– Yo diría que ha sido lo segundo.
Brunetti no trató de sonsacarlo sino que se limitó a esperar a que continuara.
– No he examinado todo el cuerpo -dijo Guerriero-. Sólo los brazos. Hay muchas marcas antiguas pero ninguna reciente. Si se hubiera inyectado heroína últimamente, se hubiera pinchado en los brazos. Los adictos usan siempre el mismo sitio. Yo diría que hacía un par de meses que lo había dejado.
– ¿Y volvió?
– Eso parece. Podré decirle más cuando lo haya examinado.
– Gracias, dottore -dijo Brunetti-. ¿Se lo llevarán ahora?
– Sí, he dicho que lo metan en una bolsa. Con las ventanas abiertas esto empezará a despejarse pronto.
– Bien. Muchas gracias.
Guerriero levantó una mano en respuesta.
– ¿Cuándo podrá hacer la autopsia? -preguntó Brunetti.
– Seguramente, mañana por la mañana. Ahora hay bastante calma en el hospital. Es curioso, pero en primavera muere menos gente. He dejado la cartera y lo que tenía en los bolsillos en la mesa de la cocina -terminó Guerriero, guardando la mascarilla en el maletín.
– Gracias. ¿Me llamará cuando sepa algo?
– Desde luego. -Guerriero estrechó la mano al comisario y se fue.
Durante su breve conversación, Brunetti había oído ruidos en la cocina. Cuando Guerriero se marchó, los dos ayudantes aparecieron con la camilla, ahora desplegada y cargada con la abultada bolsa. Brunetti hizo un esfuerzo para no pensar en cómo tendrían que manipular la carga para bajarla por aquella escalera tan estrecha y retorcida. Los dos movieron la cabeza de arriba abajo en señal de saludo pero no se pararon.
Mientras por la escalera abajo se alejaban los sonidos que acompañaban su partida, Brunetti volvió a la cocina.
El más alto de los dos técnicos -Brunetti creía recordar que se llamaba Santini, pero no estaba seguro- dijo levantando la cara:
– Aquí no hay nada, comisario.
– ¿Han visto los papeles? -preguntó Brunetti señalando la cartera y el montoncito de papeles arrugados y monedas que estaban en la mesa.
El compañero de Santini contestó por él:
– No, señor. Pensamos que preferiría hacerlo usted.
– ¿Cuántas habitaciones más hay? -preguntó Brunetti.
Santini señaló hacia la parte posterior del apartamento.
– Sólo el baño. Debía de dormir en el sofá de ahí fuera.
– ¿Algo en el baño?
Santini dejó que contestara el otro.
– No, señor. Ni una aguja. Sólo las cosas normales que suele haber en un cuarto de baño: aspirinas, crema de afeitar, un paquete de maquinillas de plástico; nada de artilugios para drogarse.
A Brunetti le pareció interesante ese comentario del técnico y preguntó:
– ¿Qué deducción haría usted?
– Yo diría que el chico estaba limpio -respondió el hombre sin vacilar. Brunetti miró a Santini, que asentía a las palabras de su compañero. El otro prosiguió-: Nosotros vemos a muchos chicos de ésos, y la mayoría están hechos una lástima. Llagas por todo el cuerpo, no sólo en los brazos. -Levantó una mano y la agitó varias veces, como para ahuyentar el recuerdo de los cuerpos jóvenes que se habían comprado la muerte con la droga-. Pero éste no tenía otras marcas recientes. -Todos callaron durante un rato.
Finalmente, Santini preguntó:
– ¿Algo más, comisario?
– Nada, gracias. -Brunetti observó que los dos hombres se habían quitado las mascarillas y que el olor era ahora más débil incluso allí, donde había estado el cadáver durante nadie sabía cuánto tiempo-. Vayan a tomar un café. Yo echaré un vistazo a todo eso -dijo señalando con un ademán la cartera y los papeles-. Luego cerraré y bajaré a reunirme con ustedes.
Ninguno hizo objeciones. Cuando se fueron, Brunetti tomó la cartera y sopló el fino polvo gris que la cubría. En el interior había cincuenta y siete mil liras, más dos mil setecientas en monedas que estaban encima de la mesa, donde alguien las había dejado después de sacarlas de los bolsillos de Marco. Encontró también la carta d'identità de Marco, en la que constaba su fecha de nacimiento. Con un movimiento súbito, se echó en la palma de la mano todas las monedas y el papel y las guardó en el bolsillo de su chaqueta. Había visto un juego de llaves en la mesa, junto a la puerta de entrada. Después de comprobar todas las persianas, las cerró, lo mismo que las ventanas. Luego echó la llave a la puerta del apartamento y bajó la escalera.
En la calle, Vianello estaba al lado de un anciano, con la cabeza inclinada para oír lo que le decía. Al ver salir a Brunetti, dio unas palmadas en el brazo al viejo y se apartó de él. Cuando se acercaba Brunetti, Vianello movió la cabeza negativamente.
– Nadie ha visto nada. Nadie sabe nada.
Con Vianello y los técnicos del laboratorio, Brunetti volvió a la questura en la lancha de la policía, confiando en que el viento disipara el olor que traían consigo del apartamento. Nadie decía nada, pero Brunetti sabía que no se sentiría completamente limpio hasta que se quitara todo lo que llevaba puesto aquel día y estuviera un buen rato debajo de la ducha. A pesar del primer calor de aquella primavera avanzada, le apetecía el contacto del agua caliente y el roce áspero del guante de crin en cada centímetro de piel.
Los técnicos llevaban a la questura los útiles de la muerte de Marco y, aunque no confiaban en encontrar un segundo juego de huellas en la jeringuilla, cabía la posibilidad de que la bolsa de plástico que el chico había dejado en la mesa les proporcionara algo, aunque no fuera más que un fragmento, que coincidiera con huellas que tuvieran archivadas.
Al llegar a la questura, el piloto hizo una aproximación muy rápida y la lancha topó con el embarcadero, haciendo tambalearse a los hombres que estaban en cubierta. Uno de los técnicos tuvo que agarrarse al hombro de Brunetti para no caer por las escaleras de la cabina. El piloto paró el motor, saltó a tierra con el cabo para amarrar la lancha al embarcadero y simuló concentrarse en la operación de hacer los nudos. Sin una palabra, Brunetti saltó de la lancha y entró en la questura seguido por los otros.
Brunetti fue directamente al despachito de la signorina Elettra. Cuando entró, ella estaba hablando por teléfono y, al verlo, levantó una mano para indicarle que esperase. Él se acercó despacio, temiendo llevar consigo el terrible hedor que aún le impregnaba, si no la ropa, por lo menos, la mente. Vio que la ventana estaba abierta y se acercó a ella, parándose junto a un gran ramo de azucenas que despedían aquel olor empalagoso que él siempre había aborrecido.
Al notar su desazón, la signorina Elettra lo miró, apartó el auricular y agitó una mano en un gesto de irritación con su interlocutor. Se acercó el auricular y murmuró varias veces «sí», sin dejar que la impaciencia le llegara a la voz. Al cabo de un minuto, volvió a apartar el aparato, luego se lo acercó bruscamente, dijo «gracias» y «adiós», y colgó.
– Y toda esa historia, para decir que esta noche no vendrá -fue toda la explicación que brindó. No era mucho, aunque lo suficiente como para que Brunetti se sintiera intrigado por el qué y el dónde. Y el quién. No dijo nada.
– ¿Qué tal? -preguntó ella.
– Mal -respondió Brunetti-. Veinte años. Nadie sabía cuánto tiempo llevaba allí.
– Y con este calor -dijo ella en tono de conmiseración.
Brunetti asintió.
– Droga. Sobredosis.
Ella cerró los ojos, dejó pasar un momento y dijo:
– He preguntado a varios conocidos y todos dicen lo mismo, que Venecia es un mercado muy pequeño para la droga. -Hizo una pausa y prosiguió-: Pero tiene que ser lo bastante grande como para que alguien haya vendido a ese chico lo que lo ha matado. -A Brunetti se le hizo extraño oírla llamar «chico» a Marco, cuando ella misma tendría apenas diez años más.
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