Anne Perry - Defensa O Traición

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Cuándo el general Thaddeus Carlyon, insigne veterano del Imperio de Su Majestad, muere en una elegante fiesta londinense, nadie sospecha que se trate de un asesinato. Sin embargo, la bella esposa del general, Alexandra, se confiesa autora del crimen, lo que causará una profunda conmoción en la aristocracia victoriana. El detective Wílliam Monk trabajará, incansablemente junto a Oliver Rathbone, su colaborador habitual y abogado defensor de Alexandra Carlyon, para conseguir salvar la vida de la acusada. Defensa o traición, es la tercera novela de la serie de misterio victoriano protagonizada. por el detective William Monk.

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– Sería insensato por mi parte emitir un juicio prematuro, señor Rathbone -contestó con una sonrisa encantadora-. Si estuviera enfermo, yo me molestaría si usted me consultara y luego se prescribiera su propio tratamiento.

En ese momento era evidente que el abogado estaba divirtiéndose.

– Si le consulto en alguna ocasión, lo tendré bien en cuenta, señorita Latterly, aunque dudo de que sea tan impetuoso como para pensar en adelantarme a su juicio. Le aseguro que cuando estoy enfermo me convierto en un hombre bastante lastimero.

– Las personas se asustan y resultan vulnerables, incluso lastimeras, cuando se las acusa de un crimen y se enfrentan a la justicia sin que nadie las defienda o, como mínimo, sin contar con la ayuda de una persona adecuada para la ocasión.

– ¿Y usted considera que soy la persona adecuada para este caso en concreto? -quiso saber-. Me siento halagado, aunque no exactamente adulado.

– Pues lo estaría si supiera de qué se trata -repuso Hester con un tono algo cortante.

El abogado esbozó una sonrisa desprovista de malicia que dejó al descubierto su perfecta dentadura.

– Bravo, señorita Latterly. Veo que no ha cambiado. Por favor, cuénteme de qué se trata.

– ¿Se ha enterado de la reciente muerte del general Thaddeus Carlyon? -preguntó para evitar explicarle algo que quizás ya sabía.

– Leí la necrológica. Creo que sufrió un accidente. Se cayó cuando estaba invitado en casa de alguien. ¿No fue un accidente? -inquirió con curiosidad.

– No. Parece improbable que cayera de ese modo, y mucho más que a resultas falleciera en el acto.

– En la necrológica no se describían las heridas.

Recordó entonces las palabras que Damaris había pronunciado en un tono amargo e irónico. «Resulta un tanto ridículo. Se cayó por el pasamanos desde el primer rellano y fue a parar sobre una armadura.»

– ¿Se desnucó?

– No. Por favor, no me interrumpa, señor Rathbone, no es algo fácil de adivinar. -Pasó por alto la mirada de sorpresa del abogado ante su osadía-. Es demasiado ridículo. Cayó sobre una armadura y al parecer la alabarda que ésta sostenía le atravesó. La policía sospecha que no fue un accidente, sino que le clavaron la lanza mientras yacía inconsciente en el suelo.

– Comprendo. -Se mostró contrito-. Así pues, fue un homicidio; supongo que puedo llegar a esa deducción.

– Desde luego. La policía investigó el asunto durante varios días, dos semanas de hecho. Todo ocurrió la noche del 20 de abril. Ahora la viuda, Alexandra Carlyon, ha confesado ser la autora del crimen.

– Eso es bastante fácil de adivinar, señorita Latterly. Por desgracia no es una circunstancia inusual, y en absoluto absurda, ya que todas las relaciones humanas poseen un elemento humorístico o ridículo. -No se entretuvo en preguntar por qué razón había acudido a el. Permaneció sentado muy erguido en la silla, dedicándole una atención absoluta.

Ella se esforzó por no sonreír, aunque la situación la divertía, aun sin olvidar la tragedia que la había llevado hasta allí.

– Tal vez sea culpable -declaró ella-, pero Edith Sobell, la hermana del general Carlyon, está convencida de que no lo es. Tiene la certeza de que Alexandra ha confesado para proteger a su hija, Sabella Pole, una mujer un tanto desequilibrada, que, además, odiaba a su padre.

– ¿Se encontraba presente ese trágico día?

– Sí… Y por lo que Damaris Erskine, la otra hermana del general, que también asistió a la cena de la noche fatídica, me ha contado del asunto, varias personas tuvieron la oportunidad de empujarlo por el pasamanos.

– No puedo interceder por la señora Carlyon a menos que me autorice -puntualizó-. Sin duda la familia Carlyon contará con algún asesor legal.

– Peverell Erskine, el esposo de Damaris, es su asesor, y Edith me ha asegurado que él no tendría inconveniente en contratar al mejor abogado.

– Gracias por el halago -dijo Rathbone con una sonrisa.

Ella no dio mayor importancia al comentario porque no sabía qué decir.

– ¿Será tan amable de visitar a Alexandra Carlyon y, como mínimo, considerar la posibilidad de aceptar el caso? -le preguntó con suma seriedad, consciente de la gravedad del asunto-. Me temo que, de lo contrario, la internarán en una institución mental penitenciaria para preservar el buen nombre de la familia y pasará ahí el resto de sus días. -Se inclinó hacia él-. Esos lugares son lo más parecido al infierno en la tierra, y para alguien que está en su sano juicio, que sólo intenta proteger a su hija, sería sin duda peor que la muerte.

Todo rastro de alegría y luminosidad desapareció del rostro del abogado. Sus ojos reflejaron un intenso abatimiento, y no había un solo atisbo de vacilación en su semblante.

– Estoy dispuesto a ocuparme del asunto -anunció-. Si pide al señor Erskine que me dé instrucciones y contrate mis servicios, le prometo que hablaré con la señora Carlyon, aunque, por supuesto, no depende de mí que ella diga la verdad.

– Tal vez podría persuadir al señor Monk de que se encargue de las investigaciones… -Se interrumpió.

– Lo tendré en cuenta. No me ha explicado qué motivo tenía para matar a su esposo. ¿Ha dado alguno?

La pregunta la pilló desprevenida. No se la había planteado.

– Lo ignoro -respondió con los ojos bien abiertos, sorprendida ante ese gran descuido por su parte.

– Es improbable que actuara en defensa propia -conjeturó él con una mueca-, y es muy difícil que se trate de un crimen pasional, lo que de todos modos no se consideraría un atenuante, sobre todo en el caso de una mujer, pues a un jurado le parecería de lo más… indecoroso -añadió con cierto humor negro, como si fuera consciente de la ironía del asunto. Se trataba de una cualidad difícil de encontrar en un hombre, y era una de las muchas razones por las que a Hester le agradaba.

– Creo que la velada fue un auténtico desastre -explicó ella mientras lo observaba-. Al parecer Alexandra estaba muy enfadada cuando llegó, como si hubiera discutido con el general. Es más, por lo que me contó Damaris, la señora Furnival, la anfitriona, coqueteó con él de forma evidente. Sin embargo, por lo que he observado se trata de un comportamiento habitual, y muy pocas personas serían lo bastante insensatas para ofenderse por ello. Es una de esas actitudes que estamos obligadas a soportar. -Reparó en la expresión divertida de Rathbone, pero hizo caso omiso de ella.

– Será mejor que espere a que el señor Erskine se ponga en contacto conmigo -afirmó con la gravedad que requería la ocasión-. Entonces hablaré con la señora Carlyon, se lo prometo.

– Gracias. No sabe cuánto se lo agradezco. -Se puso en pie, y él la imitó al instante. De repente Hester cayó en la cuenta de que debía pagarle por la visita, que se había prolongado durante casi media hora. Sin embargo, hasta entonces no había pensado en ello. Sus honorarios serían demasiado elevados para sus escasos recursos económicos. Había cometido un error estúpido que la avergonzaba.

– Le enviaré la factura en cuanto el asunto esté cerrado -anunció él sin dar muestras de haber percibido su turbación-. Supongo que entiende que si la señora Carlyon me contrata, y acepto el caso, todo cuanto me cuente será confidencial, pero por supuesto le informaré de si puedo defenderla.- Rodeó la mesa de escritorio y se dirigió hacia la puerta.

– Por supuesto -repuso Hester con cierta frialdad. Se sentía aliviada porque Rathbone le había ahorrado el mal trago de que pareciera una ingenua-. Me complacería que pudiera ayudar. Ahora iré a hablar del asunto con la señora Sobell y, claro está, con el señor Erskine. -No mencionó en ningún momento que, por lo que sabía, Peverell Erskine no estaba al corriente de sus gestiones-. Que pase usted un buen día, señor Rathbone, y gracias.

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