– ¿Cuándo lo vio por última vez? -preguntó Hulan, siguiendo una corazonada.
– Creo que en otoño. Le gustaba venir aquí con aquel amigo suyo de ojos oblicuos. Se metían en el rancho para hacer lo que sea que les guste hacer a esos mocosos de los demonios hoy en día. A mí me parece que se pasaban la vida de fiesta en fiesta.
– ¿Quiénes asistían a esas fiestas? -preguntó David.
– Pues no lo sé. Chicas guapas y vaqueros. Demonios, no se qué hacían tanto tiempo con aquellos vaqueros. Cualquiera diría que Billy les pagaba por estar allí.
Silverlake es uno de los barrios más antiguos de Los Ángeles. El lago que le da nombre se encuentra rodeado de pequeñas colinas entre Echo Park y Burbank, cerca del centro de la ciudad. Las angostas calles zigzaguean colina arriba por entre casas de estilo español colonial y otras más nuevas y grandes de alta tecnología. La mayoría de los residentes son los primeros compradores que se establecieron y criaron sus familias allí, Muchos de ellos son chinos, ya que Silverlake fue uno de los primeros barrios del sur de California, aparte de Chinatown, que flexibilizó los requisitos de residencia tras la Segunda Guerra Mundial. Aquel enclave resultaba atractivo para la sensibilidad china por su feng shui: agua y viento; el viento susurraba entre los bambúes, los bol y los caquis que plantaron allí para recordar su país natal, y el agua del lago resplandecía bajo sus ventanales.
Cuando David aparcó el coche, Hulan repasó sus compras de la mañana y sacó una lata de galletas danesas.
– No sería cortés que no lleváramos un regalo -comentó.
Bajaron un corto tramo de escaleras y llamaron con el pesado aldabón de hierro forjado a la puerta de entrepaños cubierta de manchas oscuras. Esperaron. David volvió a llamar con el al aldabón. Esperaron un poco más.
Por fin se abrió la puerta. Un anciano diminuto apareció ante ellos. Hulan se presentó y le ofreció la caja de galletas. El hombre volvió a la sala de estar muy despacio, arrastrando los pies, y les indicó que se sentaran en el canapé. Preguntó si querían té y al recibir una respuesta afirmativa, gruñó una orden en chino a alguien que estaba en la cocina. Daba lástima contemplar sus movimientos cuando se sentó en una silla de madera entre crujidos.
Mientras el señor Guang se sentaba, ambos tuvieron tiempo para observar la casa, que no había sido modernizada. Seguramente la sala de estar se había decorado por primera y última vez cuando los Guang entraron a vivir en ella. El tapizado del bajo canapé era de un tejido práctico, pero feo, que a duras penas había resistido el paso de cincuenta años. La chimenea estaba hecha con los azulejos de colores apagados que tanto se habían utilizado en los años veinte, pero aquélla era la única concesión interior a la arquitectura original de la casa. Aquí y allá se veían antiguallas chinas (nada de valor, sólo viejas). En el suelo, frente al ventanal, había varios cestos de azaleas en flor y un tiesto con un arbusto de fortunelas envuelto en una cinta roja; eran los preparativos para la celebración del Año Nuevo chino en la familia Guang. Sobre la repisa de la chimenea, en el lugar de honor, había unas fotografías de graduación de los que Hulan supuso que eran los nueve hijos de Sammy Guang, si es que los había contado bien.
– ¿Quieren hablar de Número Cuatro? -preguntó el anciano, entrecerrando los ojos. Su acento era uno de los más cerrados que había oído David en su vida.
– ¿Guang Mingyun es su cuarto hermano? -preguntó Hulan.
– Número Cuatro está en China. Yo soy Número Uno. Dos hermanos muertos muchos años; uno en América, uno en China. Un hermano más, Número Cinco, vive ahí cerca. -Sammy alzó una mano deformada por la artritis para señalar al otro lado del lago-. ¿Quiere hablar también con Número Cinco?
– Sí, su hermano de China también nos dio su nombre.
– ¿Quiere que yo lo llamo, le digo venir aquí?
– Si no es mucha molestia.
Sammy se levantó lentamente de la silla y fue arrastrando los pies hasta el viejo teléfono, que era de los que todavía tenían disco para marcar. Sammy estudió los números intentando distinguirlos. Tuvo que realizar tres tentativas para conseguir comunicarse con su hermano. Después colgó y miró en derredor.
– Anciana -dijo en chino alzando la voz-, trae el té. ¡Tardas años! -Luego volvió hacia su silla arrastrando los pies al tiempo que aparecía una mujer con el rostro arrugado como una pasa, que traía una bandeja con tetera, tazas y un platillo de semillas de melón. Caminó encorvada con paso inseguro desde la cocina hasta donde se hallaban David y Hulan, sin decir una sola palabra.
– ¿Señora Guang? -aventuró Hulan.
– Ella no hablar inglés -dijo Sammy tras carraspear-. Ella vino aquí hace sesenta años. Yo la traigo aquí y ella no aprende nunca inglés. ¿Se lo puede creer?
Hulan pasó al mandarín, presentándose a sí misma y dando las gracias a la mujer por el té.
Cuando oyeron el aldabón, David se apresuró a abrir la puerta para evitar que Sammy tuviera que atravesar de nuevo la habitación. Se encontró con un hombre vivaz de unos sesenta y cinco años. Harry Guang, Número Cinco, resultó ser muy parlanchín. Estaba retirado, igual que su hermano. Explicó que Uno y Dos habían abandonado China en 1926 cuando tenían veinte y dieciocho años de edad, respectivamente.
– Eran tiempos difíciles para venir aquí. ¿Conoce Ley de Exclusión? No se permitía a los chinos entrar en Estados Unidos, pero ellos vinieron con papeles de hijos de otros que vivían aquí. Por suerte para ellos, compraron papeles donde decía que su apellido era Guang, de lo contrario ahora seríamos Lews o Kwoks. Mis hermanos trabajaron mucho, muy duro. Pensaban que venían aquí para ser ricos. Pero trabajaron en el campo. Trabajaron en una fábrica. Llegó la Depresión y fue muy mala. Vivían en una casa para hombres solteros. Número Dos cogió neumonía y murió; no había dinero para médico en aquellos tiempos. Número Uno no tenía bastante dinero para volver a casa.
– Yo quedar aquí solo -dijo Sammy-. ¿Cree que es fácil para un hombre solo, sin familia, sin mujer, sin hijos? Voy a uno que escribe cartas en Chinatown. Mando una carta a China. «¡Envía a Número Tres!» Cuatro meses más tarde llega una carta. Yo llevo el sobre al mismo hombre para que la lea. Le pago mi dinero y me dice, Número Tres está muerto. Papá muerto también. ¡No puedo creerlo! Descubro que mamá tiene dos hijos más. Yo no conozco a esos niños.
– Los japoneses vinieron a nuestra aldea -prosiguió Harry-, quemaron la casa, mataron a nuestra madre. Número Cuatro tenía doce años, yo seis. Era el 1938. Número Cuatro pidió prestado dinero a los vecinos. No mucho. Un día echamos a andar. Caminamos y caminamos y caminamos hasta llegar al mar. Yo lloraba, pero Número Cuatro me miró con el corazón frío. Me dijo: «Te vas con Número Uno.» Me metió en el barco. Le aseguro que no paré de llorar en todo el viaje. En Angel Island estaba solo, ¡con sólo seis años de edad! Cuando salí, Número Uno estaba allí. Me llevó a Los Ángeles. Mi hermano me metió en una escuela elemental americana y siguió trabajando. Por eso mi inglés es bueno y el suyo… -Harry se encogió de hombros,
– ¿Qué ocurrió con Mingyun? -preguntó Hulan-. ¿Con Número Cuatro?
– Nosotros creemos que está muerto -dijo Sammy-. China lucha contra los japoneses. Nosotros estamos aquí, trabajando con otros en Chinatown para ganar dinero. Luego América entra en la guerra. Yo soy demasiado mayor para luchar, pero no demasiado viejo para trabajar en una fábrica para el esfuerzo de la guerra. Mi primer trabajo auténticamente americano. -Sammy mostró las encías desnudas al sonreír-. Después de la guerra, me dan la ciudadanía, y a Número Cinco también. Compro esta casa, Número Cinco va a la universidad. El ingeniero.
Читать дальше