»Pero si me das tiempo para mejorar mi carácter, una oportunidad de aprender a ser el tipo de marido que te mereces… -Respiró hondo y resopló-. Lo que intento decirte es que… quiero que te quedes. Porque estoy enamorado de ti, Reiko. -Los ojos le brillaban enardecidos. Entonces apartó la vista-. Y te… te necesito.
Tras las quedas palabras, Reiko casi distinguía el eco de una fortaleza que se derrumba. De repente, Sano volvió a mirarla a la cara, toda duda desaparecida; su voz resonaba clara y sincera:
– Te necesito, no sólo como esposa o madre de mis hijos, o por placer, sino como la mujer que eres. Una compañera en mi trabajo. Una camarada en el honor.
Reiko se afanaba por asimilar todo lo que había dicho. ¡Sano no sólo correspondía a su amor, sino que le ofrecía un matrimonio en sus términos! Podía tenerlo a él sin perder ella. La felicidad la colmaba. Saboreaba el momento de triunfo en perfecta inmovilidad, sin atreverse ni a respirar. Pero Sano esperaba su decisión y trataba por todos los medios de leer su semblante. A Reiko la emoción le atenazaba la garganta; no le salían las palabras, de forma que le respondió de la única manera posible. Extendió la mano hacia él.
La cara de Sano se iluminó de gozo; unos dedos fuertes tomaron y cubrieron los de ella. Sano se levantó y la miró a los ojos. Transcurrió una eternidad en un mutuo reconocimiento sin palabras, el intercambio de un millón de pensamientos inarticulados. En silencio, Reiko le transmitió su amor; él le prometió libertad a la vez que protección. Entre ellos resplandecía una visión de futuro, borrosa pero radiante. Entonces Sano profirió un suspiro apurado.
– Esto no va a ser fácil -dijo-. Los dos tendremos que cambiar. Hará falta tiempo y paciencia. Pero yo estoy dispuesto a probar, si tú lo estás.
– Lo estoy -susurró Reiko.
En el mismo momento en que hacía su voto, bajo su felicidad temblaba algo de miedo. La masculinidad de Sano la intimidaba. Sentía su necesidad en el apretón de la mano, en la rapidez de su respiración. Su propia vulnerabilidad la espantaba.
Entonces Sano se acercó a Reiko y le tomó la cara entre las manos. Se dio cuenta de que para ella eso era la primera prueba de su matrimonio. No siempre iban a poder ser como dos soldados que marchan codo con codo a la batalla. El equilibrio de poder entre los dos estaba condenado a oscilar; uno prevalecería mientras el otro cedía. En el terreno del amor carnal, él disponía de las ventajas de la edad, la fuerza y la experiencia. Ahora le tocaba a ella someterse. Mas la fuerza de la reacción que le inspiraba Sano debilitaba su resistencia instintiva. El deseo era un hambre voraz. Se apretó contra él con ardor.
Los brazos de Sano la rodearon. Vio que la lujuria ensombrecía sus facciones, sintió el ritmo insistente de su corazón y la aterradora dureza de su ingle. Fue presa del terror. Pero Sano le acarició el pelo, el cuello y los hombros con extremada ternura: se refrenaba porque comprendía su temor. Envalentonada, Reiko le tocó la piel desnuda que asomaba por el cuello de su quimono. El le rodeó la cintura con las manos. Sin dejar de mirarse a los ojos se movieron hacia el futón, y Reiko era incapaz de distinguir si era Sano el que guiaba, o ella.
Se hundieron en el colchón y, al contacto de Sano, el pelo de Reiko se derramó libre de sus peinetas. Dejó de buen grado que le desanudara la faja, pero cuando trató de quitarle los quimonos superpuestos, retrocedió. Ningún hombre la había visto desnuda, y temía su escrutinio, sobre todo si debía exponerse mientras él seguía vestido.
Sano se apartó al momento.
– Lo siento.
Como si le hubiera leído el pensamiento, se desató la faja. Se quitó el quimono marrón y las prendas interiores blancas. Reiko lo miró llena de asombro.
La piel morena de los músculos esbeltos y cincelados de sus brazos, de su pecho y de las planicies de su estómago estaba surcada de cicatrices. La piel de las pantorrillas estaba rosa a causa de las quemaduras de las que se estaba curando. Desnudo a excepción de su taparrabos, Sano parecía un superviviente del fuego y la guerra. A Reiko la recorrió un arco de tierno dolor. Le tocó una costra larga y oscura que tenía justo debajo de la cresta de su clavícula derecha.
– ¿Qué te pasó? -preguntó.
– Un flechazo, cuando estuve en Nagasaki -dijo con una sonrisa atribulada.
– ¿Y las quemaduras?
– El hombre que disparó a un mercader holandés trató de detener la investigación del asesinato incendiando mi casa.
Reiko tocó una larga arruga de carne que le recorría el bíceps izquierdo. La herida había sido grave.
– ¿Y esto?
– Un recuerdo del asesino de los Bundori.
– ¿Y éstas? -Reiko recorrió otras cicatrices en el hombro izquierdo y el antebrazo derecho de su marido.
– Combates a espada con un traidor que atacó al sogún y con un asesino que intentó matarme.
Sin que él lo dijera, Reiko se dio cuenta de que Sano los había vencido a los dos. Sus victorias la impresionaban, al igual que su coraje para arriesgar la vida en el cumplimiento del deber.
De repente, Sano parecía mortificado, más que orgulloso de sus hazañas.
– Lamento que mi aspecto te desagrade.
– ¡No! ¡En absoluto! -se apresuró a asegurarle Reiko.
Las feas cicatrices eran símbolos de todo lo que valoraba en Sano, aunque sabía que las meras palabras no iban a convencerlo. Se olvidó de su timidez y se quitó la ropa, con lo que desnudó su esbelta figura y los pechos pequeños y respingones. Cogió las manos de Sano y se las llevó a la cintura.
El alivio, la gratitud y el deseo coincidieron en su profundo suspiro y su sonrisa triste.
– Eres hermosa -le dijo.
El orgullo llenó a Reiko de osadía. Tiró del taparrabos de Sano. La banda de blanco algodón opuso resistencia a sus torpes esfuerzos y Sano la ayudó. Entonces cayó el último pliegue y contempló fascinada su primera visión de un hombre excitado. Su tamaño la alarmaba a la vez que la agitaba profundamente. Cuando le tocó el órgano, éste latió en su mano, un asta de músculo rígido bajo la piel suave y sensible. Lo oyó gemir. Y la trajo hasta el futón con un abrazo.
El calor del contacto íntimo la sorprendió, al igual que la diferencia entre su cuerpo y el de Sano. El era duro donde ella era blanda, todo huesos anchos y tendones de acero donde ella era delicada. Entonces empezó a acariciarle los senos, a pellizcarle los pezones, a acariciarle los muslos. Elevada a nuevas cotas de sensación, Reiko correspondía toque por toque; la extrañeza se esfumó a medida que sus alientos se entremezclaban y el placer los hacía iguales. La boca de Sano en su garganta y el empuje de su virilidad le arrancaron un gemido. Sus dedos la acariciaban entre las piernas, humedeciendo sus turgentes carnes íntimas. Cuando se situó sobre ella, estaba más que preparada.
Sano descargó su peso con lentitud para no aplastarla. Se mojó con saliva para facilitar su unión y acometió con delicadeza contra la femineidad de Reiko. A pesar de sus cuidados, ella sintió un agudo dolor cuando la penetró. El se quedó rígido, con un jadeo.
– Lo siento -se disculpó.
Pero a través del dolor brotaba un ansia exigente. Reiko se arqueó contra él y susurró:
– Oh. Oh, sí.
Empezó a moverse en su interior. La resbaladiza profusión del deseo de Reiko redujo gradualmente la áspera y rugosa fricción. Su cuerpo se fundía por dentro, se abría para Sano. Lo agarró con fiero deleite, regocijándose ante la visión de su gozo: ojos cerrados, labios separados, pecho arriba y abajo. Su abrazo se hizo más estrecho; sentía las cicatrices bajo los dedos. Era como tener a todos sus héroes samurái en los brazos. Después, la crecida de la excitación se llevó a su paso el pensamiento consciente. Reiko estaba enzarzada en una batalla por la satisfacción; escalaba una montaña, y los empujes de Sano la llevaban cada vez más arriba. Entonces llegó a la cima, donde esperaba la victoria. Reiko gritó y su cuerpo se contrajo con un deleite que jamás había conocido.
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