Philip Kerr - Gris de campaña

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Corre el año 1954 y las cosas no son sencillas para Bernie Gunther. El Gobierno cubano le ha obligado a espiar a Meyer Lansky, y cualquiera puede imaginarse que meter las narices en los asuntos de un conocido mafioso no puede ser bueno para la salud. Así que, harto de ese engorroso trabajo, Gunther consigue una embarcación con el objetivo de huir a Florida. Sin embargo, la suerte no está de su lado, ya que tras la fuga es arrestado y devuelto a Cuba, donde es encarcelado. En su estancia en prisión conoce a personajes curiosos, como Fidel Castro o Thibaud, un agente que ejerce de enlace entre la CIA y el servicio de inteligencia francés. Thibaud no es buena compañía para Bernie y no tarda en demostrarlo al hacerle una propuesta que el detective no tiene más remedio que aceptar: debe volver a Alemania para alojarse en una prisión y hacer allí un trabajo sucio que puede acabar costándole la vida.

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Al verme, dejó el teléfono y asintió.

– Supuse que era usted -dijo-. La persona que avisó de que la gendarmería iba a allanar el local.

– Así es. No quería avergonzar a ninguno de los «listas rojas» cuando lo detuviese, Willms.

– ¿A mí? ¿Arrestarme? -Se rió-. Es usted quien va a tener problemas, Günther. No yo. La mitad del Estado Mayor de París está bebiendo de esta botella, amigo mío. Algunas cabezas muy importantes se van a sentir dolidas por lo que ha hecho aquí esta noche.

– Lo superarán. Dentro de unos días esos condes y príncipes de la Werhmacht olvidarán que existió una vez una rata como usted.

– ¿Con la cantidad de pasta que están sacando de este lugar? No lo creo. Verá, está intentando cerrar una bonita mina. La única pregunta es ¿por qué? ¿Es que tiene algo en contra de que sus colegas oficiales echen un polvo de vez en cuando?

– No lo estoy arrestando por ser un chulo, Willms. Aunque lo es. Personalmente, no tengo nada en absoluto contra los chulos. Un hombre no puede evitar ser lo que es. No, lo arresto por intento de asesinato.

– Ya. ¿Y a quién se supone que he intentado asesinar?

– A mí.

– ¿Puede probarlo?

– Soy detective, no lo olvide. Dispongo de algo sin importancia llamado pruebas. Por no hablar de un testigo. Y si estoy en lo cierto, también de un móvil. No es que necesite ninguna de estas cosas cuando Himmler descubra lo que ha estado haciendo aquí en París, Willms. Es bastante menos comprensivo que yo cuando se trata de la conducta de los hombres que visten el uniforme de sus amadas SS. No sé por qué, pero tengo la sensación de que su opinión sobre la conducta de usted va a importar mucho más que la del general Schaumberg.

– Va en serio, ¿verdad?

– Siempre voy en serio cuando alguien intenta gasearme con el contenido de un extintor de incendios. Por cierto, lo comprobé con el Alex. Por lo visto, antes de unirse a la policía trabajó usted en los bomberos.

– No veo que eso pruebe nada.

– Demuestra que usted entiende de extintores de incendios. Y explicaría por qué el tapón del extintor que estuvo a punto de matarme fue hallado en su habitación.

– ¿Quién lo dice?

– El testigo.

– ¿Cree que una corte marcial aceptará la palabra de un francés contra la palabra de un oficial alemán?

– No. Pero quizá la acepten contra la palabra de un repugnante chulo.

– Quizá tenga razón -dijo Willms-. Tendremos que verlo, ¿no?

Exhaló un suspiro de cansancio, se echó hacia atrás en la silla y, con el mismo movimiento, abrió el cajón de su mesa. Antes de ver el arma, ya sabía que estaba allí; ahora era cuestión de ver quién disparaba primero, si él o yo. Mi pistolera de las SS sólo tenía un broche de latón que mantenía cerrada la funda, pero aun así yo no era Gene Autry, y la Luger estaba en su mano antes de que la Walther P38 estuviese en la mía. Fue el gatillo de dos posiciones de la Walther lo que probablemente me salvó la vida. Como la mayoría de los polis, tenía el hábito de llevarla con un proyectil en la recámara y amartillada. No tenía más que apretar el gatillo. Willms tendría que haberlo sabido. El sistema de su Luger era mucho más complicado, y por eso los polis no la llevaban. En el preciso momento en que su pistola estaba a punto de disparar, yo estaba a punto de gritarle una advertencia. No me dio tiempo de acabarla, porque él ya estiraba el brazo y me apuntaba con el arma, así que disparé a un costado de su cabeza.

Por un momento creí que había errado el tiro.

Willms se sentó, sólo que no lo hizo en la silla sino en el suelo, como un niño explorador que se hubiera caído de culo junto a la hoguera del campamento. Entonces vi la sangre que salía de su cráneo como barro caliente. Cayó de lado y permaneció inmóvil excepto por las piernas, que se estiraron poco a poco, como si intentara ponerse cómodo para morir, mientras su cabeza teñía la alfombra beis de un rojo oscuro, como un clarete barato derramado por un cliente insatisfecho en un restaurante de poca calidad.

Con manos temblorosas le puse el seguro a la Walther y la guardé, preguntándome si no podía haber apuntado a alguna otra parte que no fuese la cabeza. Al mismo tiempo me dije a mí mismo que una de las formas más fáciles de acabar muerto era dejar que un adversario herido tuviera la oportunidad de disparar.

Me agaché, me aseguré de que la Luger tuviese el seguro puesto, y fue entonces cuando comencé a ver el lío en que me había metido, con todos aquellos generales, condes y príncipes que compartían el negocio con Willms. Con la convicción de que sería mejor que su muerte no pareciera un homicidio, cambié la Luger por mi propia Walter y a continuación, al ver la chaqueta y el cinturón colgados en un perchero, cogí su propia Walther y la coloqué en mi pistolera antes de guardar la Luger en el cajón. Las cosas sólo parecían un poco desordenadas. El suicidio era una bonita y clara solución para la policía francesa, la Sipo y los «listas rojas» del Hotel Majestic. Me pregunté si llegarían a molestarse en buscar una quemadura de pólvora en la cabeza de Willms. Porque a los polis de todo el mundo les encantan los suicidios; casi siempre son los homicidios más fáciles de resolver. Sólo tienes que levantar la alfombra y barrer debajo.

Cogí el teléfono y le pedí al operador que me pusiese con la Prefectura de Policía, en la Rue de Lutèce.

23

ALEMANIA, 1954

Me senté y parpadeé con fuerza en la penumbra de la celda número siete, y me pregunté cuánto habría dormido. La sombra de Hitler había desaparecido, al menos por ahora, y me alegré de que fuese así. No me gustaban sus preguntas, o la burlona suposición de que, en el fondo, yo era tan criminal como él. Tal vez fuera cierto que podría haberle disparado a Nikolaus Willms en algún lugar menos fatal que la cabeza, y que incluso, mientras intentaba arrestarlo, era probable que en secreto desease matarlo. Quizá si hubiese sido Paul Kestner quien hubiese desenfundado el arma también lo habría matado. Pero resultó que nunca más volví a ver a Kestner, y lo último que supe de él fue que había formado parte de un batallón de policía en Smolensk, dedicado a matar judíos y comunistas.

Abrí la ventana y ofrecí mi rostro a la fría brisa del amanecer en Landsberg. No podía ver las vacas, pero podía olerías a lo lejos, en los campos que se extendían al otro lado del río hacia el sudoeste, y también podía oírlas. Una de ellas mugía como un alma perdida en un lugar muy, muy lejano. Quizá tan perdida como mi propia alma. Casi sentí el deseo de soltar mi aliento en una solitaria descarga caliente a modo de respuesta.

El París de 1940 también parecía muy lejano. Aquel fue un gran verano, gracias a Renata. Oltramare, el inspector jefe de la Prefectura, aceptó sin rechistar la historia de cómo había encontrado a Willms muerto, después de ir a la maison con la intención de arrestarlo, aunque estaba claro como la Torre Eiffel que no se creía ni una palabra.

La Sipo se mostró un poco más reticente, y fui llamado al Hotel Majestic, en la Avenue des Portugais, para darle explicaciones al general Best, jefe de la RSHA en París.

Best, un hombre de ojos oscuros y aspecto severo, natural de Darmstadt, tenía casi cuarenta años y tenía un acusado parecido con el lugarteniente del partido nazi, Rudolf Hess. Había cierta animosidad entre él y Heydrich y, por esa razón, esperaba que Best me tratase con dureza. Sin embargo, se limitó a soltarme una ligera reprimenda por mi declarado interés en arrestar a Willms sin consultarle, lo cual era justo, y mi disculpa pareció zanjar el incidente; tal como resultaron las cosas, estaba mucho más interesado en escarbar en mi cerebro para un libro que estaba escribiendo sobre la policía alemana. Nos encontramos en varias ocasiones en su restaurante favorito, una brasserie del Boulevard de Montparnasse llamada La Coupole, y le relaté mi vida en el Alex y algunos de los casos que había investigado. El libro de Best se publicó al año siguiente y se vendió bastante bien.

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