Philip Kerr - Réquiem Alemán

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Berlín 1947. Tras la derrota de la Alemania Nazi en la II Guerra Mundial Bernie Gunther,sobrevive como detective privado en una dura postguerra en que los berlineses se encuentran atemorizados por la represión que sufren por parte de las tropas soviéticas (el Ejército Rojo) sobre todo en la llamada Zona Este de la ciudad. Gunther luchó en el frente ruso y pasó una temporada en un campo de concentración soviético antes de poder regresar a Berlín con 15 kilos menos de peso y una ligera cojera como recuerdo.
En Réquiem Alemán Bernie Gunther recibe el encargo por parte de un coronel de la inteligencia soviética de investigar el caso de Emil Becker, un amigo común antiguo compañero de Gunther en la policía criminal (la Kripo). Becker, que después de la guerra controlaba parte del mercado negro en la ciudad austríaca de Viena, ha sido detenido por los estadounidenses acusado del asesinato de uno de los suyos. Pero Becker se declara inocente y reclama a Gunther como el único hombre en que confía para demostrar la verdad. Pero para conseguir la verdad, Gunther deberá sumergirse en las luchas secretas entre los distintos servicios de inteligencia aliados en lo que fueron los inicios de la llamada Guerra Fría.

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– ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

– Hace un año. Volvió de un campo de concentración soviético en julio y se largó a los tres meses.

– ¿Y cuándo lo capturaron?

– En febrero de 1943, en Briansk. -Se le torció la boca-. Pensar que esperé tres años a ese hombre… Con todos los otros a quienes rechacé. Me reservé para él, y mire lo que pasó. -Pareció ocurrírsele una idea-. Ahí tiene sus pruebas del espionaje, si necesita alguna. ¿Cómo se las arregló para que lo soltaran, eh? Contésteme a eso. ¿Cómo volvió a casa cuando tantos otros siguen todavía allí?

Me levanté para marcharme. Puede que la situación con mi propia esposa me inclinara a tomar partido por Becker. Pero había oído lo suficiente para comprender que él necesitaría toda la ayuda que pudiera conseguir, y posiblemente más, si dependía de aquella mujer.

Le dije:

– Yo también estuve en un campo de concentración soviético, Frau Becker. Y da la casualidad de que estuve allí menos tiempo que su marido. Eso no me convierte en espía; en un tipo con suerte, quizá, pero no en espía. -Fui hasta la puerta, la abrí y vacilé-. ¿Quiere que le diga en qué me ha convertido aquello? Para gente como la policía, para gente como usted, Frau Becker, gente como mi propia esposa, que apenas me ha dejado tocarla desde que volví a casa, ¿quiere que le diga en qué me ha convertido? En alguien que está de más.

6

Se dice que un perro hambriento se comerá su propia mierda. Pero el hambre no afecta solo a tus normas de higiene. También adormece la inteligencia, embota la memoria -por no hablar de los impulsos sexuales- y suele producir una sensación de apatía. Así que no fue una sorpresa para mí que, durante el año 1947, hubiera habido una serie de ocasiones en las cuales, despojado de mis sentidos por la desnutrición, hubiera estado a punto de tener un accidente. Fue por esta misma razón por la que decidí reflexionar, con el beneficio de un estómago lleno, sobre mi actual, y bastante irracional, inclinación a aceptar el caso de Becker después de todo.

El que antes había sido el más elegante y famoso hotel de Berlín, el Adlon, era ahora poco más que una ruina. De alguna manera, seguía abierto a los huéspedes, con quince habitaciones disponibles que, puesto que el hotel se encontraba en el sector soviético, solían estar ocupadas por oficiales de esa nacionalidad. Un pequeño restaurante en el sótano no solo sobrevivía, sino que era un buen negocio, como resultado de ser exclusivo para los alemanes con cupones para comida que podían, así, almorzar o cenar allí sin temor de que los echaran de una mesa para favorecer a algunos estadounidenses o británicos evidentemente más ricos, como sucedía en la mayoría de los restaurantes de la ciudad.

El inverosímil vestíbulo del Adlon quedaba debajo de un montón de escombros, en la Wilhelmstrasse, a corta distancia del Führerbunker donde Hitler había encontrado la muerte, y que podía visitarse por el precio de un par de cigarrillos puestos en la mano de cualquiera de los policías cuya función se suponía que era impedir que la gente entrara. Todos los polis de Berlín tenían un doble empleo como pedigüeños desde el final de la guerra.

Tomé un almuerzo tardío de sopa de lentejas, «hamburguesa» de nabos y fruta enlatada y, después de haberle dado suficientes vueltas en mi metabolizada cabeza al problema de Becker, entregué mis cupones y subí a lo que pasaba por ser el mostrador de la recepción del hotel para utilizar el teléfono.

Me pusieron con la Autoridad Militar Soviética, la AMS, bastante rápido, pero me pareció tener que esperar eternamente para que me pasaran al coronel Poroshin. Hablar en ruso no aceleró el progreso de mi llamada; solo me valió la mirada de desconfianza del portero del hotel. Cuando finalmente me pusieron con Poroshin, pareció alegrarse sinceramente de que hubiera cambiado de parecer y me dijo que lo esperara al lado del cuadro de Stalin en Unter den Linden, donde su coche oficial me recogería en quince minutos.

El frío de la tarde era tan cortante como los labios de un boxeador, y me quedé diez minutos a la puerta del Adlon antes de volver a subir por la pequeña escalera de servicio y encaminarme hacia el extremo de la Wilhelmstrasse. Luego, con la Puerta de Brandeburgo a mis espaldas, me dirigí hacia el retrato del camarada presidente, grande como una casa, que dominaba el centro de la avenida, flanqueado por dos pedestales más bajos, cada uno con la hoz y el martillo soviéticos.

Mientras esperaba el coche, Stalin parecía vigilarme, una sensación que, supongo, era intencional: los ojos eran tan profundos, negros y desagradables como el interior de la bota de un cartero y, bajo los bigotes de cucaracha, la sonrisa era más fría que el hielo. Siempre me ha desconcertado que hubiera personas que se refirieran a ese monstruo asesino como el «Tío» Pepe; a mí me parecía tan paternal y amistoso como el rey Herodes.

El coche de Poroshin llegó, y el ruido del motor quedó ahogado por un escuadrón de cazas YAK 3 que nos sobrevolaron. Subí al coche y rodé impotente en el asiento trasero cuando el chófer, con cara de tártaro y unos hombros muy anchos, pisó el acelerador del BMW, lanzando el coche a toda velocidad hacia el este, en dirección a la Alexanderplatz y después hacia la Frankfurter Allee y Karlshorst.

– Siempre había creído que no estaba permitido que los civiles alemanes fueran en coches oficiales -le dije en ruso.

– Cierto -respondió-, pero el coronel me ha dicho que si nos paraban, me limitara a decir que estaba arrestado.

El tártaro se rió a mandíbula batiente ante mi mirada de evidente alarma y mi único consuelo fue que, mientras fuéramos a aquella velocidad, no era probable que pudiera pararnos nada salvo un cañón antitanque.

Llegamos a Karlshorst a los pocos minutos.

Una colonia de chalés con un campo para carreras de obstáculos, Karlshorst, apodada «el pequeño Kremlin», era ahora un enclave totalmente aislado, en el cual los alemanes solo podían entrar con un permiso especial. O con el tipo de banderín que había en el coche de Poroshin. Pasamos sin que nos detuvieran por varios puestos de control y finalmente nos detuvimos al lado del antiguo hospital de Saint Antonius en la Zeppelin Strasse, que ahora albergaba la AMS de Berlín. El coche tomó tierra a la sombra de un pilar de cinco metros de alto encima del cual había una enorme estrella roja soviética. El chófer de Poroshin se bajó de un salto, me abrió la puerta rápidamente y, sin prestar atención alguna a los centinelas, me escoltó escaleras arriba hasta la puerta de entrada. Me detuve en el umbral un momento, contemplando las motocicletas y los BMW nuevos y relucientes del aparcamiento.

– ¿Alguien ha ido de compras? -dije.

– Son de la fábrica BMW de Eisenbach -contestó mi chófer orgullosamente-. Ahora es rusa.

Me dejó con esta deprimente idea en una sala que olía fuertemente a ácido fénico. La única concesión de la habitación a la decoración era otro retrato de Stalin con un eslogan debajo que decía: «Stalin, el sabio maestro y protector de la clase obrera». Incluso Lenin, retratado en un marco más pequeño, al lado del sabio, parecía tener, por su expresión, un par de problemas con ese argumento en particular.

Volví a encontrarme con esas dos populares caras en la pared del despacho de Poroshin en el último piso del edificio de la AMS. La guerrera del coronel, de color marrón oliva y perfectamente planchada, colgaba detrás de la puerta de cristal y él vestía una camisa al estilo circasiano, ceñida a la cintura por una correa negra. Salvo por el brillode sus botas de suave piel de becerro, podría haber pasado por un estudiante de la Universidad de Moscú. Dejó su taza sobre la mesa y se levantó de detrás de su escritorio cuando el tártaro me hizo entrar en el despacho.

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