– Ojalá me dieran un dólar por cada vez que veo esto -dijo el funcionario que registraba la caja con las cosas personales de Dave, riendo a carcajadas y mirando a sus compañeros, a quienes también divertía la situación-. Te pasas cinco años levantando pesas como si fueras un jodido Arnold Schwarzenegger y luego te preguntas por qué no te va bien la ropa.
Dave se rindió ante su diversión.
– Pero mirad estos pantalones -dijo sonriendo y tirando de la cintura para separarlos del estómago-. Debo de haber perdido diez kilos. ¿Sabéis?, tendrían que anunciar este sitio como clínica de adelgazamiento. La dieta del Plan Homestead. Pierda una cantidad importante de peso sin riesgo para su salud por medio de un cambio en su estilo de vida. Atención personalizada a cargo de profesionales correctivos.
– Tienes suerte de haber cumplido condena aquí, Slicker -dijo uno de los guardias-. En Arizona te hubieran metido en una cuerda de presos. Habrías perdido un montón más de peso que aquí.
El funcionario que examinaba las cosas de Dave hojeó un libro y luego miró la portada con cierto desagrado.
– Bueno, pero ¿qué es esta mierda? -gruñó.
– Crimen y castigo, de Dostoyevski -dijo Dave-. El mejor escritor ruso, en mi opinión.
– ¿Eres comunista o algo así?
Dave lo pensó un segundo.
– Bueno, creo en la redistribución de la riqueza -dijo-. Casi todos aquí creen en eso, ¿no?
– Las cuerdas de presos no son la solución -dijo Tamargo-. Ni nada que mantenga en forma a un tío. La prisión no debería hacer que cuando salen, estos tíos sean una amenaza mayor para los ciudadanos que respetan la ley que cuando entraron. Para mí que tendríamos que darles de comer un montón de grasa. Hamburguesas con queso, helados, coca-cola, patatas fritas, tanto como quisieran y siempre que quisieran. Nada de ejercicio y mucha tele. Phil Gramm quiere que el sistema deje de soltar criminales endurecidos, pues ésa es la forma de hacerlo. Montones de comida basura y tumbonas. Así, cuando estos mamones salen a la calle, son unos teleborregos normales, como todos nosotros, en lugar de culos de mal asiento con demasiado músculo.
Dave se enderezó la corbata lo mejor que pudo por debajo de un cuello que ya no se podía abotonar y sonrió amablemente a Tamargo y a su barriga del tamaño de un colchón.
– Eres un hombre ilustrado -dijo-. Por lo menos, lo serías, si pudieras seguir el Plan Homestead.
– Todavía no estás fuera y ya hablas como un sabelotodo – observó Tamargo-. Tu misión, Slicker, si te decides a aceptarla, es no meterte en ningún jodido problema y no volver por aquí. ¿Te enteras?
– ¿Es ése tu discurso de rehabilitación?
– Ése es.
– Te espera tu abogado -dijo el guardia que le había preguntado si era comunista-. Figúrate, quiere llevarte en coche a la ciudad. Debe de ser por tu ingeniosa conversación.
– Tú también te has dado cuenta, ¿eh?
El guardia le señaló la puerta.
– Hasta la vista, rojillo.
Dave se encogió de hombros. Ahora que lo pensaba mejor, el comunismo sólo le parecía otra forma de robo, sólo eso. Y lo que pasaba en el sistema correccional a gente como Benford Halls, le hacía comprender que al gobierno le importaba una puta mierda soltar a la gente de la cárcel. Lo único que le importaba era ganar las próximas elecciones. Recordaba una escena de su película favorita, El tercer hombre, el famoso discurso del reloj de cuco de Orson Wells. La escena donde Harry Lime se encuentra con su amigo Holly Martins en la noria. Dave había visto tantas veces la película que se acordaba del discurso palabra por palabra.
– En estos tiempos, amigo, nadie piensa en términos de seres humanos. Los gobiernos no lo hacen; entonces ¿por qué tendríamos que hacerlo nosotros? Hablan del pueblo y del proletariado y yo hablo de los imbéciles. Es lo mismo. Ellos tienen sus planes quinquenales y yo tengo el mío.
Echó una última mirada a su alrededor y asintió con la cabeza.
– Venga, vamos -apremió Tamargo-. Yo también quiero largarme ¿sabes? Hoy acabo mi turno. Tengo planes.
– También yo -dijo Dave-. También yo.
– Bueno, ¿qué planes tienes?
– ¿Planes?
– Tus planes para el primer día de tu nueva vida.
Dave estaba sentado en el BMW serie siete de Jimmy Figaro, admirando los asientos de piel y los acabados de madera, y pensando que era como estar en un pequeño Rolls-Royce. No es que hubiera ido nunca en un Rolls-Royce, pero así era como se lo imaginaba. Ajustando su asiento electrónicamente, miró por la ventanilla ahumada mientras se alejaban de Homestead por la Al. No había mucho que ver. Sólo unos fértiles campos donde, por pocos dólares, podías «recoger tu propia cosecha» de lo que fuera que creciera allí: guisantes, tomates, maíz, fresas, ese tipo de cosas. Sólo que Dave tenía otra cosecha en mente.
– No lo sé, Jimmy. Quiero decir, tú eres el que conduce el coche. Y vaya coche.
– ¿Te gusta?
– ¿Hay servicio de habitaciones? -dijo Dave inspeccionando el teléfono del apoyabrazos-. Nunca había visto un coche con tele.
– Ordenador de viaje. Sólo coge la tele cuando paras el motor.
– ¿Y qué hay de los federales? ¿También los coge?
Figaro sonrió.
– Has estado leyendo el New Yorker.
– He leído todo tipo de basura últimamente.
– Eso he oído. La verdad es que cada mañana barro el coche.Y no quiero decir las jodidas alfombrillas. Llevo un detector manual de parásitos en la guantera.
Luego echó hacia atrás la cabeza y dejó que una sonrisa satisfecha se le extendiera por toda la cara.
– Pero, por si deciden seguirme con uno de esos micros direccionales, llevo dobles ventanas a los lados y atrás.
– ¿Dobles ventanas en un coche? Bromeas.
– Las bromas no forman parte de las opciones de un BMW. ¿Oyes algún ruido de tráfico?
– Ahora que lo dices, es verdad; no oigo nada.
– Y desde fuera tampoco pueden oír lo que tú dices. Y no es que digas mucho. Como de costumbre.
– Eso es lo que me ha mantenido con vida hasta ahora.
Dave se encogió de hombros y luego abrió la guantera. El detector de parásitos era una caja negra del tamaño de un paquete de cigarrillos, con una antena corta.
– Ingenioso. Te tomas muy en serio eso de la vigilancia, ¿no?
– Con mi clientela tengo que hacerlo.
– Consejero privado de Naked Tony Nudelli. Sí, has llegado lejos desde que defendías a los tipos como yo, Jimmy. Lo que me intriga es por qué hiciste el largo camino hasta la cárcel para recogerme y llevarme a la ciudad. Podía haber cogido el autobús.
– Tony me pidió que me asegurara de que estabas bien. Y consejero privado es exagerar mucho, Dave. Haces que suene como si fuera Bobby Duvall. Pero, a diferencia del personaje ése que hacía en El Padrino…
– Tom Hagen.
– Eso, Hagen. A diferencia de él, yo tengo más de un cliente. Tú, por ejemplo. Si alguna vez necesitas mi consejo para lo que sea…
– Bueno, gracias, Jimmy. Te lo agradezco.
– Bien, si no tienes ningún plan para hoy, esto es lo que haremos. Como te he dicho, Tony quiere que me asegure de que estás bien. Pasaremos por el despacho y te enseñaré la liquidación que he preparado; lo que he hecho con tu dinero y todo eso. Luego, si me lo permites, te haré unas cuantas sugerencias sobre lo que puedes hacer con él. Y luego podemos ir a comer algo. Aunque tengo que estar en los tribunales a las dos y media.
– Suena bien, Jimmy. Apetito, justamente, no me falta.
– ¿Tienes hambre? ¿Qué te apetece? Sólo tienes que decírmelo. Conozco un garito haitiano en la Segunda Avenida. Podríamos parar allí a desayunar, si quieres.
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