Donna Leon - Veneno de Cristal

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¿Qué amenaza se cierne sobre las aguas de la laguna de Venecia? La aparición de un hombre muerto frente a uno de los hornos de fundición de una fábrica de cristal de Murano implicará al comisario Brunetti en una asombrosa trama en la que se mezclan la corrupción política y los delitos ecológicos. La víctima ha dejado pistas en un ejemplar de un libro de Dante, y Brunetti deberá adentrarse en el Infierno para descubrir quién es el autor del crimen y qué intereses ocultos se mueven en la isla de Murano.
Navegando por Venecia, caminando por callejones estrechos y en bares sombríos, Donna Leon nos descubre esa Venecia casi legendaria donde cualquier misterio es posible. Veneno de cristal es una obra fascinante, la mejor Donna Leon en su intriga más inteligente.
«Donna Leon tiene una capacidad maravillosa para captar los males que se esconden detrás de la fachada de la ciudad mágica», The Times.
«Donna Leon es una de las más interesantes damas del crimen», Manuel Rodríguez Rivero, El País.
«Una de las series de detectives más exquisitas e inteligentes jamás escritas», The Washington Post.
«Una de las mejores y más populares escritoras policíacas de nuestros días», El Mundo.

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Alguien había dejado una copa vacía encima de la tercera vitrina, y Brunetti la quitó, molesto. La hez casi arenosa del vino tinto creaba un feo contraste con la exquisita delicadeza de las piezas de vidrio.

En la siguiente vitrina había tres de los jarrones en forma de flor reproducidos en la invitación, en pálidos tonos pastel. Brunetti los encontró más pequeños de lo que esperaba. Y la ejecución, menos cuidada: lo que debían figurar pétalos eran muy gruesos, más gruesos de lo que él sabía que un buen maestro podía conseguir. En otra vitrina había otros tres jarrones, de colores más oscuros. El trabajo seguía dejando que desear, y él pasó rápidamente a la siguiente vitrina.

Estos otros jarrones eran cilíndricos y esbeltos, con un borde muy delicado, como el que hubieran debido tener los otros, pensó Brunetti. Tenían alturas y diámetros distintos, pero cada uno estaba perfectamente proporcionado. La última vitrina contenía piezas de formas caprichosas: no se asemejaban a nada ni tenían utilidad aparente, parecían ser poco más que volutas, espirales de vidrio, en las que cada curva se fundía en otra de un color ligeramente más claro o más oscuro.

– ¿Le gustan? -preguntó a Brunetti una joven.

Él apartó la mirada de los objetos de la última vitrina, sonrió y dijo:

– Sí. Creo que sí.

Volvió a mirar los objetos atentamente y dio la vuelta a la vitrina para verlos con otra perspectiva. Ahora parecían completamente distintos, y él dudaba de poder reconocerlos desde este lado, a pesar de que acababa de contemplarlos desde el otro.

Cuando levantó la mirada, la joven había vuelto con una copa de prosecco en cada mano. Le ofreció una, que él aceptó con una sonrisa y una inclinación de cabeza. Como ahora tenía dos copas, se agachó y dejó la vacía en el suelo, al lado de la pared. Bebió un sorbo.

– ¿Le gusta? -preguntó ella, dejándole en la duda de si se refería al vino o a la exposición.

– El vino es excelente -dijo él, y era verdad: para lo que se acostumbraba en esta clase de actos, era bueno; generalmente, se servía vino de garrafa, y en vasitos de plástico, en lugar de la fina copa de cristal que él tenía en la mano.

– ¿Y esas cosas?

– Pues me parece que me parecen bonitas -dijo él, y bebió otro sorbo.

– ¿Sólo le parece que le parecen?

– Sí -se reafirmó Brunetti-. Son muy distintas de lo que estoy acostumbrado a ver y, antes de pronunciarme, necesito pensarlo.

– ¿Usted tiene que pensar acerca de todo lo que ve? -preguntó la mujer, que parecía sorprendida.

Aparentaba poco menos de treinta años, tenía un acento levemente romano y una nariz que sugería la misma procedencia. Sus ojos eran oscuros y estaban limpios de maquillaje, pero llevaba los labios pintados de color granate.

– Es por mi trabajo -dijo él-. Soy policía.

No sabía qué espíritu perverso le había impulsado a revelarlo. Quizá fuera el deseo de excluirse de aquella concurrencia, quizá la presencia de la professoressa Amadori y su marido, la clase de académicos engreídos que había tenido que soportar durante sus años de universidad.

Bebió otro sorbo de prosecco y preguntó:

– ¿Y usted a qué se dedica?

– Doy clases en la universidad -dijo ella.

Paola nunca había mencionado a nadie como ella, pero no tenía nada de particular: cuando hablaba de su trabajo, Paola solía referirse a los libros más que a los colegas.

– ¿Clases de qué? -preguntó Brunetti de un modo que esperaba que resultara amistoso.

– Matemáticas Aplicadas -sonrió ella, y añadió-: pero no hace falta que pregunte. Yo lo encuentro interesante, a pesar de que a la mayoría de la gente no se lo parece.

Él la creyó y se sintió dispensado de la obligación de tener que mostrar interés por cortesía. Señalando las dos hileras de vitrinas con la copa, preguntó:

– ¿Y esas cosas? ¿Le gustan?

– Las piezas rectangulares, sí -dijo ella-, y éstas, sobre todo, las últimas. Las encuentro muy… muy plácidas, aunque no sé por qué lo digo.

Brunetti estuvo hablando con la mujer unos minutos más y, al ver que tenía la copa vacía, se excusó y fue al bar. Buscó a Paola y la vio al otro lado de la sala, hablando con un hombre en el que, si lo hubiera visto de espaldas, quizá habría reconocido al profesor Amadori. Lo fuera o no, Brunetti supo interpretar la expresión de Paola y cruzó la sala para ponerse a su lado.

– Ah -dijo ella cuando él se acercaba-, ahí viene mi marido. Guido, el profesor Amadori, marido de una colega.

El profesor saludó a Brunetti con un movimiento de cabeza, pero no se molestó en extender la mano.

– Como le decía, professoressa -continuó-, la mayor carga que debe soportar nuestra sociedad es la llegada de gentes de otras culturas. No comprenden nuestras tradiciones, no respetan…

Brunetti tomó un sorbo de vino mientras rememoraba las suaves superficies de las primeras piezas que había visto, admirándose de su armonía. El profesor, cuando Brunetti volvió a sintonizar, había pasado a los valores cristianos, y el pensamiento de Brunetti pasó a la segunda serie de jarrones. No tenían marcados los precios, pero en algún sitio estaría la lista, dentro de una discreta carpeta oscura. El profesor pasó a la ética puritana del trabajo y el respeto por el tiempo, y Brunetti pasó a considerar el lugar de su casa en el que podrían poner una de aquellas piezas, sin tener que hacerle una vitrina especial.

Como la foca que sale a respirar por un agujero del hielo. Brunetti volvió a sintonizar con el monólogo, oyó «opresión de la mujer» y rápidamente volvió a hundir la cabeza en el agua.

Si el profesor hubiera sido tenor, habría cantado toda el aria sin respirar y en la misma nota. Brunetti se preguntaba si aquel hombre o su esposa podían influir en la carrera de Paola, pero luego decidió que, en cualquier caso, no podían influir en la suya, por lo que se volvió hacia su mujer y dijo, interrumpiendo al profesor:

– Necesito otra copa. ¿Tú quieres?

Ella le sonrió, sonrió al atónito profesor y dijo:

– Sí, pero ya las traigo yo, Guido. -Ah, la muy ladina, lagarta, víbora.

– No, ya voy yo -insistió él, y al instante propuso a modo de compromiso-: Bueno, ven conmigo, te presentaré a una joven que estaba contándome cosas apasionantes de los algoritmos y los teoremas. -Sonrió al profesor con una pequeña inclinación, farfulló una palabra que tanto podía ser «fascinante» como «alucinante», dijo que les perdonara un momento y huyó llevando de la mano a su mujer a lugar seguro.

Ella fue a decir algo, pero él la atajó con un ademán, dando a entender que sobraban las palabras:

– No consiento la opresión de la mujer -dijo.

Fueron en busca de otra copa de prosecco y él observó que Paola bebía la mitad con sed.

Brunetti le preguntó si había visto las obras y la acompañó en su recorrido alrededor de cada vitrina. Al llegar al final, ella dijo:

– No tenemos sitio donde ponerla para que luzca -como si él le hubiera preguntado si deseaba comprar alguna y cuál de ellas.

Brunetti miró en derredor y comprobó que la concurrencia era ahora más densa. Observó que el profesor Amadori había atrapado a un barbudo con pinta de espantapájaros y vuelto a poner en marcha el casete. Una mujer alta que llevaba una minifalda con un fleco de abalorios pasó al lado del profesor, pero éste mantuvo la mirada fija en la cara de su oyente, a quien los ojos sí se le fueron detrás de la minifalda.

Junto a la primera vitrina aparecieron un hombre y una mujer. Los dos llevaban casquete blanco de ganchillo y poncho de lana áspera, como si vinieran de Damasco tras pasar por Machu Picchu. Él iba señalando las piezas una a una y ella agitaba las manos en un ademán que Brunetti no podía adivinar si era de aprobación o de condena.

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