Philip Kerr - Una Llama Misteriosa

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Vuelve Bernie Gunther. Huyendo de una absurda acusación de criminal de guerra, dejará Berlín con destino a Buenos Aires. Es 1950 y su destino no es casual: una muchacha ha sido asesinada de forma espantosa al otro lado del Atlántico y el modus operandi lo enlaza con otro semejante en los últimos días de la República de Weimar. Y Gunther nunca se rinde.
Philip Kerr nos vuelve a proporcionar un thriller poderoso e irresistible, trasladándonos de la Alemania nazi a la convulsa Argentina de 1950.

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Anna y yo cogimos el Jeep y nos dirigimos hacia el suroeste de la ciudad. Enseguida llegamos a una estrecha carretera llena de baches bordeada a ambos lados por las olas de un Mar Rojo de caña de azúcar. Era verde por arriba y un matorral leñoso impenetrable por debajo. Había kilómetros de terreno con esta planta, como si el creador de la tierra hubiera estado falto de imaginación.

– Caña de azúcar. Sólo es un montón de hierba gigante -dijo Anna,

– Sí, pero no me gustaría ver las máquinas cortacéspedes.

De vez en cuando me veía obligado a ralentizar la marcha para sortear pequeños matorrales de caña ambulantes que, vistos más de cerca, resultaron ser cargas a lomos de mulas que suscitaron gritos compasivos de Anna. Cada pocos kilómetros nos encontrábamos una población chabolista de casas construidas con bloques de cemento y tejados de chapa de zinc. Niños semidesnudos, que mascaban tallos de caña de azúcar como perros royendo huesos, contemplaban con entusiasmo y grandes aspavientos nuestro paso por las villas de la miseria. Desde el confort metropolitano de Buenos Aires, Argentina parecía un país próspero; pero allí, en las plantaciones de la Pampa Húmeda, el octavo país mayor del mundo parecía uno de los más pobres.

Varios kilómetros más adelante, la caña de azúcar desapareció de la vista y llegamos a unos campos de maíz que conducían al río Dulce y a un puente de madera que no era mucho más que una continuación de la carretera de tierra. Al otro lado del río paré para echar otro vistazo al mapa. Tenía la Sierra al fondo, el río a la derecha, campos de maíz a la izquierda, y la carretera que continuaba por una larga pendiente justo delante de nosotros.

– Aquí no hay nada -dijo Anna-. Sólo un montón de azúcar y mucho más cielo. -Hizo una pausa-. ¿Cómo es exactamente ese lugar?

– No lo sé con seguridad -dije-. Pero cuando lo vea lo sabré. -Arrojé el mapa sobre su regazo y proseguimos la marcha.

Al cabo de unos minutos llegamos a las ruinas de un pueblo, un pueblo que no figuraba en el mapa. A ambos lados de la carretera había cabañas blancas sin tejado y una iglesia abandonada, que era el hogar de numerosos perros vagabundos, pero no parecía que nadie viviese allí.

– ¿Adónde habrá ido toda la gente?

– Supongo que la trasladó el gobierno. Toda esta zona quedará anegada cuando represen el río.

– Ya se echa de menos ahora -dijo Anna.

Al final de la calle había un estrecho callejón hacia la derecha y, en un muro, vimos el tenue perfil de una flecha con las palabras Laguna Dulce. Continuamos por el callejón, una pista de tierra que se adentraba en un angosto valle. Una espesa bóveda de árboles cubría la pista y encendí las luces hasta que volvimos a ver la luz del sol.

– No me gustaría que nos quedásemos sin gasolina aquí -observó Anna, mientras avanzábamos a trompicones entre los baches-. Estar en medio de la nada tiene sus momentos depresivos.

– Cuando quieras volver no tienes más que decirlo.

– ¿Y perderme lo que haya la vuelta de la esquina? Ni pensarlo.

Al fin llegamos a un claro y a una especie de cruce.

– ¿Y ahora por dónde? -preguntó.

Continué un poco más por el mismo camino antes de regresar al cruce y elegir otra dirección. Al cabo de unos instantes, lo vi.

– Es por aquí -dije.

– ¿Cómo lo sabes?

Ralenticé la marcha. Entre los arbustos que había al borde de la pista había una bobina de alambre con la etiqueta de Glasgow Wire. La señalé.

– Aquí es adonde trajo su alambre el escocés.

– ¿Crees que era para un campo de refugiados?

– Sí.

Eso es lo que le dije. Pero yo ya empezaba a comprender que, si alguna vez hubiera existido allí un campo de refugiados, ya había desaparecido. Todo el valle estaba desierto. Cualquier campo de refugiados habría necesitado suministros. Los suministros requieren transporte. No había ni rastro de que nadie hubiera recorrido aquella carretera de arcilla roja en mucho tiempo. Las marcas de nuestros neumáticos eran las únicas visibles.

Continuamos un par de kilómetros hasta que encontré lo que buscábamos. Una tupida hilera de árboles y una verja de alambre de espino ante un sendero de tierra anónimo que continuaba por el valle. Detrás de la hilera de árboles había otra cerca de alambre de espino de la misma altura. En la puerta había un letrero en español que decía así:

PROPIEDAD PRIVADA DE LA COMPAÑíA HIDROELÉCTRICA Y CONSTRUCTORA CAPRI. EL ACCESO SIN AUTORIZACIÓN ESTÁ ESTRICTAMENTE PROHIBIDO POR ORDEN DEL GOBIERNO FEDERAL. PROHIBIDO EL PASO. PELIGRO.

Había tres cadenas con candados alrededor de la verja y, con sus tres metros de altura, no me pareció que pudiésemos saltarla. Además, los candados no eran de los que se fuerzan con facilidad. Aparté el Jeep de la carretera y lo escondí en un pequeño hueco en la hilera de árboles. Luego apagué el motor.

– Creo que es aquí -dije.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Anna mientras examinaba la cerca.

Abrí, esperanzado, la caja de herramientas que había en la parte trasera del Jeep. Parecía que Geller iba equipado para casi cualquier eventualidad. Encontré unas buenas tenazas de cortar alambre. Teníamos trabajo.

– Y ahora a caminar -dije.

Caminamos entre los árboles y en paralelo a la alambrada. No había nadie por allí. Hasta los pájaros guardaban silencio. Supuse que era mejor cortar el alambre a unos treinta o cuarenta metros del Jeep, por si alguien lo veía y paraba para ver por qué estaba ahí. Provisto de las tenazas, empecé a abrir una entrada.

– Sólo vamos a entrar para echar un vistazo y para ver lo que haya que ver -dije.

– ¿No crees que sería mejor volver y hacer esto por la noche? ¿Por si alguien nos ve?

– Apártate. -Al cortar otro trozo del alambre de Melville, saltó disparado entre los árboles con un sonido como de cuerda de piano rota.

Anna miraba alrededor con nerviosismo. -Eres muy tenaz, ¿verdad? -dijo.

Me guardé en el bolsillo las tenazas. Algo me picó y me pegué un manotazo en el cuello. Casi deseaba que hubiera sido ella.

– ¿Tenaz? -Sonreí-. Estamos buscando respuestas a tus enigmas. No a los míos.

– Creo que he perdido el apetito de respuestas -dijo-. Es un efecto del miedo. No se me ha olvidado lo que pasó la última vez que entramos en un lugar prohibido.

– Tienes razón -dije, desenfundando la pistola. Abrí y cerré la recámara, comprobé que todo estaba en orden, y quité el seguro. Luego me colé por el agujero que había abierto en la alambrada.

– Supongo que matar es más fácil cuanto más lo practicas. Eso dicen, ¿no? -dijo Anna, que me siguió, algo renuente.

– La gente habla por hablar -dije, pisando con cuidado entre los árboles-. La primera vez que maté a un hombre fue en las trincheras. Era él o yo. No puedo decir que haya matado a nadie que no pretendiese matarme.

– ¿Y la conciencia?

– A lo mejor te sientes mejor si guardo esto -dije, colocando la pistola sobre la palma. -No -dijo enseguida.

– Entonces no importa que mate, siempre que tú tengas la conciencia tranquila, ¿no?

– Si fuera tan fuerte como tú, puede que yo también pudiera matar. Pero no lo soy.

– Cielo, si hay algo que se demostró en la última guerra es que cualquiera puede matar. Sólo hace falta un motivo. Y un arma.

– Eso no me lo creo.

– No hay asesinos -dije-. Sólo hay fontaneros y tenderos y abogados que matan. Todo el mundo es bastante normal hasta que aprieta el gatillo. En eso consiste la guerra. En un montón de gente corriente que mata a un montón de gente corriente. No puede ser más sencillo.

– ¿Y por eso te parece bien?

– No, pero es la pura realidad.

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