Patricia Wentworth - El Estanque En Silencio

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Ninguna ley impide que una famosa actriz, con mucho dinero y algún que otro remordimiento, quiera sentirse acompañada en su vejez, tras retirarse de la escena. Pero el sentido común debiera de impedir que, a cambio de no estar solo, una vieja rica reuniera en una solitaria mansión rural a un conjunto de parientes parásitos dispuestos a quedarse en exclusiva con su herencia. Porque así pasa lo que pasa: se empieza con envidias, rivalidades y rencores y se termina por encontrar cadáveres flotando en el estanque de la finca.

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9

De regreso en la Casa Ford, Janet subió las escaleras y dobló por el pasillo de la izquierda. Llamó a la puerta situada al final y alguien le invitó a pasar, con una voz que no sonó como si perteneciera a Meeson. Penetró en una habitación en forma de L, donde el sol entraba por dos de las cuatro grandes ventanas.

Adriana Ford estaba en un canapé, en el lugar de la sombra. Unos cojines brocados de color crema le servían como apoyo y la ayudaban a mantenerse incorporada. Llevaba puesta una bata suelta del mismo material, guarnecida con piel de color oscuro. Una colcha verde de terciopelo le cubría hasta la cintura. Janet tuvo que haber visto estas cosas en cuanto entró, porque más tarde las recordó, aunque en aquel momento sólo se dio cuenta de la presencia de Adriana…, la fina piel, muy cuidadosamente maquillada, los grandes ojos, el pelo de corte geométrico de un asombroso rojo oscuro. Era difícil adivinar su edad. Estaba allí Adriana Ford, y su presencia dominaba la habitación.

Janet se acercó al canapé. Una mano larga y pálida tocó la suya y señaló una silla. Se sentó mientras Adriana la observaba. Podría haber sido enervante, pero, por lo que se refería a Janet, si Adriana deseaba observarla, no le importaba. Desde luego, no tenía nada que ocultar. ¿O sí que lo tenía? Ninian atravesó sus pensamientos, agitándolos. El color de su cara se encendió un poco.

Adriana se echó a reír.

– ¡Así que eres algo más que un ratoncillo escocés!

– Espero que sí -dijo Janet.

– ¡Yo también lo espero…! -exclamó Adriana Ford-. Somos un grupo terrible de mujeres. Esa es la conclusión a la que llega una…, empezamos con mujeres y volvemos a ellas. Y soy muy afortunada con Meeson…, era mi modista, ya sabes, así es que podemos disfrutar las dos juntas hablando de los viejos tiempos. No pensaba entonces que tendría que hacer este papel… ¡La Inválida Permanente…! Bueno, esto no te divierte. Star te envió aquí para que cuidaras de su hija. ¿Te ha amenazado ya con una de sus terribles rabietas de gritos?

Janet sonrió ligeramente.

– Sólo grita cuando no puede conseguir lo que quiere.

– ¡Es una norma muy simple! Le he dicho a Star una docena de veces que la niña tendría que ir a la escuela. Es bastante inteligente y ya tiene demasiados años para una niñera como Nanny. Bueno, supongo que ya habrás conocido a todo el mundo. Edna es la mujer más aburrida del mundo, y Geoffrey lo piensa así. Meriel quiere alcanzar la luna y lo más probable es que nunca lo consiga. Somos un grupo extraño y te sentirás contenta cuando puedas dejarnos. Yo misma estaría contenta de poder marcharme, pero estoy aquí permanentemente. ¿Ves a Star con frecuencia?

– De vez en cuando -contestó Janet.

– ¿Y a Ninian?

– No.

– ¿Demasiado ocupada para ver a tus viejos amigos? ¿O se trata sólo de un carácter inconstante? He oído decir que ha alcanzado un buen éxito con ese extraño libro que escribió. ¿Cómo se titulaba…? Nunca nos encontraremos. Nada de dinero, desde luego, y ningún sentido, sino simplemente un destello de genialidad. Todos los chicos inteligentes que estuvieron en la universidad con él le dieron palmaditas en la espalda y le escribieron, y el tercer programa emitió una versión dramatizada que yo no habría escuchado de haber sido cualquier otro el autor. Su segundo libro parece que tiene más material. ¿Lo has leído?

– No -contestó Janet.

Se había prometido a sí misma no hacerlo y le estaba resultando difícil cumplir su propósito. No leer su libro era como una señal y un símbolo de haber logrado apartar a Ninian de su puerta. Desde un rincón de su mente acudió a ella el eco susurrante de la canción de Pierrot:

Ouvre moi ta porte Pour l'amour de Dieu!

Janet fue a recoger a Stella a las doce y media y se encontró con que ella ya había establecido un programa para el resto del día.

– Ahora regresamos a casa y usted me cepilla el pelo y me revisa las manos y me dice que no comprende cómo puedo habérmelas ensuciado tanto, y yo me las lavo, y usted las vuelve a revisar, y después bajamos y comemos. Y después de la comida duermo mi siesta…, sólo si hace buen tiempo lo hago en el jardín, sobre una manta. Usted puede hacer lo mismo si quiere. Tía Edna lo hace, pero Nanny dice que es una costumbre perezosa. Las mantas están en el armario del cuarto de la niñera y siempre tenemos que acordarnos guardarlas en el mismo sitio.

Salieron después de comer, atravesaron un prado verde y cruzaron por una puerta que daba a un jardín con un estanque en el centro. Había un banco de piedra y una glorieta y un seto que el viento acariciaba. Más allá del seto había malvas altas que sobresalían por encima de él, y arriates, llenos de caléndulas y cabezas de dragón, de gladiolos, y una tardía maraña de amarantos y los altos penachos de las varas de oro. En la glorieta había sillas de jardín y un armario lleno de cojines y mantas.

Stella dirigió los preparativos con entusiasmo.

– Tenemos muchos cojines. Puede usted sentarse en el banco y yo colocaré mi manta junto al estanque. Es mi lugar favorito. A veces hay libélulas, y casi siempre hay ranas, pero a Nanny no le preocupan. Y cuando nos hayamos instalado cómodamente, me podrá contar de cuando se perdieron en medio de la niebla.

El sol calentaba y el cielo era azul. Sobre el estanque flotaba una libélula verde, como una llama oscilante. Janet vio estas cosas con los ojos de su cuerpo, pero con los ojos de su mente subió y tropezó en medio de la niebla, entre los guijarros de Darnach Law, con la mano de Ninian apoyada en su hombro, ayudándola a mantener el equilibrio.

La aguda voz de Stella repiqueteó:

– ¿No estaba Star allí?

– No. Tenía un resfriado. Mrs. Rutherford no la dejó salir.

– ¡Qué lástima!

– Ella no lo pensó así. Quedamos empapados. No hay nada que empape tanto como la niebla.

– A Star no le gustaba mojarse -dijo Stella, con una voz somnolienta; después, bostezó y se arrellanó entre los cojines-. A mí sí. A mí me gusta quedar empapada… y llegar a casa… y sentarme al lado de un fuego estupendo… y tomar… té… caliente… -su voz se fue haciendo más débil poco a poco.

Janet la observó y vio cómo se relajaba el rostro, ya dormido, con las mejillas suavemente redondeadas, los labios ligeramente separados y los párpados aún no cerrados del todo. Una vez desaparecida toda aquella incansable energía, tenía el aspecto de ser indefenso. Se preguntó si Stella estaría subiendo en sueños por Darnach Law.

Empezó a desear haber traído un libro. No había confiado en disponer de tiempo para leer, y ahora no quería molestarse en ir a buscarlo; además, Stella podía despertarse y encontrarse sola. Se dedicó a observar la libélula. Ahora se había detenido y colgaba inmóvil de una piedra bañada por el sol. No había visto una tan cerca… los ojos brillantes, las alas como de gasa, el cuerpo alargado, verde como una manzana, y todo aquel vibrante movimiento detenido.

Oyó unos pasos por el camino enlosado. Ninian Rutherford apareció por un hueco arqueado del seto y preguntó:

– ¿Estudiando la naturaleza?

Fue una voz extraordinariamente encantadora… apropiada para atraer a un pájaro desde su nido, como decía su vieja niñera escocesa. Había atraído a Janet en otra ocasión, pero ahora estaba armada para defenderse contra ella. ¿O no lo estaba? Levantó la mirada y se encontró con sus ojos sonrientes. Si había algo detrás de la sonrisa, desapareció antes de que ella pudiera estar segura. Podrían haberse encontrado ayer, separándose como los mejores amigos. El abismo de dos años tenía que ser ignorado.

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