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Fred Vargas: El ejército furioso

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Fred Vargas El ejército furioso

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El infalible comisario Adamsberg tendrá que enfrentarse a una terrorífica leyenda medieval normanda, la del Ejército Furioso: una horda de caballeros muertos vivientes que recorren los bosques tomándose la justicia por su mano… Una señora menuda, procedente de Normandía, espera a Adamsberg en la acera. No están citados, pero ella no quiere hablar con nadie más que con él. Una noche su hija vio al Ejército Furioso. Asesinos, ladrones, todos aquellos que no tienen la conciencia tranquila se sienten amenazados. Esta vieja leyenda será la señal de partida para una serie de asesinatos que se van a producir. Aunque el caso ocurre lejos de su circunscripción, Adamsberg acepta ir a investigar a ese pueblo aterrorizado por la superstición y los rumores. Ayudado por la gendarmería local, por su hijo Zerk y por sus colaboradores habituales, tratará de proteger de su macabro destino a las víctimas del Ejército Furioso.

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– Basta ya, comisario -intervino Bourlant-. Nada de lo que aquí se diga tiene valor.

– Lo sé, comandante -dijo Adamsberg sonriendo brevemente mientras empujaba a Veyrenc y Retancourt en la estela del rugoso oficial de Lisieux.

– Del águila ha caído el orgulloso retoño -murmuró Veyrenc-, / el loco que soñaba con ir al panteón.

Adamsberg echó una mirada a Veyrenc señalándole que no era momento para eso, igual que lo había hecho con Danglard cuando éste habló de Ricardo Corazón de León.

Capítulo 54

Lina no se había ido al trabajo, la casa Vendermot quedó revolucionada con el anuncio de la detención del capitán Émeri, representante de las fuerzas del orden. Un poco como si la iglesia de Ordebec se hubiera vuelto campanario abajo. Tras la lectura del informe de Adamsberg -que Veyrenc había redactado ampliamente-, el comandante Bourlant decidió alertar al juez, que a su vez ordenó la detención provisional. Nadie en Ordebec ignoraba que Louis Nicolas Émeri estaba en una celda en Lisieux.

Pero sobre todo, el conde había mandado llevar una carta solemne a la familia Vendermot, informándolos de la verdadera ascendencia de Hippolyte y Lina. Le había parecido menos degradante, explicó a Adamsberg, que los hijos se enteraran por él antes que por los rumores, que serían rápidos y dañinos, como siempre.

A su vuelta del castillo, Adamsberg los encontró errabundos en el comedor, a casi mediodía; yendo y viniendo como bolas de billar que se entrechocaran sobre un fieltro irregular; hablando de pie, dando vueltas alrededor de la mesa grande, que todavía estaba puesta.

La llegada de Adamsberg pareció pasar inadvertida. Martin iba majando algo con un mortero casi vacío, mientras Hippo, que normalmente era el amo de la casa, recorría la estancia deslizando el dedo por la pared, como para dibujar una línea invisible. Un juego de niños, se dijo Adamsberg. Hippo reconstruía su existencia, y eso le habría llevado mucho tiempo. Antonin vigilaba ansioso la marcha rápida de su hermano mayor, desplazándose constantemente para evitar que lo golpeara al pasar. Lina se obcecaba con una de las sillas a la que rascaba con la uña las desconchaduras de la pintura, con tal intensidad que se habría dicho que de ese nuevo trabajo dependía toda su vida. Sólo la madre estaba inmóvil, retraída en su sillón. Toda su postura, cabizbaja, con las enjutas piernas apretadas, los brazos alrededor del torso, proclamaba la vergüenza que la aplastaba y de la que no sabía cómo desprenderse. Ahora todos sabían que se había acostado con el conde, que había engañado al padre, y todo Ordebec iba a comentar el hecho hasta el infinito.

Sin saludar a nadie -pues pensaba que no eran capaces de oírlo-, Adamsberg fue primero hasta la madre y le dejó el ramo de flores sobre las rodillas. Lo cual, aparentemente, agravó su malestar. No era digna de que le regalaran flores. Adamsberg insistió, le cogió las manos una tras otra y las posó sobre los tallos. Luego se volvió hacia Martin.

– ¿Aceptarías hacernos un café?

Esa intervención, y el paso al tuteo, pareció cambiar el centro de la atención de la familia. Martin dejó el mortero y se dirigió hacia la cocina rascándose la cabeza. Adamsberg sacó él mismo los tazones del aparador y los dispuso en la mesa sucia, apartando unos platos en una esquina. Uno a uno, les pidió que se sentaran. Lina fue la última en aceptar y, una vez instalada, atacó con la uña las desconchaduras de la pintura de la pata de la silla. Adamsberg no creía tener ningún talento de psicólogo, y lo asaltaron unas breves ganas de salir corriendo. Cogió la cafetera de las manos de Martin y llenó todos los tazones, llevó uno a la madre, que lo rechazó con las manos todavía crispadas en el ramo. Tenía la sensación de no haber bebido nunca tanto café como allí. Hippo también rechazó el tazón y destapó una cerveza.

– Vuestra madre temía por vosotros -empezó Adamsberg-, y tenía cien veces razón.

Vio las miradas bajas. Todos inclinaban la cabeza hacia el suelo, como si se recogieran para una misa.

– Si ninguno de vosotros es capaz de defenderla, ¿quién lo va a hacer?

Martin alargó la mano hacia el mortero, pero se retuvo.

– El conde la salvó de la locura -aventuró Adamsberg-. Ninguno de vosotros puede imaginar el infierno que vivía. Valleray os protegió a todos, eso se lo debéis. Impidió que Hippo acabara con un disparo de fusil, como el perro. Eso también se lo debéis. Con él, vuestra madre os puso a salvo a todos. Ella sola no podía hacerlo. Hizo su trabajo de madre, eso es todo.

Adamsberg no estaba seguro de lo que acababa de decir, de si la madre se habría vuelto loca o no, de si el padre habría disparado a Hippolyte, pero no era momento para una exposición detallada.

– ¿Fue el conde quien mató a padre? -preguntó Hippo.

Ruptura del silencio por el cabeza de familia, era buena señal. Adamsberg se sintió aliviado, aunque lamentó no tener a mano un cigarrillo de Zerk o de Veyrenc.

– No. Quién mató a padre es algo que no sabremos nunca. Herbier, quizá.

– Sí, es posible -intervino Lina con viveza-. Había habido una escena violenta la semana anterior. Herbier pedía dinero a mi padre. Gritaban mucho.

– Claro -dijo Antonin abriendo por fin los ojos-. Herbier debía de saber lo de Hippo y Lina, debió de hacer chantaje a Vendermot. Padre nunca habría soportado que todo Ordebec se enterara.

– Pero, entonces -objetó Hippo-, sería padre quien habría matado a Herbier.

– Sí -dijo Lina-, por eso era su hacha. Padre intentó matar a Herbier, pero el otro le pudo.

– De todos modos -confirmó Martin-, si Lina vio a Herbier en el Ejército Furioso, es que había cometido algún crimen. Lo de Mortembot y Glayeux se sabía; lo de Herbier, no.

– Eso es -concluyó Hippo-. Herbier partió la cabeza a padre.

– Seguramente -aprobó Adamsberg-. Así todos los cabos quedan atados, todo queda acabado.

– ¿Por qué dice que mi madre tenía razones para tener miedo? -preguntó Antonin-. Émeri no nos ha matado a nosotros.

– Pero iba a mataros a vosotros. Era su objetivo final: asesinar a Hippo y Lina, y hacer que la responsabilidad recayera en un habitante cualquiera de Ordebec enloquecido de miedo por las muertes provocadas por el Ejército Furioso.

– Como en 1777.

– Exactamente. Pero la muerte del vizconde lo atrasó todo. También fue Émeri quien lo empujó por la ventana. Pero ya se acabó -dijo volviéndose hacia la madre, cuyo rostro parecía alzarse, como si, una vez enunciados y hasta defendidos sus actos, pudiera por fin salir un poco de su estupor-. El tiempo del miedo se acabó -insistió-. Se acabó también la maldición del clan Vendermot. La matanza habrá tenido al menos este efecto positivo: se sabrá que ninguno de vosotros era el asesino y que todos vosotros erais las víctimas.

– Y ya no impresionaremos a nadie -dijo Hippo con una sonrisa de decepción.

– Lástima quizá -dijo Adamsberg-. Te conviertes en un hombre de cinco dedos.

– Menos mal que mamá se quedó con los dedos cortados -suspiró Antonin.

Adamsberg pasó todavía una hora con ellos antes de despedirse, echando una última mirada a Lina. Antes de salir, puso las manos sobre los hombros de la madre y le pidió que lo acompañara hasta el camino. Intimidada, la mujer menuda dejó las flores y cogió un barreño, diciendo que aprovecharía para recoger la ropa tendida.

A lo largo de la cuerda atada a dos manzanos, Adamsberg ayudaba a la madre a desprender la ropa seca y echarla doblada en el barreño. No veía ningún modo delicado de abordar el tema.

– Herbier podría haber matado a su marido -dijo en voz baja-, ¿qué opina usted de eso?

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