– Te estaba esperando -oyó decir a Maja-. ¡Ven!
La voz sonaba dulce como la miel. «Yo nunca seré capaz de hablar así», pensó Eva espantada. De repente el hombre se acercó mucho, y aunque no era muy alto, a su lado Maja parecía aún más baja. A pesar de la tenue luz que iluminaba la habitación, Eva pudo ver cómo el hombre abría la bata verde de Maja y la deslizaba por los hombros de su amiga, hasta que la prenda cayó por fin al suelo. Eva miraba fijamente el cuerpo blanco y redondeado de Maja, y al hombre, pero no podía distinguir la expresión de su cara. La música sonaba agradablemente al fondo. Maja se acercó a la cama, y se tumbó lentamente boca arriba, con los brazos a lo largo del cuerpo. El hombre la siguió. Llevaba una camisa a cuadros que de repente sacó violentamente del pantalón. Como había pagado, podía tomar posesión de la mercancía con un evidente derecho de propiedad, y eso fue lo que hizo. Se arrodilló sobre la cama y empezó a desabrocharse el cinturón. Eva pudo ver las bragas negras de Maja y sus muslos rellenos. Ninguno de los dos hablaba, sus movimientos eran lentos y rutinarios; estaban haciendo algo que habían hecho muchas veces y seguían un sistema fijo. El hombre no perdió el tiempo, acabó de desabrocharse el cinturón y Eva pudo oír una cremallera que se bajaba. La cama crujía ligeramente mientras el hombre se acomodaba. Maja no se movía, y tampoco Eva. Miraba fijamente al hombre, que en ese momento se bajó los pantalones hasta los muslos. Luego le quitó las bragas a Maja violentamente. Ella le ayudó levantando con pereza el culo y enseguida se abrió de piernas. El hombre empezó a jadear, se sentó a horcajadas sobre Maja, le separó aún más las piernas y se lanzó dentro. Maja había vuelto la cara hacia un lado. Eva sólo veía el pelo ralo y el culo blanco del hombre, que se movía cada vez más deprisa. Pasaron unos instantes y se levantó, estiró los brazos, echó la cabeza hacia atrás, soltó un gemido ronco y dilatado, y se desplomó. En total había durado un minuto. Al caerse con la barbilla contra el colchón, su mano se deslizó fuera de la cama, y buscó a tientas en el borde un apoyo. Se oyó un sonido sordo. El hombre se estiró y miró al suelo. Eva vio que estaba buscando algo sobre la alfombra. Maja había girado la cabeza y enarcó las cejas, cuando el hombre de repente se incorporó. Tenía el cuchillo en la mano. Brillaba a la luz de la lámpara. El hombre lo miró asombrado, y luego miró a Maja, que estaba intentando levantarse. Eva se tapó la boca con una mano para ahogar un grito. Por unos segundos, hubo un silencio total en la habitación. Joe Cocker había acabado de cantar Up where we belong y se estaba tomando un respiro antes de pasar a la canción siguiente. La imagen que Eva estaba contemplando a través de la rendija hizo que se le helara la sangre en las venas y respirara con dificultad: Maja, todavía desnuda, estaba tumbada boca arriba sobre la cama, y el hombre, sin quitarle ojo, seguía sentado a horcajadas sobre ella, con los pantalones bajados hasta las rodillas y el puntiagudo cuchillo en la mano.
– ¿Qué coño es esto?
La voz denotaba sospecha. Miró a Maja, cuya actitud era tan dulce y cariñosa como antes: toda una profesional.
– Ni más ni menos que una pequeña seguridad para una mujer indefensa. Viene mucha gente rara por aquí.
Conque sí, pensó Eva.
– ¿Conque sí, eh? -gritó el hombre-. ¿Así es como nos ves? No tendrías pensado clavármelo, ¿no?
– Más bien has sido tú el que me ha clavado algo, ¿no? -se reía Maja con voz ronca.
El hombre seguía sin moverse, con el cuchillo en la mano.
– He leído algo sobre putas que roban así a la gente.
El hombre observó el cuchillo, le dio la vuelta y miró el cuerpo desnudo de Maja, su piel tan blanca, como gozando de lo que veía.
– Gracias -dijo Maja-. Ya me has pagado. Creo que ya es hora de que sueltes ese cuchillo. No me gusta que me estés apuntando con él.
– Y a mí no me gusta encontrarme cuchillos en la cama cuando he venido aquí con intenciones claras y honradas. ¡Uno no se puede fiar de vosotras ni de coña!
El hombre estaba montando en cólera. Eva se mordió el labio, casi había dejado de respirar. Maja intentó levantarse, pero él se lo impidió.
– ¡Relájate ya! -exclamó ella en voz alta-. No seas tan delicado.
– No soy delicado -objetó con voz arisca-. Vosotras sois las delicadas, siempre pensando que os queremos hacer daño. ¡Coño, un cuchillo y todo! ¿También tienes un arma de fuego?
– Naturalmente.
– Eres de las paranoicas, ya me lo imaginaba.
– El paranoico eres tú. Yo no tenía ninguna razón para clavarte el cuchillo. Al menos en un principio. Pero ya está bien. Vete ya, si no tendrás que pagar un extra.
– ¡Ja! ¡Me iré cuando haya acabado! -contestó el hombre, mientras tiraba de sus pantalones y se subía la cremallera haciendo grandes esfuerzos.
– Has acabado hace tiempo, y hay otros esperando.
– Lo siento por ellos. ¡Las putas sois la leche, joder! Te he dejado mil coronas por un trabajo de cinco minutos. ¿Sabes cuánto tengo que trabajar en la fábrica de cerveza para ganarme mil coronas?
– No -contestó Maja, que estaba empezando a cansarse. Miró el techo. Eva esperaba con tres dedos metidos en la boca.
– ¡Me cago en la puta! -murmuró el hombre intentando concentrarse en la hebilla del cinturón-. ¡Mujeres de mierda!
– ¡Ya está bien, joder! No hace falta que vuelvas. A partir de ahora no serás bienvenido aquí. Debería habértelo dicho hace mucho tiempo.
– ¿Ah, sí? -El hombre se detuvo y asintió con la cabeza, como si de repente lo comprendiera todo-. ¿Conque esas tenemos, eh? Nos recibís con los brazos abiertos y nos vaciáis la cartera, pero en el fondo ninguna de vosotras nos aguantáis. Así es, ¿verdad? ¡No hay nada más cínico que una puta, joder!
Maja se incorporó con gran esfuerzo y se apoyó sobre los codos. Intentó retirar las piernas, pero el hombre, ya fuera de sí, se lo impidió. Ella le dio un codazo y se escabulló de entre los muslos del hombre, buscando el cuchillo. De repente lo tenía en la mano. Se puso de rodillas y lo levantó; la punta vibraba. Maja tenía los ojos clavados en el hombre, que seguía sentado en la cama como si estuviera a punto de saltar, con su pequeña coleta rebosante, como la erección de un chiquillo, pensó Eva, con una mano entera metida en la boca, que mordía con fuerza para no gritar. Si el hombre se hubiera girado hacia la izquierda, habría visto el ojo de Eva, un puntito luminoso en la negra rendija de la puerta. Pero el hombre no se giró, sino que agarró un cojín y se lo puso delante como para protegerse. Miró a Maja, que estaba sentada sobre las rodillas, temblando, con el cuchillo en la mano. Un cojín y un cuchillo. Todo quedó en silencio.
Eva escondió la cara entre las manos. Quería hacer desaparecer esa amenazadora escena, le aterraba que el hombre la descubriera, que atravesara corriendo la habitación y abriera la puerta; se preguntaba qué conclusión sacaría si la viera allí, y pensaba en la rabia que sentiría si supiera que estaba sentada en la oscuridad observándolos. Permanecía inmóvil como una estatua, esforzándose por respirar tranquilamente. Joe Cocker había empezado otra canción, When a woman cries. En medio de la desesperación sintió un enorme alivio. Jamás permitiría que un desconocido entrara en esa habitación y la desnudara. No sólo finalizaría su carrera antes de haberla iniciado, sino que también convencería a Maja para que lo dejara. «En el fondo, Maja es una persona decente -pensó- que se preocupa por los demás, y casi dos millones ya estaba bien.» Tendría que contentarse con un hotel pequeño. Eva volvió a levantar la vista y miró a través de la rendija. El hombre había bajado por fín de la cama y estaba a punto de ponerse la chaqueta. Eva podía ver su nuca; el hombre miraba la habitación como queriendo asegurarse de que no olvidaba nada. Contuvo la respiración cuando vio que el hombre descubrió la puerta entreabierta. La miró fijamente durante algunos segundos, se dio otra vez la vuelta y cruzó la habitación. Algo iba mal. Nadie decía nada, había de repente un terrible silencio. Eva podía ver los pies de Maja, inmóviles bajo la colcha dorada, apuntando hacia los lados. Al hombre le entró la prisa, abrió rápidamente la puerta y se escabulló.
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