Philip Kerr - Una Llama Misteriosa

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Vuelve Bernie Gunther. Huyendo de una absurda acusación de criminal de guerra, dejará Berlín con destino a Buenos Aires. Es 1950 y su destino no es casual: una muchacha ha sido asesinada de forma espantosa al otro lado del Atlántico y el modus operandi lo enlaza con otro semejante en los últimos días de la República de Weimar. Y Gunther nunca se rinde.
Philip Kerr nos vuelve a proporcionar un thriller poderoso e irresistible, trasladándonos de la Alemania nazi a la convulsa Argentina de 1950.

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Intentaba convencerla de que volviese con él. Sin éxito. Alguien nos presentó en una fiesta. Y resultó que teníamos muchos intereses comunes. La antropología, la genética humana, la investigación médica y el nacionalsocialismo. Era amigo de Goebbels, ¿sabe? De todos modos, yo iba de vez en cuando a visitarlo a Berlín. A gastar en antros de perdición parte de lo que ganaba practicando abortos. Fueron los mejores tiempos de mi vida. No tengo que contarle cómo era Berlín en aquella época. Había total y absoluta permisividad sexual.

– Y por eso contrajo la sífilis.

– Exacto. ¿Cómo lo sabía?

– Y Kassner lo trató con la nueva «bala mágica» que estaba probando para el I.G. Farben. Protonsil.

– Sí. -Mengele parecía impresionado-. Eso también es cierto. Ya veo que la reputación del cuerpo policial de Berlín era bien merecida.

– ¿Sabe que Kassner también trataba a Goebbels de una enfermedad venérea? Sospecho que es uno de los motivos por los que me apartaron del caso. Porque alguien pensó que podía averiguarlo. Cosa que ocurrió, por supuesto.

– Sabía que trataba. a alguien conocido, pero no sabía que fuera Goebbels. De hecho, pensaba que era Hitler. Corrían rumores de que el Führer era sifilítico. ¿Así que era Goebbels? -Mengele se encogió de hombros-. De todos modos, el Protonsil era bastante efectivo. Hasta la aparición de la penicilina, creo que fue el fármaco más eficaz que tuvo el Sindicato de la Industria Colorante. Llegué a conocer bastante bien esa empresa cuando Kassner empezó a colaborar con ella. En Auschwitz probé numerosos fármacos de esa compañía. Fue un trabajo importante. Aunque hoy nadie se acuerda de eso. Sólo les interesan los percances médicos que eran una consecuencia inevitable, dadas las exigencias de la vida científica y médica en tiempo de guerra.

– Bonita manera clínica de describir los asesinatos masivos -dije.

– Y supongo que usted está aquí en Argentina por la carne -dijo.

– Eso no viene al caso. Hábleme de Anita Schwartz.

– No me puedo creer que malgaste mi tiempo con esta mierda.

– Si no me cree, entonces créase esto. -Blandí el arma por un segundo, y pregunté-: ¿Cómo la conoció?

– Conocí a su padre cuando empecé a ir a Berlín. Estaba en las SA. Más tarde, cuando lo nombraron juez, entablamos más relación. De todos modos, alguien nos presentó. Creo que fue Kurt Daluege. Yo le había practicado un aborto a la amante de Daluege, sin complicaciones. De hecho, era su segundo aborto y pregunté a Daluege si había pensado en las ventajas de esterilizarla. No lo había pensado, claro. Pero al final la convenció.

– Qué locura.

– En absoluto. Se trata sencillamente de ligar las trompas de Falopio. De todos modos, Daluege se lo comentó a su cuñado, Otto Schwartz. Como una posibilidad para su hija.

Moví la cabeza atónito y horrorizado por lo que me estaba contando Mengele, aunque, teniendo en cuenta cómo reaccionó Otto Schwartz cuando le dijimos que su hija discapacitada había muerto, la explicación del médico parecía perversamente coherente.

– ¿Me está diciendo que esterilizó a una niña de quince años?

– Mire, esa chica no era como Elizabeth Bremer. En absoluto. Anita Schwartz era discapacitada y, a pesar de su corta edad, también se dedicaba de vez en cuando a la prostitución. Tenía sentido esterilizarla. No sólo por el bien de sus propios padres, sino por la salud genética del país. Era bastante inepta para la reproducción. Posteriormente, por supuesto, Otto y yo fuimos colegas. Él era juez en uno de los tribunales de salud genética creados en virtud de la ley de 1933 de prevención de descendencia genéticamente enferma, que se encargaban de resolver las causas de «higiene racial». A algunas personas se les prohibía casarse y otras personas fueron víctimas de esterilizaciones forzosas. -Hizo una pausa.

– De modo que la esterilización de Anita Schwartz fue organizada por ustedes dos, por el bien de la salud genética del país -dije-. ¿Alguien consultó la opinión de Anita Schwartz?

– Su consentimiento era irrelevante -dijo Mengele irritado-. Era espástica, ¿entiende? Su vida era indigna. Cualquier tribunal genético habría aprobado nuestra decisión.

– ¿Dónde se hizo la operación?

– En una clínica privada de Dahlem, donde trabajaba la madre de la chica como enfermera nocturna. Era un lugar bastante apropiado, se lo aseguro.

– Pero algo salió mal.

– Sí. A diferencia de los abortos, se requería anestesia general para los procesos de esterilización. Así que necesitábamos los servicios de un anestesista. Naturalmente, solicité la colaboración de la misma persona que anestesió a la amante de Kurt Daluege. Una persona que conocía Daluege. Un tipo muy poco competente, por lo que se vio. Yo no sabía que era drogadicto. Y cometió un error. No fue la operación lo que la mató, como comprenderá. Fue la anestesia. Sencillamente, no logramos reanimarla. Y, ante un dilema similar al de la muerte de Elizabeth Bremer en Munich, decidí mutilar su cadáver del mismo modo sensacionaL Con la plena complicidad, debo añadir, de la madre de la chica, que era una católica romana estricta y creía que Dios nunca quiso que su hija viviese, lo cual supuso un gran alivio para mi colega y para mí. Entre los dos nos deshicimos del cadáver en la otra punta de la ciudad, en el parque de Friedrichschain. Y el resto ya lo sabe.

– ¿Y después?

– Me fui a casa.

– Me refiero a los años siguientes. Hasta que ingresó en las SS.

– Seguí practicando abortos y esterilizaciones hasta 1937. Legalmente, debo añadir. Luego entré en el Instituto de Herencia Biológica e Higiene Racial del Reich, donde era ayudante de investigación.

– ¿Y ahora?

– Ahora llevo una vida muy tranquila. Soy un humilde médico, como ve.

– No tan humilde, creo yo. Hábleme de la chica que ha estado aquí hace media hora. Supongo que le limó las uñas de los pies y la peinó.

– Hausner, se está metiendo en aguas peligrosas.

– No importa, soy buen nadador.

– Más le vale. ¿Sabe lo que hacen en Argentina con la gente que no les cae bien? Los llevan de paseo en avión y los arrojan al Río de la Plata desde diez mil pies de altura. Escúcheme bien. Olvídese de que ha visto a esa chica.

Bajé el arma y me abalancé sobre Mengele, agarrándolo con una mano por las solapas del abrigo de cachemir, mientras le cruzaba la cara atónita de tez morena con la palma y el dorso de la otra mano, como un campeón de ping pongo

– Cuando quiera escucharle, primero le abofetearé -dije-. Y ahora oigamos el resto. Hasta los detalles más podridos de su mugriento trabajo en esta ciudad. ¿Entendido? Si no me lo cuenta todo, le enseñaré el verdadero significado de una vida indigna.

Lo empujé hacia abajo en la silla y le solté las solapas. Ahora Mengele tenía los ojos fríos y entrecerrados, y la cara pálida, excepto en la zona de las mejillas que mi mano había puesto colorada. Se tocó la mandíbula y gruñó una respuesta como un perro acobardado.

– A Perón le gustan las jovencitas -dijo-. Doce, trece, catorce años. Vírgenes. Y que no usen anticonceptivos, al igual que él. Le gusta la estrechez de las jovencitas porque tiene el pene muy pequeño. Le cuento esto porque saberlo ya es motivo suficiente para que a uno lo maten en este país, Hausner. Me lo contó cuando nos conocimos, y desde julio del año pasado, cuando llegué a Argentina, he practicado unos treinta abortos para él.

– ¿Y Grete Wohlauf?

– ¿Quién es?

– Una chica de quince años que está en la morgue de la policía.

– No sé cómo se llaman las chicas que opero -dijo-, pero debo decirle que no ha muerto ninguna. Ahora se me da bien este trabajo.

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