– Doctor, estoy confundido. Me huele a servir de carnada. —
– Tu parte es bloquear la cámara. Del resto me encargo yo. —
Zorro se reclinó en su silla, de nuevo miró a su exprofesor considerando si debía confiar en él.
– Y cuando tiene la intención de hacer eso? – le preguntó.
– Tenemos tiempo mientras los Apóstoles me arreglan el carro. —
– Ahorita? – se extrañó Zorro.
– Desde hace un tiempito me estoy apurando para vivir, – me sinceré.
– El cobarde inventó los frenos, ¿es así? – Zorro guiñó un ojo. – Nunca hubiera pensado que usted… —
– Quiere decir que estás de acuerdo? —
Volkov levantó las cejas y empezó a razonar:
– El blockout lo tengo en el carro, pero se debe encontrar el cajero apropiado, donde se pueda montar sin problemas. —
– Ya te resuelvo eso. —
En el laptop abrí, en la página del «Jupiterbank», la ventana de las direcciones de los cajeros automáticos. Tuve que exprimirme la memoria para recordar la sucesión de la carga de efectivo en ellos: ¿cuáles son los cajeros automáticos que llenan hoy?
Yo escogí uno de ellos y volteé el laptop hacia Volkov:
– Mira este. Allá podemos llegar en quince minutos. —
– Usted cree eso? – dudó Volkov.
– Créeme, allá hay dinero para agarrar. —
Zorro me miró a los ojos, vio mi resolución y aprobó con la cabeza:
– Voy a tomar un café para llevar, en el camino resolvemos los detalles.
El carro de Zorro era un «Subaru» con volante a la derecha, con los guardafangos arrugados y las puertas raspadas. Con escepticismo ponderé el feo aspecto del auto:
– ¿Y para que tienes tus amigos mecánicos? —
– La dirección y el motor están bien, también sus cuatro cauchos y la aceleración, pero la carrocería… – Zorro se cortó un poco, – Pero no me preocupo si tengo que irme rápido. Tome asiento. —
El cajero automático que yo había escogido estaba a la entrada de una mueblería. Adentro, prácticamente, no había clientes. Cuando iba pasando, Zorro pegó a la pared una cajita roja, parecida a las que tienen el botón de alarma de incendio, y entró a la tienda. Decidí no abrir el cajero enseguida y lo alcancé en el interior.
– Me dijiste que el aparato no se veía, – le susurré inquieto.
– Para esconder algo mejor lo pones a la vista. – Con cara de aburrido, Zorro iba mirando los sillones.
Tuve que estar de acuerdo con él. Sin embargo, el color rojo de la cajita, simbolizaba para mí el infierno que tenía que atravesar. Detrás de él hay otra vida, extrema y riesgosa.
– ¿Ya está funcionando el blockout? – me puse nervioso.
– Le tiemblan las rodillas? Podemos volver al carro. —
– No…, pero… Hay dos cámaras: una en el techo y otra directamente en el cajero que graba la cara del que está ahí. Quiero estar seguro… —
– En lugar de a usted, Doctor, están viendo otra cara. Como usted lo pidió. —
Recordé la foto que había escogido en internet y me tranquilicé. Al fin y al cabo, no tenía nada que perder. La enfermedad me liberó de muchos convencionalismos. Ahora puedo hacer lo que considere necesario, vivir duro, sin esperar la vejez. ¡Vamos!
Volví al cajero automático y puse la tarjeta de acceso, la cual tomé por casualidad de la oficina y puse la clave. En la pantalla apareció el menú. Perfecto, no han bloqueado la tarjeta. Escogí la operación: Carga de efectivo. Sonó el gancho de apertura…, yo hale la pesada puerta y el cajero se abrió. Adentro había pacas de billetes de mil y cinco mil.
Por lo menos había millón y medio de rublos y procedí a sacarlos.
La mayoría de los empleados subordinados prefieren no caer bajo la mirada del jefe, pero Oleg Golikov era de la opinión contraria. Él estaba convencido de que para recibir un ascenso debía ser visto por las instancias superiores. Todavía mejor, debía ser útil al jefe no solo en el trabajo, sino en la vida diaria, ¡jalar mecate pues! Una vez, Oleg había ayudado, calculadoramente, al chofer de Radkevich, a configurar el nuevo teléfono inteligente, a conectarse á internet, y enseñarlo a utilizar las nuevas aplicaciones. El chofer le contó eso al jefe. Y resultó: cada vez que aparecía un problema técnico, llamaban a Golikov. Las novedades tecnológicas se vuelven ayudantes irremplazables cuando hay una persona que las domina.
Una semana atrás Oleg había sido testigo de una conversación curiosa. Él había configurado la conexión entre todos los aparatos electrónicos de Radkevich y esa vez, a la oficina del banquero entró una muchacha elegante con apariencia de modelo.
– Estoy que ardo, me sacaron de la portada, – ella dijo, con indignación. – Van a poner a otra muchacha. Me lo habían prometido y en el último momento me sacaron. ¡Cabrones! —
– Oksana, no te preocupes por esas tonterías, – Radkevich se adelantó para abrazar a la muchacha.
Ella despreció el abrazo:
– Para ti es una tontería, pero para mí, es la cima de mi carrera. Calcula tú, yo le conté a todas mis amigas y alguna perra me… —
– Discretamente, Golikov salió de la oficina, pero a través de la puerta semiabierta oyó la esencia de la pelea. A Oksana Broshina, quien trabajaba como modelo, le prometieron ponerla en la portada de «Elite Style», la revista de moda, pero a último momento, la cambiaron por otra chica. Oksana trató de utilizar las conexiones de Radkevich para resolver la situación. El banquero llamó a alguien, averiguó, pidió, pero en definitiva le propuso a la chica otra revista. La amante se ofendió y salió, disparada como un cohete de la oficina.
Boris Mikhailovich apareció en la puerta de la oficina, le hizo una seña a Oleg y le dijo:– Hacia dónde fue? Muéstrale la salida. —
Golikov alcanzó a Oksana, la acompañó a la calle y, casi a la fuerza, la sentó en un café cercano. Se sentía inflado con la compañía de esa belleza en un lugar público. Él no ahorró en cumplidos, mostró comprensión y estuvo de acuerdo en que, la advenediza que destruyó el sueño de Oksana era una alpargatuda en comparación con ella.
Oleg comprendió enseguida que le había caído una oportunidad que no debía desperdiciar. Se ganaría unos puntos con el jefe, si demostraba que podía resolver cuestiones delicadas como esa. Y Oksana estaba tan buena, que él trataría de servirle a cambio de un agradecimiento futuro. Oleg le juró que iba a pensar en algo para ayudarla si ella, después, le mostraba alguna gentileza. Con estas palabras, él la miró, lánguidamente, y le apretó la rodilla bajo la mesa. Oksana no le apartó la mano. Y así, quedaron. Un inspirado Golikov le aseguró a Radkevich que él resolvería el problema. El banquero se sorprendió y, vagamente, dijo: «Bueno, si lo haces…»
Y Golikov lo pensó.
Ahora estaba sentado en la oficina del presidente, sintiéndose vencedor. Un problema bancario sirvió de pretexto formal: alguien había vaciado un cajero automático. Pero la noticia importante él la diría al final de la conversación, ya que las últimas palabras son las que se recuerdan mejor. Ellas son las que dejan la mejor impresión del encuentro.
– Boris Mikhailovich, sucedió un incidente desagradable, – Golikov empezó, suavemente.
– Que pasó? —
– De uno de nuestros cajeros desapareció un dinero. Como casualmente, abrieron el que se llenó hoy de efectivo. —
– Los muérganos los siguieron. ¿Cuánto se llevaron? —
– Ahí viene lo extraño. En el cajero faltan 393300 rublos. – Golikov puso le hoja de papel con la cuenta sobre la mesa. – El resto del dinero no fue tocado, y eso es cerca de un millón. —
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