Philip Kerr - Una Llama Misteriosa

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Vuelve Bernie Gunther. Huyendo de una absurda acusación de criminal de guerra, dejará Berlín con destino a Buenos Aires. Es 1950 y su destino no es casual: una muchacha ha sido asesinada de forma espantosa al otro lado del Atlántico y el modus operandi lo enlaza con otro semejante en los últimos días de la República de Weimar. Y Gunther nunca se rinde.
Philip Kerr nos vuelve a proporcionar un thriller poderoso e irresistible, trasladándonos de la Alemania nazi a la convulsa Argentina de 1950.

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– Sí, Herr Doctor. -Grund levantó la copa hacia su superior-. Nos metimos en un coche oficial y nos marchamos al oeste.

– En Jonastal estábamos construyendo la bomba alemana, así que los americanos nos acogieron con los brazos abiertos. Nos trasladamos a Nuevo México a trabajar en su nuevo programa de bombas. Estuvimos allí casi un año. Para entonces ya habían caído en la cuenta de que, al final de la guerra, yo era efectivamente el número tres en la jerarquía de las SS, lo que ponía en entredicho mi continuidad en Estados Unidos. Así que me vine a Argentina. Y Heinrich tuvo la bondad de acompañarme.

– Fue un honor, señor.

– Poco a poco conseguí que me enviasen casi todas las cosas que tenía almacenadas en Alemania. Y aquí me tiene. Es un sitio un poco remoto, pero no falta nada de lo necesario. Mi esposa y mi hija están conmigo; cenarán también con nosotros. ¿Dónde están exactamente, Heinrich?

– Están viendo unas terneras nuevas, señor.

– ¿Cuánto ganado tienen? -pregunté.

– Unas treinta mil reses de vacuno y quince mil ovejas. En muchos aspectos el trabajo no difiere mucho del que hice durante la guerra. Criamos animales, los transportamos a Tucumán y luego los mandamos por tren a Buenos Aires para la matanza.

No se avergonzó ni un ápice al hacer esta confesión.

– Ésta no es la estancia más grande de estas tierras. Pero no nos aventajan mucho. Nosotros gestionamos el negocio con una eficiencia inusual en Argentina.

– Eficiencia alemana, señor -añadió Grund.

– Exacto -afirmó Kammler. Se volvió para contemplar un pequeño santuario del Führer, en el que no me había fijado hasta ese momento. Había varias fotografías de Hitler, un busto de bronce con su efigie característica, unas cuantas condecoraciones militares, un brazalete nazi y un par de candelabros de estilo Sabbath que quizá servían para mantener encendida la llama del liderazgo en los días sagrados nazis: 30 de noviembre, 20 de abril, 30 de abril y 8 de noviembre. Kammler miró el santuario con un gesto reverencial-. Sí, en efecto. Eficiencia alemana. Superioridad alemana. Tenemos que darle las gracias por recordarnos siempre eso.

Yo no lo veía de la misma manera, claro, pero por el momento me reservé mis opiniones. Distábamos mucho de la seguridad de Buenos Aires.

Cuando me acabé el champán, Kammler sugirió que subiera a asearme. La criada me condujo a una habitación donde encontré a Anna tumbada en una cama de madera tallada. Anna esperó a que la criada se hubiera ido y luego dio un brinco.

– Qué mona la casa, ¿verdad? Es su Berghof privado. Igual que el Führer. ¿Quién sabe? A lo mejor se nos aparece también él como comensal. Eso sí que sería interesante. ¿Y si viene Martin Bormann? Siempre he querido conocerlo. Pero debo decirte que me preocupa un poco la cena. No me sé la letra de la canción de Horst Wessel. Y no nos andemos con rodeos. Soy judía. Los judíos y los nazis no se mezclan.

– No me importa que la emprendas conmigo, Anna, pero, por favor, evita el sarcasmo delante del general. Ya empieza a sospechar algo raro. Y ni una confesión sobre quién eres. Lo pagaríamos caro. -Eché un vistazo por la habitación-. ¿Dónde está el arma?

– Escondida.

– ¿Escondida dónde?

Negó con la cabeza.

– ¿Sigues pensando en matarlo?

– Sí, pero prefiero que sufra más. Si le disparo, morirá demasiado rápido. Es mejor el gas. Es posible que deje encendido el horno de la cocina antes de irme a la cama hoy.

– Anna, por favor. Escúchame. Son gente muy peligrosa. Hasta Heinrich va armado. Y es un profesional. Antes de que amartilles la Smith, te volará los sesos.

– ¿Qué significa amartillar?

– ¿Ves lo que quiero decir? Si ni siquiera sabes disparar.

– Podrías enseñarme.

– Mira, Anna, cualquiera podría haber muerto en aquel campo.

– Sí, podría haber muerto cualquiera, pero no murió cualquiera. Los dos sabemos quiénes y qué eran los que murieron allí.

Tú mismo lo dijiste. Era un campo creado por orden del Ministerio de Relaciones Exteriores. ¿Para qué iban a querer un campo así, sino para encarcelar a los refugiados extranjeros? Y tu amigo. El escocés Melville. Fue él quien mencionó la Directiva 12. Un pedido de alambrada para entregar a un general alemán de las SS llamado Kammler. La Directiva 12, Bernie. Es algo más serio que la Directiva 11, ¿no crees? -Inspiró profundamente-. Además, antes de salir de Tucumán esta mañana, me dijiste que fue Kammler quien construyó los grandes campos de exterminio. Auschwitz. Birkenau. Treblinka. Estarás de acuerdo en que ya sólo por eso merece que lo maten.

– Es posible. Sí, claro. Pero te aseguro que matar a Kammler aquí, hoy, no es la solución. Tiene que haber otra manera.

– No creo que podamos detenerlo. Desde luego en Argentina no. ¿Tú crees que es posible?

Negué con la cabeza.

– Entonces es mejor matarlo.

– ¿Ves lo que quiero decir? -pregunté con una sonrisa-. No hay asesinos. Sólo hay fontaneros o tenderos o abogados que matan. Gente corriente. Gente como tú, Anna.

– Esto no es un asesinato. Esto será una ejecución.

– ¿No crees que eso es lo que pensaban también los hombres de las SS cuando empezaban a disparar en las fosas llenas de judíos?

– Lo único que sé es que no se puede salir con la suya. No podemos permitirlo.

– Anna, te prometo que pensaré algo. Pero no te precipites. ¿De acuerdo?

Permaneció en silencio. La cogí de la mano pero se soltó furiosa.

– ¿De acuerdo?

– De acuerdo-dijo al fin, con un largo suspiro.

Al cabo de un rato, la criada nos trajo ropa de vestir. Un traje negro bordado con cuentas que a Anna le quedaba impresionante; un esmoquin con camisa de etiqueta y una pajarita que de alguna manera logré ajustarme.

– Caramba, ¿sabes qué te digo? Casi parecemos civilizados -dijo Anna, estirándome de la pajarita. Había perfume en el tocador. Se puso un poco-. Huele como a flores muertas -observó.

– Pues a mí me gusta -dije.

– Ya me imagino. Cualquier cosa muerta le huele bien a un nazi.

– Por favor, ya basta de burla nazi.

– Pensaba que se trataba de eso, Gunther. Fingir que eres como ellos para salvar el pellejo. -Se levantó e hizo una pausa delante del espejo de pedestal-. Bueno, estoy lista para cualquier cosa. Incluso para matar a uno o dos.

Bajamos a cenar. Además de Kammler, Grund, Anna y yo, había otros tres comensales.

– Mi esposa, Pilar, y mi hija, Mercedes -dijo Kammler.

– Bienvenidos a Wiederhold -dijo Frau Kammler.

Era alta, delgada y elegante con perfectas cejas semicirculares que parecían dibujadas por Giotto y, a ambos lados de la cara, una gruesa mata de pelo rubio ondulado que la asemejaba a un perro de aguas. Era digna de estar en el recinto de ganadores del Trofeo de Colonia en el hipódromo de Weidenpesch. Pero yo no la hubiera corrido con ella; la habría reservado para cruzarla por un millón de dólares cada vez. La hija de Frau Kammler no era menos guapa ni menos encantadora. Tendría unos dieciséis años, pero quizá era menor. El cabello era más ticiano que pelirrojo, porque, nada más verla, uno pensaba que era digna de ocupar un sofá de terciopelo en el estudio de un gran pintor amante de la belleza. Al verla lamenté no ser pintor. Sus ojos tenían un tono verde peculiar, como una esmeralda con trazas de lapislázuli, pero eran también discretamente arteros, como si estuviese a punto de dar jaque al rey y el lerdo de su contrincante no se hubiese enterado.

Todos nos esforzamos por ser corteses y civilizados. Hasta Anna, que respondió al guante de tanta belleza inesperada buscando un poco de belleza adicional en su interior y encendiéndolo como una luz eléctrica. Pero era difícil mantener la cordialidad cuando el último comensal era Otto Skorzeny. Sobre todo teniendo en cuenta que había estado bebiendo.

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