– No estoy segura de que nadie vaya a hacerlo -dijo en voz baja-. Le sorprendería lo que es capaz de hacer la buena sociedad, y lo hará si se siente amenazada, sea económicamente o, más importante aún, en términos de comodidad y amor propio.
Squeaky la miró de hito en hito. Comenzaba a comprenderla y la sorpresa asomó a sus ojos.
Claudine no sabía muy bien hasta qué punto quería que la entendiera. Quizá fuese conveniente cambiar de tema enseguida, si es que podía hacerlo, y seguir sonsacándole a Squeaky lo que quería averiguar. Cada vez veía con mayor claridad la alocada idea que había comenzado a tomar forma en su mente.
– ¿Existe una ley que lo prohíba? -insistió Claudine.
– ¡Ya le he dicho que sí! -le espetó Squeaky-. Pero eso no importa. ¿No lo entiende?
– Sí, por supuesto. -Deseaba aplastarlo pero no podía permitírselo. Necesitaba su ayuda, o al menos su colaboración-. Entonces tienen que venderse sin que la policía se dé cuenta.
– Naturalmente-dijo Squeaky exasperado.
– ¿Dónde?
– ¿Dónde? En todas partes. En callejones, en tiendas donde parecen libros decentes, tratados de economía, libros de cuentas, manuales para remendar velas o lo que usted quiera. He visto algunos que pasarían por Biblias, si no los mirases de cerca. Las venden tabaqueros, libreros, impresores, toda clase de gente.
– Entiendo. Sí, debe de ser difícil seguirles el rastro. Gracias. -Se levantó y dio inedia vuelta para marcharse, pero antes de salir se detuvo-. En los callejones cercanos al río, supongo.
– Sí. O de cualquier otro barrio. Pero sólo en sitios donde van hombres que saben lo que quieren. No las encontrará en la Calle Mayor ni en ningún otro sitio de los que frecuenta la gente de su clase.
Claudine esbozó una sonrisa.
– Bien. Gracias, señor Robinson. No ponga esa cara. No me he olvidado de su té.
* * *
A Claudine no le alegraba regresar a su casa, pero tarde o temprano era imprescindible hacerlo; siempre lo era.
– Llegas tarde -observó Wallace, su marido, en cuanto entró en la sala de estar, tras haber accedido a la casa por la puerta de la cocina en lugar de usar la principal para que los vecinos no la vieran con la ropa que llevaba en la clínica. Ahora se había lavado y cambiado, poniéndose uno de sus trajes de tarde. Era a la última moda, bien cortado, de vivos colores y un tanto ajustado a causa del prieto corsé que llevaba debajo. También se había arreglado el pelo para realzar su atractivo, tal como debía hacer toda dama de su posición.
– Lo siento -se disculpó. De nada serviría dar explicaciones; a él no le interesaban sus razones.
– Si tanto lo sintieras, dejarías de hacerlo -replicó él secamente. Era un hombre corpulento, barrigudo y con la mandíbula prominente. A pesar de su edad, aún tenía el pelo abundante y casi sin canas. Claudine contempló su desdeñosa expresión y se preguntó cómo era posible que alguna vez lo hubiese encontrado físicamente atractivo. ¿Tal vez la necesidad era la madre de la aceptación y no sólo de la invención?
»Dedicas demasiado tiempo a ese sitio -prosiguió Wallace-. Ésta es la tercera vez en otras tantas semanas que tengo que señalártelo. Esto no puede seguir así, Claudine. Tengo derecho a esperar cierto sentido del deber por tu parte, y tu comportamiento dista mucho de ser el apropiado. Como mi esposa, tienes obligaciones sociales, y sabes de sobra cuáles son. Richmond me dijo que no habías asistido a la fiesta que dio su esposa el lunes pasado. ¿Es cierto? -preguntó en tono desafiante.
– Iban a recaudar fondos para una obra benéfica en África -contestó Claudine-. Yo trabajo en una de aquí.
Burroughs perdió Los estribos.
– ¡Vamos, no seas ridícula! Ofendiste a una dama de considerable peso para ir a atender a un puñado de putas callejeras. ¿Has perdido por completo la noción de quién eres? Si es así, permite que te recuerde quién soy yo.
– Soy perfectamente consciente de quien eres, Wallace -dijo Claudine con tanta serenidad como pudo-. He pasado años… -Estuvo a punto de decir «los mejores años de mi vida», pero no lo habían sido; de hecho, habían sido los peores-. He pasado años de mi vida cumpliendo con todas las obligaciones que tu carrera y tu posición exigían…
– Y tu posición, Claudine -la interrumpió Burroughs-. Tengo la impresión de que lo olvidas demasiado a menudo.
Aquello fue una acusación en toda regla. Burroughs se estaba sonrojando y dio un paso hacia ella.
Claudine no retrocedió. Se negaría a hacerlo, por más que se aproximara.
– Esa posición que tomas tan a la ligera -prosiguió Burroughs- es la que proporciona el techo que te cobija, los alimentos que comes y la ropa que luces.
– Gracias, Wallace -respondió Claudine cansinamente. No sentía la menor gratitud. ¿Tan malo habría sido trabajar para ganarse el sustento y a cambio no deber nada a nadie? No, eso era una fantasía. Entonces una tenía que complacer a quien te daba empleo. Todo el mundo estaba ligado a alguien.
Burroughs no se percató del sarcasmo, o prefirió no hacerlo. Aunque lo cierto era que tenía muy poco sentido de la ironía y del absurdo.
– Me obligarás a escribir una carta a la señora Monk diciéndole que ya no puedes seguir ayudándola en su proyecto. Y lo haré mañana. -Satisfecho, respiró profundamente-. Estoy convencido de que después de su desafortunada comparecencia en los tribunales no se sorprenderá lo más mínimo.
– ¡Era una testigo! -protestó Claudine, y al instante se dio cuenta, al ver la cara de su marido, que había cometido un error táctico.
– Por supuesto que era una testigo -dijo Burroughs indignado-. Con la vida que lleva y la gente con quien trata, seguro que ve toda clase de crímenes. El verdadero milagro es que declarara para la acusación y no para la defensa. Hasta ahora he sido muy tolerante, Claudine, pero ya has rebasado los límites de lo aceptable. Harás lo que te he ordenado. Y no tengo nada más que añadir sobre este asunto.
Claudine no recordaba haberse enfadado tanto alguna vez ni tener tantas ganas de defenderse. Su marido le estaba arrebatando lo que más alegría había traído a su vida. Al darse cuenta se quedó paralizada de asombro. Sería absurdo, pero trabajar en Portpool Lane le daba amistades, un norte y la sensación de estar en su lugar, de ser valorada, incluso de ser importante. No podía permitir que se lo quitara sin más, tan sólo porque creyera que estaba en su derecho.
– Me sorprende -dijo Claudine, controlando la voz tanto como pudo, aunque fue consciente de que le tembló.
– Te he dicho que no quiero hablar más del asunto, Claudine -respondió Burroughs fríamente. Siempre la llamaba por su nombre cuando estaba contrariado-. No entiendo de qué te sorprendes, como no sea de que te lo haya tolerado tanto tiempo. Es absolutamente inapropiado.
– Me sorprende que seas de ese parecer. -Había pasado al ataque, y ya era casi demasiado tarde para retroceder. Se lanzó de cabeza-. Y debo añadir que me asusta.
Burroughs enarcó las cejas.
– ¿Te asusta? Qué tontería. Te estás poniendo histérica. Simplemente te he dicho que vas cortar tu relación con esa clínica para putas. Perdona que use esa palabra, pero es la correcta.
– Eso es irrelevante. -Le restó importancia con un ademán. No era una mujer guapa pero tenía unas manos adorables-. Lo que te alarma es que me he aliado con personas que se han alzado públicamente contra un hombre que trafica con niños, niños pequeños, para ser precisos, para que otros hombres sacien con ellos sus más repugnantes apetitos. Y puesto que estamos usando las palabras correctas -imitó el tono de Burroughs a la perfección-, me parece que el término es sodomía.
Читать дальше
Конец ознакомительного отрывка
Купить книгу