Una vez pasado esos tumultuosos años, Shao-yi podría haber vuelto a Pekín, retomando sus estudios y quizá haberse convertido en funcionario del partido. Todo el mundo se sorprendió cuando se casó con Su-chee, se quedó en Da Shui y se hizo campesino.
Su-chee interrumpió sus pensamientos.
– ¿Crees que habría dejado casarse a mi hija por algo que no fuera auténtico amor?
– No, tú no -respondió Hu-lan, aunque supiera que no era del todo cierto. El aforismo “decir sólo el treinta por ciento de la verdad” era válido incluso en el campo, incluso entre amigos-. ¿Hay algo más que deba saber sobre Miao-shan? -preguntó Hu-lan-. ¿Tenía papeles aquí? ¿Un diario o cartas?
Su-chee se puso de pie y fue hacia una de las camas. Sacó un sobre grande de papel marrón de debajo y lo puso sobre la mesa.
– Miao-shan tenía un escondite para guardar sus cosas personales -explicó-, pero yo soy una madre y ésta es una granja pequeña. Sabía que ocultaba sus tesoros en el cobertizo detrás del granero. Después de su muerte, fui allí a buscar objetos para poner en el altar. -Respiró hondo y continuó-: Sé leer y escribir un poco, aprendí en la Escuela de Mujeres Campesinas, pero no comprendo lo que dicen estos papeles. Y hay unos dibujos…
Hu-lan lo abrió y sacó tres juegos de papeles. Uno de ellos estaba plegado en cuatro. Hu-lan lo desplegó y alisó las hojas sobre la mesa con la mano. Las hojeó rápidamente mientras Su-chee sostenía la linterna para iluminar mejor.
– Dice Knight International -dijo Su-chee-, ¿pero qué es?
– Parecen especificaciones para una cadena de montaje, y esto otro parece el plano de la planta de la fábrica. ¿Has estado allí? ¿Qué crees?
– La he visto por fuera pero nunca he entrado. Aún así, no comprendo estos dibujos.
Hu-lan recorrió las líneas con el dedo.
– Éste ha de ser el muro exterior. Y, mira, aquí dice taller, baño, oficinas… Veamos qué mas tienes.
Volvió a plegar los planos y sacó unos papeles enganchados con un clip. Era una lista con varias columnas. En la de la izquierda había nombre: Sam, Uta, Nick y más nombres de ese tipo. En la columna adyacente había números de cuentas y lo que parecían cantidades depositadas.
Hu-lan volvió a guardar los papeles en el sobre y le cogió la mano a su amiga.
– Te diré la verdad. Vine aquí porque eras mi amiga y pensaba que podía ayudarte con tu dolor, pero ahora no lo sé. Me has contado muchas cosas que no tienen sentido. Lo que has dicho de los hombres del pueblo y el hecho de que Miao-shan estuviera embarazada, bueno, son cosas que pasan en nuestro país. Pero estos papeles me hacen ver las cosas de otra manera. ¿Qué significan? ¿Por qué los tenía Miao-shan? Y lo más importante, ¿por qué los escondía?
– ¿La mataron por esos papeles escritos?
– No lo sé, pero quiero que vuelvas a ponerlos en el escondite donde los tenía Miao-shan. No le hables de ellos a nadie. ¿Me lo prometes?
Su-chee asintió y preguntó:
– ¿Y ahora qué harás?
– Si a Miao-shan la mataron, la mejor manera de descubrir al asesino es comprender quién era Miao-shan. A medida que la conozca, empezaré a conocer a su asesino. Cuando llegue a conocerla del todo, conoceré a su asesino. -Y añadió-: Pero recuerda esto, Su-chee, a lo mejor no hay ningún asesino y quizá tu hija sencillamente se suicidó. Sea como sea, ¿estás preparada para lo que pueda descubrir?
– He perdido a mi única hija. No me queda nadie. Sin familia que se ocupe de mí, acabaré en la residencia de ancianos del pueblo. No estoy preparada ni dispuestas, pero si voy a pasar el resto de mi vida sola, entonces necesito saber.
Hu-lan despertó antes del amanecer pensando en Miao-shan. La noche anterior, su amistad con Su-chee la había distraído y no había usado las herramientas de investigación que solía emplear cuando investigaba un crimen o interrogaba a un testigo. Para empezar habría pensado en el móvil. Habría tratado de clasificar el asesinato. ¿Era un asesinato por encargo? ¿Motivado por la discusión personal o económica, por sexo, venganza, política o religión? ¿O era simplemente un suicidio? Se habría centrado mucho más claramente en Miao-shan en sí. Tal como había dicho la noche anterior, para coger al asesino el investigador tenía que comprender a la víctima.
Se vistió y salió. Hu-lan, oriunda de Pekín, con sus coches, camiones y millones de personas, estaba acostumbrada al ruido. Allí había otro tipo de ruido. Se oía a los pájaros embelesados con sus gorjeos matinales y el canto de las cigarras. Aunque era domingo, oyó a lo lejos la reverberación de alguna máquina agrícola. Más allá de estos sonidos y oculto justo debajo de la superficie, se escuchaba el suave zumbido de la tierra en sí. De pequeña, pensaba que era el ruido de las plantas que se abrían paso a través del suelo.
Caminó despacio hasta el cobertizo en que habían hallado el cuerpo de Miao-shan. De haber estado presente aquel día, Hu-lan no habría dejado acercarse a nadie para poder examinar el fino polvo que cubría la tierra apisonada. Pero, si había habido huellas, hacía tiempo que se habrían borrado, de modo que abrió la puerta y entró. Los olores y los objetos de antaño asaltaron de inmediato sus sentidos. En ese pequeño cobertizo oscuro se mezclaba el aroma de la arpillera, la tierra, el queroseno y las semillas, creando una atmósfera fuerte y desagradable, embriagadora y terrosa.
Cerró la puerta a sus espaldas. Mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad, se obligó a apartar de su mente los recuerdos infantiles y las ideas preconcebidas.
Trató de imaginarse a Miao-shan colgada de la viga con la escalera debajo. Recordó los suicidios que había visto: la joven madre de Pekín que se había matado con ácido fénico. La anciana de su barrio que, por razones que nunca se aclararon, se había tirado al lago Shisha con piedras atadas a los tobillos. El hombre que había echado mano de los ahorros de su pueblo para invertirlos en bolsa y los había perdido todos para acabar tirándose por la ventana de un hotel, y no tener que volver y enfrentarse con sus vecinos. Después recordó a su propio padre y lo vio apoyar el cañón de una pistola contra su sien y apretar el gatillo.
Hu-lan fue deslizándose hasta sentarse con la espalda apoyada contra la pared del cobertizo y pensó. La vanidad -incluso en los momentos más desesperados- impedía a las mujeres usar armas de fugo para matarse. Preferían las pastillas, arrojarse al mar y hasta cortarse las venas, opciones que no alteraban el rostro y hasta admitían la posibilidad de un rescate. Colgarse era un acto típicamente masculino, puesto que implicaba cierta pericia manual: atar la cuerda a una viga, hacer un nudo corredizo, poner un objeto que permitiera subir pero que pudiera quitarse con facilidad de una patada. Desde luego que una chica campesina tenía esas habilidades, pero la muerte por ahorcamiento no dejaba un cadáver muy agradable de ver. Poro todo lo que Su-chee había dicho de su hija -que estaba transformándose en el ideal de belleza occidental-, el cuello roto, la lengua hinchada y la cara morada no encajaba con el esquema de esa víctima en concreto.
Había algo más que también la preocupaba. Aunque el suicidio era producto de una profunda melancolía, las víctimas con frecuencia utilizaban la acción como forma de quedarse con la última palabra, o de causar un sentimiento de culpa permanente a los que dejaban. Como consecuencia, los suicidios eran planeados de modo que la persona que descubriera el cuerpo fuera el blanco de la ira o desesperación de la víctima. La joven de Pekín, por ejemplo, le había dejado el bebé a una vecina, volvió a casa, se puso el traje de novia, tomó ácido fénico y, a pesar de los espasmos abdominales agónicos, se acostó para que el marido -que resultó tener una serie de aventuras- la encontrara en el lecho matrimonial.
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