Philip Kerr - Pálido Criminal

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En Pálido Criminal Bernie Gunther, pese a su nula simpatía por los nazis, es obligado por el general de las SS Reinhard Heydrich a reincorporarse a la Kripo con la misión de dar caza a un psicópata que ha violado, torturado y asesinado a varias adolescentes arias. Bajo el mando de su amigo el Kriminaldirektor Arthur Nebe y con el grado de Comisario, Gunther regresa a una policía cada vez más cercana a la Gestapo e inicia una investigación contrarreloj para evitar que el asesino siga matando. Pero la investigación se complicará cuando en la misma se vean involucrados varios miembros relevantes de las SS interesados por el ocultismo que tienen un especial odio a los judíos, como Otto Rahn, Karl Maria Wiligut o el mismísimo Heinrich Himmler.

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– Muy bien, Sarah. Ahora dime, has hablado de que te parecieron policías. ¿Llevaban uniforme?

Asintió dubitativa.

– Empecemos por el color del uniforme.

– Una especie de verde, me parece. Ya sabe, como la policía, solo que un poco más oscuro.

– ¿Qué tipo de sombrero llevaban? ¿Como la gorra de la policía?

– No, eran gorras con visera, más parecidas a las de un oficial. Papá fue oficial en la armada.

– ¿Algo más? ¿Placas, galones, insignias en el cuello de la chaqueta? ¿Algo por el estilo?

A todo respondió negando con la cabeza.

– Está bien. Ahora el hombre con el que hablaste. ¿Cómo era?

Sarah frunció los labios y luego se tiró de un mechón de pelo. Miró a su padre.

– Mayor que el chófer -dijo-, unos cincuenta y cinco o sesenta años. De aspecto corpulento, sin mucho pelo, o puede que solo lo llevara rapado, y un pequeño bigote.

– ¿Y el otro?

Se encogió de hombros.

– Más joven. Un poco pálido. Rubio. No recuerdo mucho de él.

– Dime qué voz tenía, ese hombre del asiento de atrás.

– ¿Se refiere al acento?

– Sí, si puedes.

– No estoy segura -dijo-, me resulta bastante difícil situar los acentos. Oigo que son diferentes, pero no siempre puedo decir de dónde es esa persona. -Suspiró profundamente y frunció el ceño tratando de concentrarse-. Podría haber sido austríaco, pero supongo que también podría haber sido de Baviera. Ya sabe, anticuado.

– Austríaco o bávaro -dije, anotándolo en el cuaderno.

Estuve a punto de subrayar «bávaro», pero luego lo pensé mejor. No tenía sentido darle más importancia de la que ella le había dado, aun si bávaro me convenía más. En lugar de hacerlo, callé unos segundos, guardando mi última pregunta hasta estar seguro de que ella había acabado su respuesta.

– Ahora piénsalo atentamente, Sarah. Estás de pie al lado del coche. La ventanilla está bajada y estás mirando directamente al coche. Ves al hombre del bigote. ¿Qué más ves?

Cerró los ojos con fuerza y pasándose la lengua por el labio inferior se estrujó el cerebro para sacar un último detalle.

– Cigarrillos -dijo al cabo de un minuto-. No como los de papá. -Abrió los ojos y me miró-. Tenían un olor extraño. Dulce y bastante fuerte. Como hojas de laurel o de orégano.

Revisé mis notas y cuando estuve seguro de que no le quedaba nada por añadir me levanté.

– Gracias Sarah, me has sido de mucha ayuda.

– ¿Sí? -dijo alegremente- ¿De verdad?

– Sin ninguna duda.

Todos sonreímos y durante un momento los cuatro olvidamos quiénes y qué eramos.

En el coche, mientras me alejaba de casa de los Hirsch, me pregunté si alguno de ellos comprendía que, por una vez, era probable que la raza de Sarah la hubiera beneficiado… que ser judía probablemente le había salvado la vida.

Estaba contento con lo que había averiguado. Su descripción era la primera información de verdad en aquel caso. En la cuestión del acento, su descripción encajaba con la del Tanque, el sargento que había recibido la llamada anónima. Pero lo más importante era que significaba que, después de todo, tendría que conseguir que el general Martin, de Nuremberg, me diera las fechas en las que Streicher había estado en Berlín.

14. Lunes, 26 de septiembre

Miré por la ventana de mi piso a la parte trasera de los edificios colindantes y al interior de varias salas de estar donde cada familia estaba agrupada, expectante, alrededor de la radio. Desde la ventana de la parte frontal del piso veía que la Fa sanenstrasse estaba desierta. Entré en mi propia sala de estar y me serví un trago. A través del suelo me llegaba el sonido de música clásica desde la radio de la pensión que había abajo. Un poco de Beethoven proporcionaba una cierta elegancia a los discursos radiados de los líderes del partido. Es lo que siempre digo: cuanto peor es el cuadro, más lujoso es el marco.

Por lo general, no suelo escuchar las emisiones del partido; antes escucharía mis propias ventosidades. Pero la de esa noche no era una emisión corriente. El Führer iba a hablar en el Sportspalast de la Pot sdamerstrasse, y la opinión generalizada era que iba a declarar el verdadero alcance de sus intenciones hacia Checoslovaquia y los Sudetes.

Personalmente, hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que Hitler llevaba años engañando a todo el mundo con sus discursos sobre la paz. Y había visto las suficientes películas del oeste en el cine para saber que cuando el hombre del sombrero negro se mete con el hombrecito que está a su lado en el bar, lo que anda buscando es una pelea con el sheriff . En este caso, daba la casualidad de que el sheriff era francés y no se necesitaba mucho para ver que no se sentía muy inclinado a hacer nada, salvo quedarse en casa y decirse que los disparos que oía al otro lado de la calle eran solo petardos.

Con la esperanza de equivocarme, encendí la radio y, como otros 75 millones de alemanes, esperé para averiguar qué iba a ser de nosotros.

Muchas mujeres dicen que, mientras Goebbels solo seduce, Hitler fascina. Me resulta difícil decir lo que pienso de esto. De todos modos, no se puede negar que los discursos del Führer tienen un efecto hipnótico en la gente. Sin duda, la muchedumbre congregada en el Sportspalast parecía apreciarlo. Supongo que había que estar allí para percibir realmente el ambiente. Como una visita a una planta de tratamiento de aguas residuales.

Para los que lo escuchábamos desde casa, no había nada que apreciar, ninguna esperanza en nada de lo que el oportunista número uno decía. Lo único era comprender horrorizados que estábamos un poco más cerca de la guerra que la víspera.

Martes, 27 de septiembre

Aquella tarde hubo un desfile militar en Unter den Linden, un desfile que tenía más aspecto de una revista de guerra que ninguno de los vistos antes por las calles de Berlín. Era una división mecanizada con todo el equipamiento para el campo de batalla. Pero con gran sorpresa mía, no hubo vivas, ni saludos ni ondear de banderas. La realidad de la belicosidad de Hitler estaba en la mente de todo el mundo, y al ver el desfile, la gente solo daba media vuelta y se alejaba.

Aquel mismo día, más tarde, cuando a petición suya me reuní con Arthur Nebe fuera del Alex, en las oficinas de Gunther and Stahlecker, investigadores privados (la puerta todavía estaba esperando que fuera el pintor de letreros a cambiar el nombre y reponer el original), le dije lo que había visto.

Nebe se echó a reír.

– ¿Qué dirías si te contara que la división que viste estaba formada por los probables liberadores de este país?

– ¿Es que el ejército está planeando un putsch ?

– No puedo decirte mucho, salvo que algunos oficiales de alto rango de la Weh rmacht han estado en contacto con el primer ministro británico. En cuanto los británicos den la orden, el ejército ocupará Berlín y Hitler será sometido a juicio.

– ¿Cuándo será eso?

– Tan pronto como Hitler invada Checoslovaquia, los británicos le declararán la guerra. Ese será el momento. Nuestro momento, Bernie. ¿No te dije que la Kri po necesitaría hombres como tú?

Asentí lentamente.

– Pero Chamberlain ha estado negociando con Hitler, ¿no?

– Es el estilo británico: hablar, ser diplomáticos. No sería juego limpio si no procuraran negociar.

– De todos modos, debe de pensar que Hitler firmará algún tipo de tratado. Y lo que es más importante, Chamberlain y Daladier deben estar preparados para firmar algún tipo de tratado.

– Hitler no se marchará de los Sudetes, Bernie. Y los británicos no están dispuestos a incumplir su propio tratado con los checos.

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