Matthew Pearl - La Sombra de Poe

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Baltimore, 1849. El cuerpo de Edgar Allan Poe es enterrado en una tumba sin nombre. El público, la prensa y la propia familia del célebre autor asumen su condición de borracho con un patético final. Pero un apasionado admirador, un joven abogado llamado Quentin Clark, decide arriesgarlo todo para restituir el buen nombre de Poe, descubrir el misterio que rodea sus últimos días y descifrar las extrañas circunstancias de su muerte.
Inspirado por los relatos de Poe, Clark intenta encontrar al único hombre que puede resolver este extraño caso: la persona en la que se basó Poe para crear al infalible detective C. Auguste Dupin. Con la aparición de dos candidatos comienza una competición sin igual para desentrañar la muerte de Poe y demostrar quién es el «verdadero» Dupin. Clark se verá envuelto en un duelo de inteligencias, un torbellino de misterio y literatura del que sólo podrá escapar investigando.

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El discurso del oficial continuó, y mientras hablaba interminablemente, dirigí una mirada nerviosa por la ventana. Mis ojos siguieron a Neilson Poe y a Henry Herring hasta un carruaje. Cuando se Abrió la portezuela, vi a una mujer pequeña pero proporcionada «guardando en el interior. Neilson Poe montó y se colocó al lado de pila. Sólo necesité un momento para advertir que su aspecto me resultaba misteriosamente familiar. En otro momento, recordé, con un escalofrío que me llegó a los huesos, dónde la había visto o, más bien, dónde había visto a una mujer parecida a ella. Era casi una doble, una gemela del joven amor fenecido de Edgar Poe, Virginia. Por lo que a mí respecta, ella era Virginia, ¡la querida Sissy de Poe!

Recordando el semblante de Sissy Poe, captado a las pocas horas días su muerte, se grabaron en mi mente algunos versos del propio Edgar Poe.

Hila, la bella y bien plantada, que ahora yace profundamente,

con la vida en la dorada cabellera, pero no en los ojos.

La vida todavía allí, en la cabellera; la muerte en los ojos.

Pero ¡alto! No puedo creerlo. En la descripción de la hermosa muchacha llamada Lenore en su lecho de muerte -«que ahora yace profundamente»-, Poe emplea las mismas dos palabras finales de advertencia del fantasma. No es prudente entrometerse en ciertos asuntos e ir propalando ruines mentiras. ¡Después de todo, la advertencia había tenido que ver con Poe! ¡Ruines mentiras! [4]

Me asomé a la ventana y observé cómo el carruaje desaparecía sin más.

El oficial White suspiró.

– Admita usted, señor Clark, que aquí no hay nada más que hacer. ¡Le ruego que olvide esas preocupaciones! Al parecer se siente usted inclinado a atribuir algo especial a sucesos de lo más corriente. ¿Está usted casado, señor Clark?

Ante esta pregunta mi atención volvió a centrarse en el oficial. Dudé.

– Me casaré pronto.

Rompió a reír, como quien sabe de qué va el asunto.

– Bueno. Tendrá mucho de qué ocuparse sin necesidad de pensar en este desdichado caso; de lo contrario, su enamorada acabará rompiendo el compromiso.

Si la página en blanco que tenía ante mí reflejara cabalmente mis sentimientos, describiría el desaliento que se apoderó de mí tras aquel episodio. Permanecía sentado ante la ventana empañada por la niebla, observando el ordenado éxodo del personal que salía de las oficinas situadas alrededor de la nuestra. Continué allí cuando Peter ya se había ido. Debía haberme sentido a gusto. Hice cuanto pude. Incluso hablar con la policía. No me quedaba más por intentar. Un manto de rutina parecía extenderse ante mí.

Los días transcurrían así. Caí en un estado de ennui, extremo hasta la desesperación que ninguna de las amenidades sociales era capaz de aliviar. Entonces llamaron a la puerta y me entregaron una carta. Se trataba de un mensajero enviado por el ateneo, donde el empleado de la sala de lectura, al no verme durante algún tiempo, decidió mandarme unos recortes de periódicos que habían llegado a sus manos. Recortes de varios años antes, entre los que destacaban algunos que aludían a Poe, y el empleado, recordando sin duda mis indagaciones, pensó remitírmelos acompañados de una carta.

Uno de los recortes reclamó toda mi atención.

Piensen en ello.

Había estado allí todo el tiempo.

Capítulo 5

16 de septiembre de 1844

Nuestro periódico ha sido informado por una dama amiga del brillante y errático escritor Edgar A. Poe, de que el ingenioso héroe del señor Poe, C. Auguste Dupin, está claramente inspirado en una personalidad real, con la que comparte nombre y proezas, conocida por su gran capacidad de análisis. Ese respetado caballero es ampliamente conocido en París, cuya policía con frecuencia requiere su colaboración en casos aún más confusos que los descritos por el señor Poe en sus extraños relatos protagonizados por el señor Dupin, De ellos, «La carta robada» constituye la tercera entrega (aunque los editores esperan que a ella sigan otras). Nos preguntamos cuántos miles de casos apremiantes planteados en los últimos años en nuestro propio país hubiera podido resolver, sin esfuerzo, este auténtico genio parisiense. Y cuántos resolvería de los que van a surgir.

Capítulo 6

Mientras sostenía en las manos el recorte, experimenté un inexpresable dilema en mi interior y en relación a cuanto me rodeaba. Me sentía embargado por la emoción.

Pocos minutos después de que el mensajero del ateneo saliera de mi despacho, Peter irrumpió con un montón de documentos.

– ¿Cómo es que se te ve tan nervioso, Quentin? -preguntó.

Creo que se trató de una mera pregunta retórica, pero yo estaba tan entusiasmado que le respondí:

– ¡Compruébalo por ti mismo, Peter! El empleado del ateneo me lo ha enviado junto con otros artículos.

No sé por qué no me contuve. Quizá porque las consecuencias ya no me importaban.

Peter leyó el recorte despacio, y su rostro se ensombreció.

– ¿Qué es esto? -inquirió, apretando los dientes.

No puedo dejar de comprender la reacción que siguió. Al fin y al cabo teníamos una vista en el palacio de justicia a la mañana siguiente. Peter había estado moviéndose por el despacho, preparando el caso frenéticamente, hasta el preciso momento en que entró. Imaginen cómo encontró a su socio. ¿Estudiando documentos para el juicio de nuestro cliente? ¿Comprobando por última vez si había errores? No.

– Hay un Dupin real en París… Quiero decir el personaje de Poe, un genio de la investigación -expliqué-. Muy famoso en la región de París. ¿Lo ves? Es un milagro.

Arrojó el recorte sobre mi mesa.

– ¿Poe? ¿Es eso lo que has estado haciendo todo el día?

– Peter, debo averiguar quién es esa persona a la que se refiere ti artículo y traerla aquí. Tenías razón cuando dijiste que yo no podía hacer el trabajo solo. Él puede hacerlo.

En mi anaquel había una edición de los Cuentos, de Poe. Peter Agarró el libro y lo agitó ante mi rostro.

– ¡Yo pensaba que habías terminado con esa locura de Poe, Quentin!

– Peter, si este hombre existe, si un hombre con una mente tan extraordinaria como C. Auguste Dupin realmente está allí, entonces podré cumplir mi promesa a Poe. ¡Poe me ha estado diciendo todo este tiempo cómo hacerlo, a través de las páginas de sus propios relatos! El nombre de Poe debe ser rehabilitado. Rescatado de una eternidad de injusticia.

Peter se dispuso a tomar de nuevo el recorte de periódico, pero yo se lo quité de la mano, lo doblé y me lo guardé en el bolsillo.

Pareció angustiado por eso. Una de las enormes manos de Peter avanzó como para agarrar algo, como si necesitara ahogar algo, siquiera el aire. Con la otra mano, arrojó directamente el libro de Poe a la chimenea, cuyas llamas habían sido avivadas por uno de los escribientes apenas media hora antes, hasta convertirse en un agradable luego.

– ¡Ahí! -dijo.

La chimenea chisporroteó con su sacrificio. Creo que Peter lamentó al instante su precipitada acción, pues la fiereza de su semblante derivó hacia la tristeza en cuanto las llamas alcanzaron las páginas del libro. Menos mal que no era uno de los volúmenes que yo apreciaba por su encuadernación o por algún apego sentimental concreto. No era el ejemplar que me había dedicado a leer en los diarios tranquilos que siguieron al telegrama que me comunicaba la muerte de mis padres.

Pero, sin pensarlo, con la rapidez de movimientos que siempre manifesté, alcancé el libro y lo saqué. Permanecí de pie en mitad de la habitación, con el libro en llamas en la mano. La manga se convirtió también en un anillo ardiendo a la altura del puño. Pero me mantuve resueltamente en el mismo lugar mientras Peter pestañeaba, con una mirada de indefensión en sus ojos muy abiertos, que brillaban al fuego. Por fin se hizo cargo de lo que estaba viendo: a su socio agarrando un libro en llamas, mientras éstas empezaban a rodear su brazo. Resultaba extraño que cuanto más desvarío reflejaba su expresión, más tranquilo me mostraba yo. No podía recordar haberme sentido alguna vez tan fuerte, tan decidido en mi propósito como en aquel preciso momento. Ahora sabía lo que necesitaba hacer.

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