Sergey Baksheev - Al filo del dinero

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La vida cuotidiana de Yury Grisov se rompe repentinamente. El se entera de una enfermedad incurable, de una agresión casi mortal a su hija y pierde el trabajo, casi simultáneamente. Él inventa unos billetes falsos para los cajeros automáticos, organiza la operación riesgosa con ellos y se enfrenta a delincuentes peligrosos. Pero, donde hay dinero grande, siempre hay problemas grandes. El Doctor podrá manejarlos?

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– No, no es posible. Yo no soy un drogadicto… Yo soy un padre de familia. – Mis ideas se revolvieron. Yo vine por un problema, ahora me desconciertan con otro, completamente diferente. – No entiendo, no entiendo nada. —

– Beba agua. —

Obedientemente vacié el vaso y miré al doctor. Yo no había escuchado mal, esto no era un sueño ni un chiste. Ante mí estaba el mismo médico, en la mesa el resultado del análisis donde estaba mi apellido. Ahí estaba escrito que yo estaba mortalmente enfermo. ¿Cuáles veinte, treinta años? Todos los planes se fueron pál carajo. No llego ni al año que viene. ¿Y cómo voy a vivir yo ahora? Me encogí, me sentía como un monstruo, a quien todos evitan.

El médico se inclinó hacia mí desde su lado de la mesa, me miró a los ojos y me dijo, suavemente:

– No entre en pánico, concéntrese en su respiración. Inhalar-exhalar, inhalar-exhalar. Y cuente: uno-dos, uno-dos… —

Poco a poco se me fue aclarando la mente. Pregunté:

– VIH, eso es SIDA? —

– No, no… – Guelashvili se recostó del espaldar de su asiento. Lo más desagradable ya lo había comunicado. A él volvió la convicción profesional. – El VIH es una infección crónica que se desarrolla lentamente. Por regla general, bajo tratamiento, se puede controlar por años. Todo depende del modo de vida y el seguimiento riguroso de los medicamentos. En ese período la persona infectada se siente bien, se ve saludable y, frecuentemente, ni siquiera adivinas su problema. ¿A propósito, cuando se hizo el examen de sangre la última vez? —

– No recuerdo. Hace tiempo. —

– El virus no aparece enseguida. A los tres meses, a veces hasta los seis meses después del contagio. —

– Y ¿cómo? ¿Como pude contagiarme? —

– El VIH pasa de persona a persona. Ante todo, por el tracto genital durante los contactos sexuales no protegidos. O a través de la sangre: aplicación de drogas intravenosas con una aguja infectada, inyecciones, transfusiones de sangre… —

– Espere. ¿Y mi sangre? ¿La transfirieron a mi hija? – Yo salté para correr adonde Yulia.

– No, como se le ocurre. Para eso existen las pruebas. Siéntese y tranquilícese. Ahora usted debe analizarse y recordar como pudo haberse contagiado. Y, por supuesto, cambiar de raíz su comportamiento, para no ser una fuente de propagación de la infección. —

– Katya. Mi esposa. – Reaccioné.

– Ella está embarazada. A todas las embarazadas se le hace prueba de VIH. Esperemos que no…, claro, hay un período escondido. Yo me encargo de hacerle las pruebas. —

– Pero coño! ¿Por qué yo? ¿Que hice? – Puse las dos manos en mi cabeza. – Sin tiempo para nada. ¿Cuánto me queda? —

– Usted no está enfermo todavía, solo tiene el virus en la sangre. —

– Pero el SIDA no se cura. —

– No entre en pánico. Usted no tiene SIDA. —

– No comprendo. Usted me estaba hablando del VIH. —

– Entienda una cosa sencilla. – El doctor se puso pedagogo. – A usted se le detectó un virus, el cual, su organismo todavía controla. El SIDA es el estado final del desarrollo de la infección VIH. Él no aparece rápido. Eso depende de muchos factores. Le voy a dar un folleto. Ahí está explicado de manera muy sencilla. —

Tomé el folleto y leí el título: «Con el VIH se puede vivir», pero ahí enseguida, lo doblé y lo guardé. A pesar del título tranquilizante, me asustó.

– Por ahora no me haré el análisis de sangre de comprobación y no le diga a Katya, por favor. —

– Por ley, esa información es estrictamente confidencial. No tengo derecho de comunicarle a nadie su status de VIH infectado: ni a su esposa, ni a sus familiares, ni a amigos, ni a colegas. Usted es quien tiene que actuar en ese sentido. —

Recordé las palabras de Guelashvili en el primer encuentro: un paso a un lado y te caes. Yo sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Yazgo en el abismo.

– Bueno… – De repente tenía al cirujano a mi lado. Me sacudió por los hombros e hizo detener el mareo que yo sentía. – Tómese este par de tabletas. —

– Que, ¿ya comenzamos? —

– Tómeselas tranquilo. – El médico lleno un vaso con agua y me dio las dos píldoras. – Este schock es normal. Usted todavía se está forzando. Tome un par de días libres en el trabajo. —

– Pero entonces, todos sabrán que me pasa algo. —

– Ok. Continúe a trabajar. Viva como si no pasara nada. Si siente sensación de pánico, respire como le dije. —

– Es todo? —

– Por ahora sí. Eso funciona. —

El médico se puso a hablar caminando por el corredor: de la batería de exámenes, de los análisis complementarios, de la escogencia de medicinas, mientras yo contaba las inhalaciones y exhalaciones: uno-dos, uno-dos… Algo no me permitía pasar de dos. Hasta mis queridos números me abandonaban.

4

La enfermera trajo a una decaída Katya a la oficina. Yo me apuré a abrazar a mi mujer que sollozaba, solo para que ella no notara el miedo en mis ojos. Pero Katya estaba extremadamente deprimida y solo pensaba en la hija. Con esperanza ella miraba al médico y este la tranquilizaba prometiéndole hacer todo lo posible. Guelashvili mencionó algo sobre la curación en Alemania y le dijo que ya había discutido los detalles conmigo. Con mi mejor rostro, yo asentí hacia Katya, mostrando con la mirada, que todo estaría en orden. Ella creyó, no en mis gestos infantiles, sino en su intuición maternal.

Yo llevé a Katya al auto y me puse al volante. Cuando íbamos al hospital, de antemano yo sabía que ella no podía conducir, pero yo no podía suponer que yo mismo estaba cerca de un schock.

– Pero que fue? ¿Por qué? – De vez en cuando Katya se decía a sí misma. – Como vamos a vivir ahora? —

Esas mismas preguntas me atormentaban, pero si mi esposa pensaba exclusivamente en su hija, yo me las dirigía a mí mismo.

– La van a curar, conseguiré el dinero, – murmuré, pero me di cuenta que poco convincentes sonaron mis palabras.

– Yo daría todo, con tal de que Yulia… – Katya se cortó y se puso a llorar.

A mí también se me salían las lágrimas, pero pude contenerme. Inhalar-exhalar. Uno-dos.

Dejé a mi esposa en casa y me fui al trabajo. Entrando al banco, me sentí encogido. Me pareció que todos me miraban de manera distinta y que, a propósito, se apartaban como de un leproso. ¿Será posible que ya tenga escrito en el rostro que estoy mortalmente enfermo?

– Grisov, te ves mal, – Oleg Golikov confirmó la sospecha. – Ayer llegaste primero que todos, hoy estás retrasado. ¿Alguna vez miras el reloj?

Sin esperar respuesta, ironizó:

– La gente feliz no mira el reloj. ¡Ataja! —

Oleg me lanzó la manzana cotidiana, pero yo, oprimido por esos pensamientos horrorosos, no reaccioné en absoluto. La manzana golpeó el teclado, hizo iluminarse el monitor y rodó por el suelo. Y cada golpe haría aparecer, a los dos días, una marca fea en la superficie del bello fruto, lo cual sería el comienzo del daño en la fruta. Eso trajo asociaciones horribles a mi mente y yo ya me veía con daños en mi organismo.

– Un asunto malo, – Golikov comentó sombríamente y clavó su mirada en el monitor. Viendo que yo continuaba postrado, involuntariamente murmuró: – Si, tenemos un problema. —

Yo no me movía, y entonces Golikov subió la voz:

– ¿Me estás escuchando, Yury Andreevich? —

– Que pasa? – reaccioné.

– Hay que chequear la interfase de los cajeros automáticos, temprano hubo una falla incomprensible, – respondió Oleg y volteándose no quiso explicar más.

Yo entré en la red interna del banco, leí los correos, vi los códigos de errores y traté de concentrarme en el trabajo. Sin embargo, mi mente estaba completamente llena de preguntas desagradables. ¿Cuándo me contagié? Y, ¿de quién? ¿Cuánto tiempo me quedaba de vida? Y de repente me entró una esperanza: ¿y si otro examen daba negativo? Dios mío, que esté sano. Me pondría a rezar, aunque nunca lo he hecho.

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