Donna Leon - Líbranos del bien

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Tres hombres, entre ellos un carabiniere, irrumpen en el apartamento de un pediatra en plena noche, lo atacan y se llevan a su hijo de dieciocho meses. ¿Qué ha motivado un ataque tan violento por parte de las fuerzas del orden? Cuando el comisario Brunetti es convocado al hospital en que ingresa la víctima del cruel asalto, deberá enfrentarse a más preguntas que respuestas. Sl mismo tiempo, el inspector Viaenllo descubre una estafa que implica a los farmacéuticos y médicos de Venecia. Y tras la estafa… algo más que dinero. Líbranos del bien, el decimosexto caso protagonizado por el cominsario Brunetti, el más negro y el primero sin crimen, urde dos tramas paralelas en torno a tráfico ilegal de menores para la adopción y a un dilema médico. Con el ingenio y la lucidez habitual en ella, Donna Leon demuestra que el camino del Infierno puede estar sembrado de buenas intenciones.

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También tenía acceso a orfanatos: esos niños precisan tanta atención médica como los que viven con sus padres, o más. Brunetti sabía que Vianello se había criado con huérfanos: su madre se había hecho cargo de los hijos de una amiga, para impedir que fueran a un orfanato, por el atávico horror que estas instituciones inspiraban a la generación de sus padres. Sin duda, ahora las cosas eran distintas, con la intervención de los servicios sociales y los psicólogos infantiles. Pero Brunetti tuvo que reconocer que no sabía cuántos orfanatos existían en el país, ni dónde estaban.

Recordó los primeros años de su matrimonio, cuando la universidad asignó a Paola un curso sobre Dickens y él, con la solidaridad de un marido nuevo, había leído con ella todas aquellas novelas. Aún se estremecía al recordar el orfanato al que envían a Oliver Twist, o aquel pasaje de Grandes esperanzas que le heló la sangre, cuando la señora Joe sentencia que a los niños hay que educarlos «con la mano», expresión que ni él ni Paola se atrevían a descifrar y que los sobrecogía a ambos.

Pero Dickens escribía sus novelas hacía casi dos siglos, una época en que las familias eran mucho más numerosas que las de ahora. Sin ir más lejos, sus propios padres tenían seis hermanos cada uno. «¿Se procura tratar mejor a los niños ahora que están escasos?», se preguntó.

De pronto, Brunetti se llevó la mano derecha a la frente, con un involuntario ademán de sorpresa. No se había formulado acusación alguna contra el dottor Pedrolli, ni Brunetti había visto pruebas y, no obstante, ya daba por descontado que el hombre era culpable, por la sola palabra de un capitán calzado con botas de montar.

Interrumpió sus pensamientos la aparición de Vianello, por el extremo del corredor. El inspector se acercó, se sentó a su lado y le dijo:

– Me alegro de que aún estés aquí.

– ¿Qué sucede? -preguntó Brunetti, que también se alegraba de ver al inspector.

En voz baja, Vianello empezó su explicación.

– Yo hacía el turno de noche con Riverre cuando se recibió la llamada. No entendía nada -dijo, tratando en vano de ahogar un bostezo. El inspector inclinó el cuerpo hacia adelante, apoyó los codos en las rodillas y volvió la cara hacia Brunetti-. Llamaba una mujer que decía que había hombres armados delante de una casa de San Marco. Por La Fenice, calle Venier, cerca de las viejas oficinas de la Carive. *Enviamos a una patrulla, pero cuando llegó los hombres ya se habían ido y alguien gritó desde una ventana que eran carabinieri y que habían llevado a un herido al hospital. -Miró a Brunetti, para ver si le seguía y continuó-: Los de la patrulla, nuestros hombres, me llamaron, me dijeron todo eso y también que el herido era un médico. Yo decidí venir a ver qué pasaba, y un imbécil de capitán, ¡con botas de montar, nada menos!, me dijo que el caso era suyo y que no me metiera. -Brunetti pasó por alto el insulto del inspector a un oficial-. Por eso te he llamado.

El inspector calló y Brunetti preguntó:

– ¿Qué más puedes decirme?

– Después de llamarte, me he quedado esperando un rato. Cuando ha llegado el neurólogo he tratado de hablar con él para decirle lo ocurrido, pero entonces ha salido de la habitación el fantoche de las botas, y el médico ha entrado a ver al paciente. Yo he bajado a la lancha y he estado hablando con uno de los carabinieri que lo han traído. Me ha dicho que la unidad que ha hecho el arresto es de Verona, pero el de las botas está destinado aquí. Es de Pordenone o de por ahí y lleva unos seis meses en Venecia. Y cuando han entrado en la casa a arrestar a ese médico ha habido problemas. Él ha ido a atacar a uno de los hombres, se ha caído y, al ver que no se levantaba, su esposa se ha puesto a chillar y ellos lo han traído al hospital para que los médicos lo examinaran.

– ¿Te ha hablado de un niño? -preguntó Brunetti.

– No. Nada de eso -respondió Vianello, desconcertado-. El hombre no parecía querer decir mucho, ni yo sabía qué preguntar. Sólo deseaba averiguar qué le había pasado a ese médico, cómo se había lesionado.

En pocas palabras, Brunetti refirió a Vianello lo que Marvilli le había dicho de la redada, el objetivo y el resultado. Vianello murmuró unas palabras entre dientes y a Brunetti le pareció oír «agredido».

– ¿No crees que se haya caído? -preguntó Brunetti, recordando lo que había dicho la dottoressa Cardinale.

Vianello expulsó bruscamente el aliento con un estallido de incredulidad.

– No, a menos que tropezara con las espuelas del capitán cuando lo han sacado de la cama. Lo han traído desnudo. O, por lo menos, eso me ha dicho una de las enfermeras de abajo. Envuelto en una manta, pero desnudo.

– ¿Y eso? -preguntó Brunetti.

– Un hombre, sin la ropa, no es más que medio hombre -dijo Vianello-. Un hombre desnudo no atacaría a un hombre armado -dedujo, erróneamente en este caso.

– Dos hombres armados, según creo -observó Brunetti.

– Exactamente -dijo Vianello, firme en su convicción.

– Sí -admitió Brunetti, y levantó la mirada al oír pasos en el corredor. Marvilli se acercaba. Mirando a Vianello, pero dirigiéndose a Brunetti, el capitán dijo:

– Veo que su sargento está explicándole lo sucedido.

Vianello fue a decir algo, pero Brunetti se lo impidió poniéndose en pie y dando un paso hacia Marvilli.

– El inspector me dice lo que le han dicho, capitán -respondió Brunetti con sonrisa pronta, y agregó-: Que no es forzosamente lo mismo.

A lo que Marvilli replicó al instante:

– Eso depende de con quién haya hablado, supongo.

– Estoy seguro de que al fin alguien nos dirá la verdad -concluyó Brunetti, que se preguntaba si Marvilli no estaría tan nervioso a causa del café.

La respuesta de Marvilli quedó cortada al abrirse la puerta de la habitación de Pedrolli. Salió un hombre de mediana edad cuya cara resultaba vagamente familiar a Brunetti. Vestía chaqueta deportiva de tweed, jersey amarillo pálido y pantalón vaquero. El hombre tenía la cara vuelta hacia el interior de la habitación y, levantando una mano, señaló al pasillo y dijo con voz amenazadora, sin apartar la mirada de algo o, según parecía ahora, de alguien:

– Fuera.

Un hombre mucho más joven, que vestía uniforme de camuflaje y portaba un fusil ametralladora, apareció en la puerta. Se detuvo, con la cara crispada por la confusión, miró hacia el extremo del pasillo y fue a decir algo.

El capitán agitó una mano para imponer silencio y, con un movimiento de la cabeza, le ordenó salir de la habitación. El joven salió al pasillo y se acercó a Marvilli, pero el capitán repitió el gesto, ahora con impaciencia, y el joven pasó por delante de él y siguió pasillo adelante. Ellos se quedaron escuchando el ruido de sus pasos que se alejaban.

Cuando se hizo el silencio, el médico cerró la puerta y se acercó. Al reconocer a Vianello movió la cabeza de arriba abajo, miró a Marvilli y le preguntó:

– ¿Es usted el que está al mando? -Su tono era francamente agresivo.

– Sí -respondió Marvilli, y Brunetti notó cómo se esforzaba en mantener la voz tranquila-. ¿Puedo preguntar quién es usted? ¿Y por qué pregunta?

– Porque soy médico y ahí dentro tengo a un paciente que ha sido víctima de una agresión y, como usted es oficial de carabinieri y supongo que sabe lo ocurrido, quiero denunciar el hecho, y denunciarlo como delito.

– ¿Una agresión? -preguntó Marvilli con fingida curiosidad-. Su paciente ha atacado a dos de mis hombres y a uno le ha roto la nariz. Así que, si ha habido agresión, el denunciado será él.

El médico miró a Marvilli con desdén y, sin molestarse en impedir que este sentimiento sonara en su voz, dijo:

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