos en una trama en la que se mezclan horrendos crímenes pasados, locos sueños de grandeza y oscuras ambiciones de poder. Además, un sentimiento que ella creía haber descartado la empuja a retrasar lo más posible el momento en que deberá separarse de Eadulf.

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Fidelma entrecerró los ojos mientras examinaba los agraciados rasgos del monje. ¿Estaba devolviéndole sutilmente la jugada con esa historia?

– Pelagio… -empezó ella, con un tono de voz amenazador, pero de repente Eadulf soltó una carcajada, incapaz de mantener la cara seria.

– Dejémoslo, Fidelma. Pero os juro que la historia es cierta. Hagamos las paces.

Fidelma frunció los labios, molesta, pero luego sus rasgos se relajaron y mostró una sonrisa.

– Dejaremos el peregrinaje a la tumba de san Pedro para otro día -contestó-. La diaconisa de la casa donde me alojo nos llevó a mí y a algunos otros a un lugar donde se dice que estuvo prisionero Pedro. Era asombroso. En la celda había un montón de cadenas y había un clérigo que estaba preparado y listo con una lima que, por un precio increíble, haría limaduras; nos aseguró que ésas eran las cadenas que había llevado Pedro. El peregrinaje santo a Roma parece haberse convertido en un negocio que produce grandes sumas de dinero.

Desde hacía un rato se daba cuenta de que el monje sajón iba echando miradas por encima de su hombro.

– Hermana, hay un monje de rostro redondo y con una tonsura que debe de ser irlandesa o britana que nos está siguiendo. Si miráis rápidamente hacia atrás, a vuestra derecha, lo veréis bajo la sombra de un ciprés al otro lado de la calle. ¿Lo conocéis?

Fidelma se quedó observando a Eadulf sorprendida y luego se giró rápidamente en la dirección que él le había indicado.

Durante un momento sus ojos se encontraron con los ojos castaños sorprendidos y bien abiertos de un hombre de mediana edad. Iba, tal como Eadulf había dicho, con una tonsura que situaba su lugar de origen en Irlanda o Britania, es decir, llevaba afeitada la parte anterior de la cabeza a partir de una línea que iba de oreja a oreja. Llevaba una ropa sencilla y su cara era redonda como un pan. Se quedó paralizado al notar la mirada de Fidelma, el color de su rostro se intensificó, dio un giro repentino y desapareció inmediatamente entre la muchedumbre, por detrás de la fila de cipreses que había en el otro extremo de la calle.

Fidelma se dio la vuelta con expresión preocupada.

– No lo conozco. Sin embargo, parecía ciertamente interesado en mí. ¿Decís que nos estaba siguiendo?

Eadulf asintió rápidamente con la cabeza.

– Lo descubrí en las escaleras del palacio de Letrán. Nos siguió cuando empezamos a ascender por la Via Merulana. Primero pensé que se trataba de una coincidencia. Luego me di cuenta de que cuando nos detuvimos hace un rato, él también lo hizo. ¿Estáis segura de que no lo conocéis?

– Sí. Tal vez es de Irlanda y me oyó hablar. ¿Quizá quería hablar conmigo de casa y no se ha atrevido?

– Puede que sea eso -contestó Eadulf, poco convencido.

– Bueno, ahora ya se ha ido -dijo Fidelma-. Sigamos caminando. ¿De qué estábamos hablando?

Eadulf la imitó con desgana.

– Creo que estabais mostrando vuestro desacuerdo con Roma otra vez, hermana.

Los ojos de Fidelma brillaron.

– Así era -admitió-. Incluso encontré, en la comunidad donde me alojo, que hay libros para guiar a los peregrinos a los lugares de interés donde se pueden encontrar santuarios y catacumbas y en los que se convence a los peregrinos de que se desprendan del dinero que tienen para llevarse reliquias y recuerdos. Hay una guía de ese tipo en la comunidad titulado Notitia Ecclesiarum Urbis Romae…

– Pero es necesario que exista un memorial en el que se relate dónde se hallan los lugares de culto y quién está enterrado en ellos -interrumpió Eadulf protestando.

– ¿También resulta necesario que se cobren grandes sumas a los peregrinos a cambio de proporcionarles ampullae o frascos que pretenden provenir del aceite de las lámparas de las catacumbas y santuarios? -soltó Fidelma-. Me cuesta creer que el aceite de las lámparas de los santuarios de los santos pueda tener poderes milagrosos.

Eadulf dejó escapar un suspiro y sacudió la cabeza con resignación.

– Tal vez deberíamos evitar la visita de tales lugares.

Fidelma se volvió a sentir inmediatamente contrita.

– Una vez más he dejado que mi lengua traicionara mis pensamientos, Eadulf. Perdonadme, por favor.

El sajón intentó mostrar desaprobación. Quería seguir manifestando su malestar pero cuando Fidelma esbozó su sonrisa burlona de pilluela…

– Muy bien. Busquemos algo en lo que podamos estar ambos de acuerdo, Fidelma. Conozco… no lejos de aquí está la iglesia de santa María de las Nieves.

– ¿De las Nieves?

– Por lo que sé, una noche de agosto la Virgen se apareció a Liberio, entonces obispo de Roma, y a un patricio llamado Juan, y les dijo que construyeran una iglesia en la Esquilina, en el lugar donde encontraran un manto de nieve a la mañana siguiente. Efectivamente, hallaron una placa de nieve recubriendo la zona exacta donde se debía construir la iglesia.

– Esas historias se cuentan de muchas iglesias, Eadulf, ¿por qué había de tener ésta mayor interés?

– Esta noche se va a celebrar una misa especial en recuerdo de san Aidán de Lindisfarne, que murió tal día como hoy, hace trece años. Asistirán muchos peregrinos irlandeses y sajones.

– Entonces también iré yo -dijo Fidelma-, pero primero quisiera visitar el Coliseo, Eadulf, para ver dónde encontraron su fin los mártires de la fe.

– Muy bien. Y no volveremos a hablar más de las diferencias entre Roma, Canterbury y Armagh.

– De acuerdo -confirmó Fidelma.

Un poco más lejos, el monje con cara de pan, cuidadosamente oculto entre los cipreses, siguió su caminar por la Via Merulana con los ojos entornados.

Capítulo 3

A Fidelma le pareció que se acababa de quedar dormida cuando su sueño se vio perturbado por una campana que sonaba de forma apremiante. Protestó un poco, se dio media vuelta e intentó seguir durmiendo. Pero la despertó el tintineo continuo de la campana, seguido por el sonido de una voz cáustica en la quietud de la noche. Ella ya había oído los frenéticos movimientos de los hermanos que se despertaban y otras voces que se alzaban exigiendo saber qué era lo que había interrumpido su sueño. Fidelma se encontraba ya totalmente despierta, contemplando la oscuridad de la noche. Se deslizó fuera de la cama, se vistió y estaba a punto de empezar a buscar una vela cuando se oyeron unos tímidos toques en la puerta de su pequeña habitación. Antes de que tuviera tiempo de abrir la boca para contestar, la puerta se abrió y dejó ver, a la luz de la lámpara que quedaba siempre encendida en el pasillo, la figura agitada de la diaconisa Epifania. Se retorcía las manos como si con ello quisiera ocultar su angustia manifiesta.

– ¡Sor Fidelma! -la llamó Epifania con una voz que era un gemido temeroso.

Fidelma permanecía en silencio, examinando la expresión asustada de la mujer.

– Calmaos, Epifania -le ordenó con voz pausada-. ¿Qué pasa?

– Es un oficial de la guardia del palacio de Letrán, los custodes. Exige que vayáis con él.

Fueron muchos los pensamientos que atravesaron la mente de Fidelma en aquel momento: pensamientos causados por el pánico; pensamientos de arrepentimiento por haber accedido a la petición de Ultan de venir a Roma; pensamientos de culpabilidad por sus críticas al Santo Padre y a la mezquindad de los clérigos romanos por hacer pequeñas fortunas a costa de los peregrinos. ¿La había oído alguien y la había denunciado? Entonces hizo un esfuerzo para controlarse interiormente. La expresión de su rostro y el comportamiento externo no habían cambiado.

– ¿Dónde desea que vaya? -preguntó en voz baja-, y, ¿con qué motivo?

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