– Vas captando la idea.
– Pero ¿dónde encaja Vogelmann en todo esto?
– No lo sé. Es una sensación que tengo, eso es todo. Quizá no sea nada, pero quiero comprobarlo de todos modos.
Becker sonrió.
– De vez en cuando, un poli tiene que confiar en su instinto -dijo. Reconocí mi propia y poco inspirada retórica. -Todavía haremos de ti todo un detective -le animé.
Escuchaba sus discos en el gramófono Gigli con la avidez de alguien que sabe que se está volviendo sordo y no ofrecía ni pedía más conversación que un revisor del tren. Para entonces yo ya me había dado cuenta de que Hildegard Steininger era tan independiente como una pluma estilográfica, y me imaginaba que, probablemente, prefería al tipo de hombre que se imagina a sí mismo como poco más que una hoja de papel en blanco. Sin embargo, y casi a pesar de ella, seguía encontrándola atractiva. Para mi gusto, se preocupaba demasiado del tono de su pelo, que era como hebras de oro, del largo de sus uñas y del estado de sus dientes, que cepillaba sin cesar. Era más que medio presumida y más del doble de egoísta. Si le dieran a escoger entre hacer algo de su agrado o algo para agradar a los demás, confiaría en que su propia satisfacción haría feliz a todo el mundo. Pensar que lo uno era el resultado casi inevitable de lo otro resultaba para ella una reacción tan automática como el reflejo de la pierna cuando el médico golpea la rodilla con el martillo.
Era la sexta noche que me quedaba en su piso y, como de costumbre, ella había preparado una cena que era casi incomible.
– No tienes que comértelo si no quieres -dijo-. Nunca he sido una buena cocinera.
– Yo nunca he sido un buen invitado a cenar -repliqué, y me comí la mayor parte, no por cortesía sino porque tenía hambre y en las trincheras había aprendido a no ser muy exigente con la comida.
Ahora cerró el mueble del gramófono y bostezó.
– Me voy a la cama -dijo.
Dejé el libro que estaba leyendo a un lado y dije que yo también me iba a acostar.
En el dormitorio de Paul dediqué unos minutos a estudiar el mapa de España que estaba sujeto con chinchetas en la pared, documentando los avatares de las Legiones Cóndor, antes de apagar la luz. Parecía que todos los escolares alemanes quisieran ser pilotos de caza. Me estaba metiendo en la cama cuando llamaron a la puerta.
– ¿Puedo entrar? -dijo ella, deteniéndose desnuda en el umbral.
Durante unos segundos permaneció allí, enmarcada por la luz del vestíbulo como si fuera una maravillosa madonna , casi como si me estuviera permitiendo que calibrara sus proporciones. Con el pecho y el escroto cada vez más tensos, observé cómo se dirigía grácilmente hacia mí.
Mientras que su cabeza y su espalda eran pequeñas, sus piernas eran tan largas que parecía haber sido creada por un dibujante genial. Con una mano se cubría el sexo, y esa pequeña timidez me excitó mucho. La dejé así un rato mientras contemplaba la sencilla redondez de sus senos. Tenían unos pezones pequeños, casi invisibles y del tamaño de una nectarina perfecta.
Me incliné hacia adelante, aparté la pudorosa mano y luego, cogiéndola por las suaves caderas, hundí la boca en los lacios filamentos que cubrían su sexo como un manto. Al ponerme de pie para besarla noté que su mano descendía con premura para buscarme e hice una mueca de dolor cuando me empujó la piel hacia atrás. Era algo demasiado brusco para ser agradable, para ser tierno, así que respondí empujándola boca abajo sobre la cama, atrayendo sus frescas nalgas hacia mí y colocándola en la posición que me apetecía. Soltó un grito en el momento en que la penetré con fuerza y sus largos muslos temblaron maravillosamente mientras representábamos nuestra ruidosa pantomima hasta su desenlace.
Dormimos hasta que el amanecer se introdujo a través de la fina tela de las cortinas. Despierto antes que ella, me sorprendió su color, que era igual de frío que su expresión al despertar, la cual no cambió lo más mínimo mientras buscaba mi pene con la boca. Y luego, dándose la vuelta, se irguió hasta poner la cabeza en la almohada y abrió los muslos de par en par para que yo viera dónde empieza la vida y, de nuevo, la besé en aquel lugar antes de familiarizarlo con toda la potencia de mi ardor, apretándome dentro de su cuerpo hasta que pensé que solo mi cabeza y mis hombros se librarían de ser consumidos.
Finalmente, cuando ya no quedaba nada en ninguno de los dos, se acurrucó junto a mí y lloró hasta que pensé que iba a deshacerse en llanto.
19. Sábado, 20 de octubre
– Pensé que le gustaría la idea.
– No estoy seguro de que no me guste. Dame un segundo para que la rumie un poco.
– No queremos que esté plantada en algún sitio solo porque sí. Él se olería algo enseguida y ni se acercaría. Tiene que parecer natural.
Asentí sin demasiada convicción y traté de sonreír a la chica de la BdM que Becker había encontrado. Era una adolescente extraordinariamente bonita y yo no estaba muy seguro de qué era lo que más había impresionado a Becker, si su valentía o sus pechos.
– Vamos, señor, ya sabe lo que pasa -dijo-. Estas chicas siempre están paradas en las esquinas mirando esas vitrinas del Der Stürmer . Se excitan leyendo cosas sobre esos médicos judíos que abusan de unas vírgenes alemanas hipnotizadas. Mírelo de esta manera: no solo impedirá que se aburra, sino que, además, si Streicher o su gente está implicada, entonces es más probable que se fijen en ella allí, frente a una de esas Stürmerkästen , que en ningún otro sitio.
Miré incómodo la recargada vitrina, pintada de rojo, probablemente construida por algunos lectores leales, con sus vívidos eslóganes proclamando: «Mujeres alemanas, los judíos son vuestra destrucción», y los tres desplegables del periódico bajo el cristal. Ya estaba bastante mal pedir a una chica que actuara de cebo sin tener que exponerla, además, a esta clase de basura.
– Supongo que tienes razón, Becker.
– Sabe que la tengo. Mírela. Ya se ha puesto a leerlo. Le juro que le gusta.
– ¿Cómo se llama?
– Ulrike.
Fui hasta la Stürmer kästen donde se encontraba, canturreando en voz baja.
– ¿Sabes qué tienes que hacer, Ulrike? -le pregunté discretamente, sin mirarla ahora que estaba a su lado, sino fijando la vista en la caricatura de Fips con su inevitable y feo judío. Pensé que nadie podía tener ese aspecto. La nariz era tan grande como el morro de una oveja.
– Sí, señor -dijo alegremente.
– Hay policías por todas partes. No puedes verlos, pero todos te vigilan, ¿lo entiendes? -En su reflejo en el cristal vi que asentía con la cabeza. -Eres una chica muy valiente.
Al oír esas palabras empezó a cantar de nuevo, solo que más alto, y me di cuenta de que era el himno de las Juventudes Hitlerianas:
Nuestra bandera, ved cómo ante nosotros flamea,
nuestra bandera significa una era sin luchas,
nuestra bandera nos conduce a la eternidad,
nuestra bandera nos importa más que la vida.
Volví donde estaba Becker y entré en el coche.
– Es una chica notable, ¿verdad, señor?
– Sin ninguna duda. No te olvides de mantener las zarpas lejos de ella, ¿me oyes?
Becker era todo inocencia.
– Venga, señor, no creerá que sería capaz de intentar cazar a esa pajarita, ¿verdad?
Se sentó en el asiento del conductor y puso en marcha el motor.
– Creo que te follarías a tu tatarabuela, si de verdad quieres saber lo que pienso. -Eché una ojeada por encima del hombro-. ¿Dónde están tus hombres?
– El sargento Hingsen está en el primer piso de aquel bloque -dijo- y tengo un par de hombres en la calle. Uno está arreglando el cementerio, allá en la esquina, y el otro está limpiando ventanas ahí delante. Si nuestro hombre aparece, lo cogeremos.
Читать дальше