Aún no hacía cuatro horas que los cuadros habían sido descubiertos cuando Augusto Perulli llamaba a los carabinieri para denunciar el robo. No había pruebas de que Perulli hubiera sido informado de la retención de los cuadros -posibilidad que apuntaría a una inconcebible corrupción policial-, por lo que se decidió que Brunetti, que había ido a la escuela con Perulli y mantenían una relación amistosa, fuera a hablar con él. Tal decisión no se tomó hasta el día siguiente de que se encontraran los cuadros, cuando ya se había liberado de la custodia policial al hombre que los transportaba, si bien la índole exacta del descuido burocrático que había dado lugar a semejante error no llegó a ser aclarada a satisfacción de la policía italiana.
Cuando, finalmente, Brunctti habló con su antiguo condiscípulo, Perulli dijo que no había descubierto la desaparición de los cuadros hasta el día antes y que no tenía idea de cómo había podido ocurrir. Cuando Bru-netti quiso saber cómo era posible que sólo hubieran robado dos cuadros, Perulli le impidió que siguiera haciendo preguntas al darle su palabra de honor de que no sabía absolutamente nada del asunto, y Brunetti le creyó.
Dos años después, el hombre que había sido detenido con los cuadros, volvió a ser arrestado por los suizos, esta vez, en Zurich, por tráfico de inmigrantes. Con el objeto de hacer un trato con la policía, el hombre admitió que, efectivamente, los cuadros se los había dado Perulli, que le había pedido que los entregara a su nuevo propietario al otro lado de la frontera, pero para entonces Perulli había sido elegido miembro del Parlamento y gozaba de inmunidad.
– Ciao, Guido -dijo Perulli al abrir la puerta, tendiendo la mano a Brunetti.
Éste comprendió lo teatral que había resultado su vacilación en estrechar la mano de Perulli, que también lo advirtió. Ninguno de los dos trataba de disimular su recelo mientras buscaba sin recato en el otro las señales dejadas por los años transcurridos desde la última vez que se habían visto.
– Cuánto tiempo, ¿verdad? -dijo Perulli, que dio media vuelta para guiar a Brunetti al interior del apartamento. Su figura alta seguía siendo esbelta y se movía con la gracia y la fluidez de aquella juventud que había compartido con Brunetti y demás compañeros. Aún tenía el pelo espeso, que ahora llevaba más largo que antes, y la piel tersa, iluminada todavía por los restos del bronceado veraniego. Brunetti se preguntó cuándo había empezado a buscar en las caras de sus amigos de juventud la huella del paso del tiempo.
El apartamento estaba prácticamente igual que como él lo recordaba: techos altos y espacios bien proporcionados, cómodos sofás y sillones que invitaban a una charla sincera y hasta, quizá, indiscreta. Colgados de las paredes había retratos de hombres y mujeres de ¿pocas pretéritas: a él le constaba que Perulli se refería a ellos con naturalidad, dando a entender que eran antepasados suyos, cuando en realidad su familia había vivido durante generaciones en Castello, dedicada al comercio de fiambres y embutidos.
También había fotos nuevas, en marcos de plata, dispuestas encima de la no muy lograda copia de una cómoda florentina del siglo XVI. Brunetti se paró a mirarlas y, reflejada en ellas, vio la trayectoria de la carrera de Perulli: el adolescente con unos amigos; el joven recién salido de la universidad con uno de los líderes del partido político al que se había unido Perulli por aquel entonces; el adulto, en compañía de un antiguo alcalde de la ciudad, del ministro del Interior y del Patriarca de Venecia. Detrás, con un marco más fastuoso todavía, la cara de Perulli sonreía desde la portada de un semanario de actualidad que ya había dejado de publicarse. Aquella foto, y la necesidad de Perulli de hacer que el mundo la viera, entristecieron a Brunetti a pesar suyo.
– ¿Quieres tomar algo? -preguntó Peruíli desde el otro lado de la sala, delante de un sofá de piel, como si le urgiera despachar esta formalidad para poder sentarse cuanto antes.
– No, nada -dijo Brunetti-. Gracias.
Perulli se sentó tirándose cuidadosamente de las perneras del pantalón, para que no se le marcaran rodilleras, gesto que hasta entonces Brunetti sólo había observado en ancianos. ¿También se levantaría los faldones del abrigo antes de sentarse en el vaporetto 7.
– Supongo que no querrás fingir que aún somos amigos, ¿verdad? -preguntó Perulli.
– No quiero fingir nada, Augusto -dijo Brunetti-. Sólo quiero hacerte unas preguntas, y te agradecería que me contestaras honradamente.
– ¿Y no como la otra vez? -preguntó Perulli con una sonrisa que quería ser desenfadada pero salió sardónica, produciendo en Brunetti un desconcierto momentáneo: había algo nuevo en la boca de Perulli, un rictus distinto.
– No; no como la otra vez -dijo Brunettí sorprendiéndose a sí mismo por lo tranquilo de su tono, tranquilo pero cansado.
– ¿Y si no puedo contestar?
– Me lo dices y me iré.
Perulli asintió y luego dijo:
– No tenía alternativa, ¿comprendes, Guido?
Brunetti, haciendo como sí no le hubiera oído, preguntó:
– ¿Conoces a Fernando Moro?
Observó que la reacción de Perulli al oír el nombre había sido de algo más que simple reconocimiento.
– Sí.
– ¿Lo conoces bien?
– Tiene un par de años más que nosotros, mi padre era amigo del suyo, si nos veíamos por la calle nos saludábamos y alguna vez habíamos tomado una copa, por lo menos, cuando éramos más jóvenes. Desde luego, no puedo decir que fuera amigo mío. -Brunetti intuyó lo que venía a continuación y no lo pilló desprevenido-: No como tú. -Por eso se quedó impasible.
– ¿Lo veías en Roma?
– ¿En el terreno social o profesional?
– Uno u otro.
– Socialmente, no, pero quizá coincidiéramos alguna vez en Montecítorio. De todos modos, como representábamos a partidos distintos, no trabajábamos juntos.
– ¿Ni en las comisiones?
– No; nunca estuvimos en la misma.
– ¿Qué hay de su fama?
– ¿Qué fama?
Brunetti ahogó el suspiro que le subía a la garganta y respondió con voz neutra:
– Su fama de político. ¿Qué opinaba de él la gente?
Perulli descruzó sus largas piernas para volver a cruzarlas inmediatamente en sentido inverso. Bajó la cabeza, levantó la mano hasta la ceja izquierda y se la frotó varias veces; era lo que hacía siempre que examinaba una idea o tenía que meditar una respuesta. Al ver la cara de Perulli desde ese otro ángulo, Brunetti observó que sus pómulos parecían distintos, más acusados y definidos que cuando era estudiante. La voz, cuando al fin se dejó oír, era suave.
– Yo diría que, en general, la gente lo tenía por un hombre honrado. -Bajó la mano y esbozó una pequeña sonrisa-. Quizá demasiado honrado. -Amplió la sonrisa hasta convertirla en la que las jovencitas primero y las mujeres después habían encontrado irresistible.
– ¿Qué significa eso? -preguntó Brunetti, tratando de dominar la irritación que le producía el tono zumbón que estaban adquiriendo las respuestas de Perulli.
Éste no contestó inmediatamente y, mientras pensaba lo que diría o cómo lo diría, frunció los labios varías veces, en un gesto que Brunetti no le conocía. Al fin dijo:
– Supongo que eso significa que a veces resultaba difícil trabajar con él.
Esa respuesta no decía nada a Brunetti, que volvió a preguntar:
– ¿Qué significa eso?
Perulli no pudo contener un fugaz destello de irritación al mirar a Brunetti, pero cuando habló su voz era tranquila:
– Para las personas que no estaban de acuerdo con él significaba que era imposible convencerlo para que enfocara las cosas desde otro punto de vista.
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