Patricia Wentworth - El Estanque En Silencio

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Ninguna ley impide que una famosa actriz, con mucho dinero y algún que otro remordimiento, quiera sentirse acompañada en su vejez, tras retirarse de la escena. Pero el sentido común debiera de impedir que, a cambio de no estar solo, una vieja rica reuniera en una solitaria mansión rural a un conjunto de parientes parásitos dispuestos a quedarse en exclusiva con su herencia. Porque así pasa lo que pasa: se empieza con envidias, rivalidades y rencores y se termina por encontrar cadáveres flotando en el estanque de la finca.

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Janet no se apresuró. Siguió bajando con tranquilidad. Esta, supuso, sería Meriel, y todo lo que ella o cualquier otra persona sabía sobre Meriel era que Adriana Ford la había recogido en alguna parte. La miró y vio a una criatura delgada hasta el punto de parecer liviana, con masas de pelo recogido sobre un rostro artificialmente blanqueado, unos ojos oscuros tras unas pestañas aún más oscuras y unos labios pintados de escarlata. Llevaba puesto un vestido negro con un jersey ancho y mangas muy largas que descendían sobre las manos blancas y alargadas. Un collar de perlas le caía por el pecho. Janet creyó que eran auténticas. Desde luego, era muy difícil asegurarlo, pero, de todos modos, lo pensó. Cuando llegó al fondo de la escalera, los labios escarlata se abrieron para decir:

– Supongo que es usted Janet Johnstone.

Su voz era ronca y el tono agresivo.

Janet sonrió un instante y replicó:

– Y supongo que es usted Meriel Ford.

Los ojos negros relampaguearon.

– ¡Oh! Aquí todos somos Ford, y ninguno de nosotros tiene el menor derecho a llevar ese nombre. En realidad, tendría que ser Rutherford. Adriana sólo pensó que Ford sonaría mejor en el escenario. Adriana Ford, eso suena bastante bien, ¿no cree? Rutherford habría sido demasiado largo. Después, claro, cuando compró este lugar, todo se acopló maravillosamente. ¡Ford de la Casa Ford!-emitió una risa baja-. Y Geoffrey y Edna se adaptaron, así es que ahora todos somos Ford. ¿Ha visto ya a Adriana?

– Todavía no.

Meriel volvió a reír.

– Bueno, si hubiera venido hace un mes podría haberse pasado las dos semanas sin llegar a verla. Se ha portado así desde que tuvo aquel accidente en la primavera…, siempre en su habitación y viendo únicamente a las personas que le gustaban. Pero en los últimos días ha dado un cambio… Fue a la ciudad a ver a un médico y regresó con gran cantidad de ropa nueva y con todo preparado para empezar a recibir de nuevo, en gran escala. Desde entonces, ha estado bajando a comer con los demás, interesándose por todo. Pero creo que esta noche se va a quedar en su habitación… probablemente porque está usted aquí. No siempre le gustan los extraños. ¿Es usted una persona nerviosa?

– Creo que no.

Meriel la inspeccionó.

– No…, no tiene usted temperamento suficiente. De todos modos, Adriana no se preocupará por usted. Entre la gente con temperamento sólo puede haber odio o amor, ya sabe -los delgados hombros se encogieron-, En realidad, no importa que sea una cosa u otra. Es la emoción lo que cuenta. Cuando no se tienen emociones, lo mismo da estar muerta. Pero me temo que todo esto le va a parecer algo sin sentido.

– Sí, bastante -admitió Janet afablemente.

Echó a andar y cruzó el vestíbulo.

La cena estaba bien cocinada y fue bien servida. Simmons había sido un buen mayordomo. Conocía su trabajo y, dentro de los límites de su fortaleza, aún podía servir muy bien, con Joan Cuttle ayudándole, al fondo.

Geoffrey Ford llegó cuando la sopa ya estaba servida. Era un hombre de buen aspecto y pelo rubio, un poco venido a menos. Sus ojos recorrieron la figura de Janet con la actitud de un experto. Hubo un brillo de interés, casi inmediatamente apagado por una definitiva falta de respuesta. Le gustaba la mujer que pudiera devolverle mirada por mirada, pero aquí no había ninguna respuesta, ni señales detrás de aquellos párpados caídos. Cuando se dirigió a ella, tenía una mirada firme y una voz agradable, pero pensó que ni siquiera los celos de Edna podrían encontrar en Miss Janet Johnstone nada con que ser alimentados. Sintió indiferencia al llegar a esta conclusión.

Una vez concluida la cena, desapareció en el salón de fumar. Janet soportó dos horas de conversación con Edna, en un ambiente de música de jazz seleccionada por Meriel. En cuanto terminaba un programa, empezaba a mover los botones de la radio en busca de otra emisora europea con la misma música. A veces, los palpitantes ritmos no eran más que un susurro que surgía tras un estrépito de estaciones intrusas, otras veces resonaban con toda su fuerza y en otras ocasiones era como un desgarramiento heterodino que producía chillidos a través del compás. Pero fuerte o suave, claro o discorde, Edna no dejó descansar la aguja de su bordado y siguió hablando sobre la monotonía de la vida en el campo, la dificultad de conseguir servidumbre y de mantenerla una vez conseguida, y otros temas semejantes. Tenía mucho que decir sobre la educación de Stella.

– Se está haciendo mayor para tener una niñera y Nanny no encaja… en realidad, las niñeras casi nunca encajan. No les gusta a los Simmons, y ellos tampoco a ella. Siempre estoy con el temor de que se produzca un altercado entre ellos. Y no sé qué podría hacer si sucediera. Después está Joan. Una muchacha tan simpática, pero Nanny siempre la está criticando. A veces, siento mucho que haya esta clase de personas. Por Stella, ya sabe. Supongo que Star le habrá dicho que los Lenton tienen dos niñas pequeñas, y a veces también viene Jackie Trent. Su madre le tiene muy descuidado. Ella es viuda y una persona muy caprichosa. Vive en la casa de campo que está al otro lado de la iglesia y da clases hasta las cuatro. Y una prima de Mrs. Lenton ayuda en la casa y les enseña. No es lo bastante fuerte como para aceptar un trabajo, así es que todo resulta muy práctico. Sólo que, a veces, pienso que sería mejor si no lo fuera porque Star se vería obligada entonces a hacer algo con respecto a Stella. Ella estaría muchísimo mejor en la escuela.

Janet se sintió muy contenta cuando dieron las diez y Edna, doblando su trabajo de bordado, señaló que allí se levantaban muy temprano. Se llevó un libro a la cama, leyó durante una hora y durmió hasta las siete de la mañana.

Lo primero que vio cuando abrió los ojos fue a Stella, sentada con las piernas cruzadas en el extremo de la cama. Llevaba puesto un camisón azul, bordado con margaritas. Sus ojos estaban fijos en Janet, con una mirada que no parpadeaba.

– Pensaba que se despertaría. La gente se despierta cuando una la mira fijamente. Nanny no me dejaba despertarla… es muy estricta sobre ese punto. Una vez estuvo con un chico llamado Peter, y él solía subirse a su cama en cuanto amanecía. Ella le dijo una y otra vez que no lo hiciera, pero él siguió haciéndolo, así es que terminó por buscarse otro trabajo.

Estaban a punto de bajar para tomar el desayuno cuando alguien llamó a la puerta.

– ¡Adelante! -dijo Janet.

Entró entonces una mujer pequeña y regordeta, con una espesa mata de pelo gris y un aire activo.

– Buenos días, Miss Johnstone. Meeson es mi nombre, y Mrs. si lo prefiere. No es que alguna vez me haya gustado un hombre lo suficiente como para casarme con él, pero suena mejor, si comprende a lo que me refiero. Cuando una va entrando en años, como se dice… es mucho mejor que el simple Miss. Miss Ford le envía sus saludos y le encantaría que usted la -visitara cuando regrese de llevar a Stella a la vicaría.

Stella frunció el ceño.

– No quiero ir a la vicaría. Quiero quedarme aquí y ver a Adriana y que Janet me cuente cosas de Darnach.

Meeson le dio unos golpecitos en el hombro.

– No puedes hacer novillos. Y nada de esos juegos de gritos, por favor.

Stella dio un golpe en el suelo, con un pie.

– ¡No iba a gritar ahora! ¡Pero lo haré, si quiero!

– Bueno, yo no lo haría si estuviera en tu lugar -dijo Meeson con sencillez y a continuación, volviéndose hacia Janet, añadió-: ¿Le digo entonces a Miss Ford que irá a verla?

– ¡Oh, sí, desde luego!

La vicaría sólo estaba a unos cien metros después del final del camino de entrada a la casa, cómodamente situada al lado de la iglesia. Había una selva de rosales que casi ocultaban las paredes. Dos niñas pequeñas de pelo rubio miraban la puerta, en espera de Stella, y en cuanto Janet se dio media vuelta un niño de rostro pálido echó a correr para unirse a ellas. Pensó que tenía un aspecto algo desaseado. Había manchas en su jersey gris y un agujero donde unos puntos dados a tiempo habrían evitado que se hiciera tan grande.

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