Reiko era un milagro más allá de los sueños de Sano, una maravillosa mezcla de fuerza y fragilidad, con un cuerpo como de acero en un envoltorio de seda. Perdido en el tacto y el aroma de Reiko, empujó más y más fuerte al ritmo marcado por su necesidad.
Sin que ella lo supiera, aquélla era también una experiencia nueva para él: nunca había sido el primer amante de nadie. Por ello tenía miedo de hacerle daño; no estaba seguro de poder conseguir que su esposa disfrutara de su primer acto sexual. Hacía mucho tiempo que no se acostaba con una mujer, y le preocupaba no ser capaz de posponer su desahogo lo suficiente para satisfacerla. Ahora sentía una felicidad que iba más allá de la gratificación física. La visión de su bello rostro contorsionado por el éxtasis y los gritos que habían acompañado su clímax lo elevaron al borde del suyo propio. Aquella unión confirmaba el matrimonio como algo en lo que ambos podían dar y recibir satisfacción, tanto en los asuntos de la vida cotidiana como en el dormitorio.
La excitación y la tensión se concentraron con rapidez en la entrepierna de Sano; oyó el fragor de su sangre, el clamor enloquecido de su corazón mientras se adentraba cada vez más en Reiko. Ella gimió y lo aferró más fuerte. Entonces, con un grito que surgía de lo más profundo de sus entrañas, se vio arrojado a un espacio sin tiempo de éxtasis puro. Vació su semilla y tembló en trance de una liberación tan espiritual como camal. La amargura, la furia, la frustración y la tristeza del pasado lo abandonaron como una ráfaga de viento. Cuando amainó el clímax, se sentía exhausto pero estimulantemente refrescado. Se apoyó en los codos y contempló a Reiko.
Ella le sonrió, encantadora y serena. A través de la emoción que le hinchaba la garganta y le abrasaba los ojos de lágrimas, Sano le devolvió la sonrisa. Después de muchos años de vagar en solitario, estaba en casa. Su amor lo había devuelto a un sentido perdido de su ser y su poder. No había límites a lo que él podía hacer, a lo que podían lograr juntos.
Un estruendo súbito los sobresaltó: vítores, aplausos y el estallido de los petardos. Una andanada de guijarros cayó sobre el tejado; en el jardín se encendieron antorchas; las siluetas de unas figuras danzantes se recortaron en el papel de las ventanas. Detectives, guardias y criados celebraban la consumación del matrimonio de su señor con la habitual ceremonia de la noche de bodas.
– Oh, no -dijo Sano con una carcajada.
Reiko le hizo coro.
– ¿Cómo se han enterado?
– Las paredes son finas. Alguien nos habrá oído y habrá avisado a los demás.
Lejos de molestarse, Sano estaba conmovido por el tributo, y agradecido por la interrupción, que les daba a la novia y al novio algo de lo que hablar, llenando cualquier silencio incómodo.
Bajo él, Reiko reía con vergonzoso alborozo. Entonces llamaron a la puerta. Se separaron deprisa y se pasaron los quimonos. Sano abrió y encontró a la niñera de Reiko, O-sugi, plantada en la puerta con una bandeja cargada y una sonrisa radiante en la cara.
– ¿Un refrigerio, sosakan-sama?
Sano cayó en la cuenta de que estaba famélico.
– Gracias -dijo; cogió la bandeja y cerró la puerta.
Reiko y él cumplieron el obligado ritual de limpiar el semen y la sangre derramados. Después, comieron.
– Toma, esto restaurará tu virilidad -dijo Reiko con picardía mientras llevaba una cucharada de hueva cruda de pescado a la boca de Sano.
El sirvió el sake caliente.
– Un brindis -dijo, alzando la taza- por el principio de nuestro matrimonio.
Reiko levantó su taza.
– Y por el éxito de nuestra investigación.
Un resquicio de aprensión se coló en la felicidad de Sano. Aún temía que Reiko resultara herida mientras perseguían al asesino de la dama Harume. A medida que crecía su amor por ella, ¿cómo iba a soportar que le pasara algo malo? A pesar de su inteligencia y adiestramiento, era joven e inexperta. ¿Hasta qué punto podía encomendarle la difícil y delicada tarea de la investigación?
Sin embargo, le había prometido un matrimonio de compañeros; no podía faltar a su palabra. Alzó la taza y apuró el sake. Reiko lo imitó. Entonces Sano resumió sus progresos en el caso.
– Voy a encargarle a Hirata que indague en los anteriores intentos de asesinar a Harume -añadió-. Y tengo unas cuantas ideas sobre su amante misterioso.
– Bueno -dijo Reiko-, puesto que el teniente Kushida sigue desaparecido, supongo que eso me deja a mí a la dama Ichiteru y a los Miyagi. Mañana puedo pedirle a mi prima Eri que organice una cita con Ichiteru, y visitaré al daimio y a su esposa.
Su mirada retaba a Sano. Esa era la primera prueba de su determinación. Odiaba la idea de que Reiko estuviera cerca de un posible asesino. Luchó contra el impulso de disuadirla y se tragó las palabras que convertirían su promesa en una traición. Trató de convencerse de que el teniente Kushida o el amante desconocido de Harume eran los asesinos más probables, mientras que los otros sospechosos no suponían ninguna amenaza para ella. Por fin, asintió.
– De acuerdo -dijo-, pero, por favor, ten cuidado.
La mañana trajo consigo un tiempo más apacible y un viento sur procedente del mar. Nubes blancas e hinchadas, como los motivos estilizados de la porcelana china, flotaban en el cielo cerúleo mientras Sano e Hirata cabalgaban por la Gran Vía Norte-Sur, la principal vía pública de Edo. Los mercaderes abrían los postigos de madera de sus establecimientos y revelaban muebles de lujo, cuadros, telas y vajillas laqueadas; los criados fregaban los portales. La calle empezaba a poblarse de buhoneros y vendedores de té, de campesinos que se saludaban a gritos, sacerdotes de túnica naranja con bacineta, damas subidas en palanquines y samuráis a caballo.
– Tenemos que hablar, Hirata-san -dijo Sano. Hirata sintió que el corazón se le encogía.
– Sí, sosakan-sama -dijo con pesar.
– La falsa acusación contra la dama Keisho-in y el sacerdote Ryuko fue sobre todo obra del chambelán Yanagisawa -dijo Sano-, apoyada por las pruebas accidentales del diario, el padre de Harume y el asesino de Choyei. Pero hay otra persona que contribuyó al fiasco que podría habernos costado la vida de no haber sido por la investigación independiente de mi esposa: la dama Ichiteru. -Sano hablaba con expresión grave y a regañadientes, pues le disgustaba sostener esa conversación con Hirata-. Tú estabas a cargo del interrogatorio de Ichiteru, pero de algún modo te las ingeniaste para no descubrir nada en vuestro primer encuentro. Cuando te pregunté cuál era el problema, evitaste responder. No es propio de ti ser esquivo o incompetente, pero lo dejé pasar porque pensaba que arreglarías las cosas por tu cuenta. Confié en tus instintos de detective y acepté la declaración de Ichiteru, sin otro testigo que tú que la corroborara. Ahora veo que cometí un error.
Hirata estaba abochornado. Había traicionado la confianza de su amo, un pecado imperdonable. Una larga noche entregada a la recriminación había aumentado su sentimiento de culpa.
Ahora las palabras de Sano le desgarraban el espíritu. La hermosura del día, el sol que reverberaba en los canales parecían burlarse de su congoja. Quería morirse allí mismo.
– Algo va mal -dijo Sano- y no puedo seguir ignorándolo. Cuando Ichiteru te dijo que había oído a Keisho-in y a Ryuko conspirar para matar a Harume, ¿qué te predispuso tanto a creértelo? Sabes que a menudo los criminales mienten para incriminar a otros y desviar las sospechas de su persona. ¿Qué pasó entre Ichiteru y tú?
Hirata vio que Sano estaba menos furioso que preocupado, más proclive a entender que a reprender. La benevolencia de Sano lo hacía sentirse aún peor, porque requería una explicación cuando él habría preferido un castigo físico. De mala gana escupió toda la penosa historia de la seducción de Ichiteru y su credulidad. Se obligó a presenciar el desaliento en la cara de Sano.
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