– Buenos días, superintendente. ¿En qué puedo ayudarle?
– Hay unas cuantas preguntas que me gustaría hacerle, Mr. Ford. Como Miss Sil- ver me ha dicho que ha sido profesionalmente contratada por Miss Adriana Ford, supongo que no objetará usted nada a su presencia.
Geoffrey pareció sorprendido. No iba a negarse, pero su voz se hizo algo más tensa al contestar:
– ¡Oh, no! Desde luego que no.
– Entonces, ¿le parece que nos sentemos?
El color del rostro de Geoffrey se hizo un poco más tenso. No le gustaba que le ofrecieran sentarse en lo que él consideraba como su propia casa. Tomó una silla y se sentó, como si se tratara de una entrevista de negocios. El superintendente siguió su ejemplo. El tono de su voz pareció serio cuando dijo:
– Mr. Ford, tengo que preguntarle si no tiene nada que añadir a su narración sobre los acontecimientos que se produjeron en la noche de la muerte de Miss Meriel Ford.
– No creo -contestó.
– Cuando le pregunté si ella le acompañó en su visita a Mrs. Trent a la casa del guarda, usted me contestó que, desde luego, no que ella no se habría atrevido a acudir allí sin ser previamente invitada. ¿Está absolutamente seguro de que no fue allí con usted?
– ¡Pues claro que estoy seguro! ¿Por qué iba a hacerlo?
– Mr. Ford, por favor, piénselo cuidadosamente antes de contestar. Ha dicho usted que Miss Meriel Ford no le acompañó a la casa del guarda. Lo que le pregunto ahora es, ¿le siguió a usted hasta allí?
– ¿Pero por qué iba a hacerlo?
– Miss Ford abandonó la sala de estar para salir en busca suya. No hacía mucho tiempo que usted se había marchado, pero dice usted que ya había salido de la casa por la ventana del despacho.
– Tuve que haberlo hecho así.
– ¿Por qué «tuve»?
– Porque no la vi a ella.
– Al salir por aquella ventana en la forma en que lo hizo, sin duda alguna tuvo que dejarla abierta tras de usted, ¿no es cierto?
– Sí.
– Entonces, ella sólo tenía que comprobar la posición del tirador para saber que usted había salido.
– ¿Y por qué iba a comprobar eso?
Con un tono de voz autoritario, Martin dijo:
– Mr. Ford, dispongo de una narración bastante amplia de la conversación que mantuvo usted en la sala de estar, tanto como después de su marcha. Miss Meriel Ford hizo un comentario sarcástico sobre su deseo de escribir cartas y dejó bastante claro que ella creía que usted iba a ver a Mrs. Trent. Usted dijo que se retiraba al despacho para escribir cartas. Cuando ella descubrió que no estaba usted allí, me parece que sería bastante natural tratar de abrir la ventana para comprobar si había usted salido por allí, y al encontrarla abierta, creo que pudo haberle seguido.
Geoffrey Ford le miró altaneramente. Se consideraba a sí mismo un hombre fácil de tratar, pero su temperamento estaba siendo fustigado. Ahora, exclamó:
– ¡Eso sólo es una suposición!
Martin le devolvió muy directamente la mirada.
– No del todo. Hemos encontrado unas huellas bastante frescas de su mano izquierda en la pared situada entre la puerta de entrada de la casa del guarda y la sala de estar, y otra de sq mano derecha en la parte derecha del marco de la puerta de la misma sala de estar. Cualquier huella en la manija habría quedado, naturalmente recubierta, pero las dos que he mencionado son claras y recientes. La del marco indica la probabilidad de que estuviera junto a aquella puerta, escuchando. Tanto usted como Mrs. Trent tienen que saber si entró en aquella habitación o no. Me parece muy improbable que Miss Ford se acercara hasta esa puerta, en la misma habitación en la que estaban ustedes dos, y no fuera más allá, y eso no concordaría con lo que he oído decir sobre su carácter. No era precisamente una persona tímida, y por todo lo que sé no le importaba hacer una escena.
Geoffrey Ford había empezado a sentir frío. Si él seguía diciendo que Meriel Ford no le había seguido, y la policía encontraba algunas de aquellas malditas huellas en el interior de la sala de estar, estaría perdido. Trató de recordar lo que Meriel había hecho.
Había penetrado de repente en la habitación y representado una escena. Este condenado policía tenía razón en eso…, no había nada que le gustara más. ¿Pero había tocado alguna cosa? Creía que no. Estuvo allí, de pie moviendo las manos de un lado a otro, en una actitud muy teatral y propia de ella. Y justo poco antes de marcharse, se había agachado y había recogido algo del suelo. En aquel momento, él no se dio cuenta de qué se trataba…, en realidad, ni siquiera había pensado en ello. Pero ahora, al tratar de recordar, acudió a su mente. Lo que ella había recogido del suelo era un pañuelo. Su mano había bajado vacía y había subido con un pequeño pañuelo. Un pañuelo de color ámbar. Esmé no lo había visto. Fue en el momento en que se volvió hacia él y apartó la mirada de Meriel. Esmé no lo vio, pero se trataba de su pañuelo. Un pañuelo suyo, con su nombre bordado en él. Y después había sido encontrado en la glorieta, junto al estanque. Ahora se había olvidado de las huellas dactilares de Meriel. Ella tuvo que haber llevado aquel pañuelo a la glorieta del estanque. Tuvo que haberlo dejado caer allí. Deliberadamente. Se quedó mirando fijamente al superintendente Martin y le oyó decir:
– Tendré que pedirle que me acompañe a la comisaría para continuar el interrogatorio.
Aquella mañana, Miss Silver avanzó mucho en su chal blanco. Tenía la sensación de que el permanecer haciendo punto era algo estimulante para el pensamiento. El movimiento suavemente rítmico de las agujas formaba como una barrera contra las pequeñas e inevitables distracciones. Detrás de esta barrera, se sentía capaz de seguir el cuidadoso examen de motivos, carácter y acción. Una vez que hubo llegado a ciertas conclusiones, dejó su trabajo en la bolsa de hacer punto y subió al dormitorio.
Poco más tarde salió vestida con el abrigo negro, el sombrero que consideró adecuado para dar un paseo matutino -más viejo y con menos adornos que el sombrero con el que había hecho el viaje-, los limpios zapatos de cordones, los guantes de lana y la antigua bufanda de piel. Se encontró entonces con Meeson, que le dio un mensaje: Adriana deseaba verla…
– Y si le pregunta, Miss Silver, creo que ya es hora de que alguien se lo diga. Sólo tiene que hacer una cosa y debe hacerla lo más rápidamente posible: las maletas, y marcharnos de aquí antes de que todos nosotros seamos asesinados. Y si antes se lo había dicho una vez, ahora se lo he repetido veinte veces desde que la pobre Mabel fue empujada a ese estanque. «¡Si alguien fue capaz de hacérselo a ella, también será capaz de hacérselo a usted o a mí!», le dije. «¡En cuanto ese alguien nos eche la vista encima! ¡Y eso no tardará en ocurrir! ¡Una vez que el asesinato se ha apoderado de alguien, nadie sabe cómo detenerlo! ¡Y eso es un hecho! Primero la pobre Mabel, de la que nadie se podía imaginar que tuviera un enemigo en el mundo, y después Meriel, y nadie sabe quién será el próximo.» Y todo lo que he conseguido que me diga ha sido: «¡Gertie, por favor, deja ya de hablar!»
Adriana estaba en pie junto a la ventana, mirando hacia el exterior. Se volvió en cuanto Miss Silver entró en la habitación, y se acercó a ella, cojeando más visiblemente de lo que había hecho durante su visita a Montagne Mansions. Cuando habló, su voz sonó dura:
– Geoffrey no ha vuelto.
– Sólo son las doce. Apenas ha tenido tiempo.
Читать дальше