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Philip Kerr: Gris de campaña

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Philip Kerr Gris de campaña

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Corre el año 1954 y las cosas no son sencillas para Bernie Gunther. El Gobierno cubano le ha obligado a espiar a Meyer Lansky, y cualquiera puede imaginarse que meter las narices en los asuntos de un conocido mafioso no puede ser bueno para la salud. Así que, harto de ese engorroso trabajo, Gunther consigue una embarcación con el objetivo de huir a Florida. Sin embargo, la suerte no está de su lado, ya que tras la fuga es arrestado y devuelto a Cuba, donde es encarcelado. En su estancia en prisión conoce a personajes curiosos, como Fidel Castro o Thibaud, un agente que ejerce de enlace entre la CIA y el servicio de inteligencia francés. Thibaud no es buena compañía para Bernie y no tarda en demostrarlo al hacerle una propuesta que el detective no tiene más remedio que aceptar: debe volver a Alemania para alojarse en una prisión y hacer allí un trabajo sucio que puede acabar costándole la vida.

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Le di a Mendy un puñado de billetes y las llaves de mi coche, y después subí a bordo. Había pensado en mencionar a Ornara, y que sería mejor para mí si él mantenía la boca cerrada, sólo que no parecía tener mucho sentido. Hubiese sido inmiscuirme en el brutal candor por el cual los cubanos son justamente famosos; sin duda me hubiese dicho que yo no era más que otro gringo con mucho dinero e indigno del barco que poseía, lo cual era cierto: si te conviertes en azúcar, las hormigas te comerán.

Tan pronto como nos pusimos en marcha, Melba fue bajo cubierta y se vistió con un traje de baño de dos piezas con estampados de piel de leopardo que hubiese hecho silbar a un arenque. Eso es lo bonito de los barcos y el tiempo cálido. Sacan a la luz lo mejor de las personas. Debajo de los muros del castillo del Morro, que se levanta en la cumbre de un promontorio rocoso de sesenta metros de altura, la entrada de la bahía tiene casi la misma anchura. Una larga escalera de peldaños ruinosos, tallados en la roca, lleva desde el borde del agua al castillo y estuve a punto de hacer que el barco los subiese. Tenía más de sesenta metros de mar abierto a los que apuntar y, así y todo, me las apañé para casi estrellarnos contra las rocas. Si continuaba mirando a Melba, no tendríamos muchas posibilidades de llegar a Haití.

– Preferiría que te pusieses más ropa -dije.

– ¿No te gusta mi bikini?

– Me gusta mucho. Pero había muy buenos motivos para que Colón no llevase mujeres a bordo de la Santa María. Cuando se ponen bikinis afectan al pilotaje del barco. Contigo cerca, lo más probable es que hubiesen descubierto Tasmania.

Ella encendió un cigarrillo y no me hizo caso, y yo hice todo lo posible por ignorarla. Miré el tacómetro, el nivel de aceite, el anemómetro y la temperatura del motor. Luego miré a través de la ventana de la cabina del timón. Smith Key, una pequeña isla que antaño fue propiedad británica, aparecía delante de nosotros. Es el hogar de muchos pescadores y pilotos de Santiago, y sus casas de tejados rojos y la pequeña capilla en ruinas le daban un aspecto muy pintoresco. Pero no era nada comparada con el panorama bajo el bikini de Melba.

El mar estaba en calma hasta que llegamos a la boca de la bahía, donde el agua comenzaba a moverse un poco. Moví el acelerador hacia delante y mantuve el barco en un rumbo firme este-sudeste hasta que perdimos de vista Santiago. Detrás de nosotros, la estela abría una gran cicatriz blanca de centenares de metros de longitud en el océano. Melba estaba sentada en la silla del pescador y gritó de entusiasmo cuando aumentó nuestra velocidad.

– ¿Te lo puedes creer? -dijo Melba-. Vivo en una isla y nunca había viajado en barco.

– Me alegraré cuando hayamos dejado esta bañera -comenté, y saqué la botella de ron del cajón de las cartas náuticas.

Al cabo de unas tres o cuatro horas comenzó a oscurecer y vi las luces de la base naval norteamericana en Guantánamo, que parpadeaban por la banda de babor. Era como mirar a las viejas estrellas de alguna galaxia cercana que era al mismo tiempo una visión del futuro, donde la democracia americana regía el mundo con un Colt en una mano y un chicle en la otra. En algún lugar, en la oscuridad tropical de aquel litoral yanqui, miles de hombres con trajes blancos estaban ocupados en las inútiles tareas de su servicio imperial marino. En respuesta al frío imperativo de nuevos enemigos y nuevas victorias, permanecían dentro de sus flotantes ciudades de la muerte color gris acero, bebiendo Coca-Cola, fumando sus Lucky Strike y preparándose para liberar al resto del mundo de su irracional deseo de ser diferentes. Porque los americanos, y no los alemanes, eran ahora la raza superior, y el Tío Sam había reemplazado a Hitler y Stalin como rostro del nuevo imperio.

Melba vio la curva de mi labio y debió de leerme el pensamiento.

– Los odio -dijo.

– ¿A quién? ¿A los yanquis?

– ¿A quién si no? Nuestros buenos vecinos siempre han querido convertir esta isla en uno de sus estados. Y de no ser por ellos, Batista jamás continuaría en el poder.

No podía discutir con ella. Sobre todo ahora que habíamos pasado la noche juntos. Sobre todo ahora que pensaba en hacer lo mismo de nuevo, tan pronto como estuviésemos alojados en un bonito hotel. Había oído que Le Refuge, en la zona turística de Kenscoff, a unos diez kilómetros de Port-au-Prince, podría ser la clase de lugar que buscaba. Kenscoff está a mil trescientos metros de altura sobre el nivel del mar y el clima allí es bueno todo el año. Que era, más o menos, el tiempo que pensaba quedarme allí. Por supuesto, Haití tenía sus problemas, lo mismo que Cuba, pero no eran mis problemas, así que ¿qué me importaba? Tenía otras cosas de qué preocuparme, como qué iba a hacer cuando expirase mi pasaporte argentino. Y ahora tenía el pequeño problema de llevar el pequeño barco sano y salvo a través del estrecho de Barlovento. Quizá no tendría que haber bebido, pero incluso con las luces de navegación de La Guajaba, había algo en pilotar un barco a través del mar a oscuras que me resultaba inquietante. Y con el miedo de que pudiésemos chocar contra algo -un arrecife, o quizás una ballena-, tenía claro que sería incapaz de relajarme hasta que amaneciese. Y cuando llegase ese momento, confiaba en que estaríamos a mitad de camino de La Española.

Entonces sucedió algo más tangible de lo que preocuparnos. Una embarcación se nos acercaba rápidamente por el norte. Se movía demasiado rápido para ser un pesquero, y el gran reflector que nos alumbró desde la oscuridad era demasiado poderoso como para pertenecer a cualquier otra cosa que no fuese una patrullera de la Marina de los Estados Unidos.

– ¿Quiénes son? -preguntó Melba.

– Supongo que la Marina de los Estados Unidos.

Incluso por encima del estrépito de nuestros dos motores Chrysler oí como Melba tragaba saliva. Continuaba siendo hermosa, sólo que ahora también parecía preocupada. Se volvió de pronto y me miró con los ojos castaños muy abiertos.

– ¿Qué vamos a hacer?

– Nada -respondí-. Esa embarcación es más veloz que la nuestra y tiene más armamento. Lo mejor que puedes hacer es ir abajo, meterte en la cama y quedarte allí. Yo me ocuparé de las cosas aquí arriba.

Ella sacudió la cabeza.

– No permitiré que me arresten. Me entregarán a la policía y…

– Nadie va a detenerte -dije, y le toqué la mejilla para tranquilizarla-. Yo creo que sólo echarán una ojeada. Haz lo que te digo y no pasará nada.

Cerré el acelerador y puse el cambio de marcha en punto muerto. Cuando salí de la cabina del timón, la luz cegadora del reflector me dio en el rostro. Me sentía como un gorila gigante en lo alto de un rascacielos con la patrullera que daba vueltas a mí alrededor desde lejos. Fui hasta la popa, me tomé otra copa y esperé tranquilo a que hicieran lo suyo.

Al cabo de unos minutos, un oficial de uniforme blanco se acercó a la banda de estribor de la patrullera con un megáfono en la mano.

– Estamos buscando a unos marineros -dijo en español-. Han robado una embarcación del puerto en Caimanera. Una embarcación como ésta.

Levanté las manos y sacudí la cabeza.

– No hay marineros yanquis en este barco.

– ¿Le importa si subimos a bordo y echamos un vistazo?

Aunque me importaba mucho, le dije al oficial que no me importaba en absoluto. No tenía mucho sentido discutir. Un marinero con una ametralladora de calibre 50 en la proa del barco estadounidense tenía los mejores argumentos para ganar cualquier discusión. Así que les arrojé un cabo, puse unos cuantos protectores y les dejé amarrar junto a La Guajaba. El oficial subió a bordo con uno de sus suboficiales. No había mucho que decir de ellos, excepto que sus zapatos eran negros y tenían el aspecto que tienen todos los hombres cuando les cortan casi todo el pelo y la capacidad de actuar de forma independiente. Llevaban armas portátiles y un par de linternas, y despedían un ligero olor a menta y tabaco, como si acabasen de tirar sus chicles y sus cigarrillos.

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