Donna Leon - Justicia Uniforme

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Un cadete de una academia militar de élite aparece ahorcado. Todo indica que se trata de un suicidio, pero el comisario Brunetti empieza a sospechar del muro de silencio que levantan ante él todos los miembros de la academia, sea cual sea su graduación. El célebre detective está convencido de que tiene entre manos un delicado caso de asesinato que trasciende a la propia institución, pero su infalible olfato se confirma cuando conoce la identidad del padre del fallecido: un ex miembro del Parlamento italiano que dimitió de su cargo de forma tan repentina como polémica. ¿Qué relación existe entre el férreo código de honor de la academia y las más altas instancias del ejército y la política?
«A pesar de la seriedad de los asuntos que tratan, los libros de Donna Leon se iluminan con el enorme encanto de su ambientación y la humanidad de sus personajes.» The New York Times Book Review
«Justicia uniforme es un claro ejemplo de equilibrio. Su delicada prosa y encanto contrarrestan su dureza.» The Washington Post
«Novela negra de primer orden: intensa, relevante y llena de humanidad.» The Guardian
«Donna Leon es probablemente la mejor escritora de novela negra.» The Chicago Tribune.

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– No, señor. Mi nivel puede no ser muy alto, pero nunca iría a una función de ópera en una carpa de feria. En un aparcamiento.

Brunetti, cuyos principios de estética estaban firmemente asentados sobre la misma base, asintió y preguntó:

– ¿Ha encontrado algo sobre Moro?

La sonrisa de la joven era ahora más débil, pero seguía siendo una sonrisa.

– Algo ha llegado. Espero que un amigo de Siena me amplíe la información acerca de Federica, la esposa.

– ¿Qué hay de ella?

– Tuvo un accidente cerca de allí.

– ¿Qué clase de accidente? -De caza.

– ¿De caza? ¿Un accidente de caza, una mujer? -preguntó él con incredulidad.

Ella alzó las cejas dando a entender que todo es posible, en un mundo en el que Lulu se sitúa en Sicilia, pero dijo:

– Voy a hacer caso omiso del clamoroso machismo de esa pregunta, comisario. -Hizo una didáctica pausa y prosiguió-: Ocurrió hace un par de años. Estaba en la casa de campo de unos amigos, cerca de Siena. Una tarde salió a dar un paseo y recibió un disparo en una pierna. Afortunadamente, la encontraron antes de que se desangrara y la llevaron al hospital. -¿Se encontró al cazador?

– No; pero era temporada de caza, y se supuso que un cazador, al oírla, la tomó por un animal y disparó hacia el ruido a ciegas.

– ¿Y después no se molestó en ir a ver a lo que había disparado? -se sublevó Brunetti. Y agregó otra pregunta-: O, si lo vio, ¿no fue en su ayuda ni pidió socorro?

– Es lo de siempre -dijo ella, con idéntica indignación-. No hay más que leer los periódicos: cada año, cuando se levanta la veda, cuatro o cinco caen ya el primer día, y la cosa continúa durante toda la temporada. Unos tropiezan con la propia escopeta y se saltan la tapa de los sesos. -A Brunetti le pareció que no había en su tono ni asomo de compasión-. Pero también se disparan unos a otros y el que cae se queda tirado, desangrándose, porque nadie quiere exponerse a que lo arresten por haber disparado a alguien.

Él fue a decir algo, pero ella lo atajó agregando:

– Y a mí aún me parece poco.

Brunetti se quedó a la expectativa, para ver si ella se calmaba y se retractaba de lo dicho, pero luego decidió no ahondar en las causas de la antipatía de la joven hacia los cazadores y preguntó:

– ¿Se llamó a la policía, cuando la hirieron?

– No lo sé. Es lo que estoy esperando, el informe de la policía.

– ¿Dónde está ella ahora? -preguntó Brunetti.

– Es otra de las cosas que trato de averiguar.

– ¿No está con su marido?

– No lo sé. He mirado en los archivos de la Comune, y ella no figura como residente en el domicilio del marido, a pesar de ser copropietaria del apartamento. -Brunetti estaba tan habituado a los fraudulentos pero útiles malabarismos de la signorina Elettra que ya no le inquietaba pensar que una persona más escrupulosa con la legalidad traduciría aquel «he mirado» por «me he colado» en los archivos.

Desde luego, podía haber muchas razones por las que la esposa de Moro no figurara como residente en el domicilio de Dorsoduro, pero la más evidente era la de que no vivía con su marido.

– Avíseme cuando tenga el informe del accidente de caza -dijo Brunetti, preguntándose si estas palabras provocarían una nueva diatriba. Al igual que la mayoría de los venecianos, Brunetti era contrario a la caza, ejercicio que le parecía caro, incómodo y ruidoso en demasía. Por otra parte, su experiencia de policía a la vez que su hábito de reflexionar sobre la conducta humana, le habían sugerido con harta frecuencia una alarmante correlación entre el interés de un hombre por las armas de fuego y su sentimiento de deficiencia sexual.

– Pudo tratarse de una advertencia -dijo ella sin preámbulos.

– Desde luego -respondió él, que había pensado lo mismo en el preciso instante en que ella mencionó el accidente-. Pero ¿con qué objeto?

7

La suspicacia que había ido calando en los huesos de Brunetti en el transcurso de los años, le hacía sospechar que el accidente de la signora Moro podía haber sido otra cosa. Ella debió de gritar al recibir el disparo, y un grito de mujer por fuerza tenía que hacer acudir a cualquier cazador. Aunque él no tenía una gran opinión de los cazadores, se resistía a creer que alguno de ellos pudiera abandonar a una mujer en el suelo, sangrando. Esa convicción lo llevó a considerar qué clase de persona podía hacer tal cosa, lo cual, a su vez, le hizo preguntarse qué otros actos de violencia podía ser capaz de cometer esa persona.

Brunetti sumó a estas especulaciones el hecho de que Moro hubiera servido en el Parlamento durante algún tiempo y hubiera dimitido hacía unos dos años. Una coincidencia puede asociar hechos por especie, sujeto o tiempo: una misma cosa sucede a distintas personas, distintas cosas suceden a la misma persona, o distintas cosas suceden a distintas personas al mismo tiempo. Moro había renunciado a su escaño en el Parlamento por las mismas fechas en que su esposa había sido herida. Normalmente, esto no levantaría sospechas, ni siquiera en una persona tan instintivamente recelosa como Brunetti, de no ser porque la muerte del hijo de ambos marcaba un punto desde el que podía iniciarse un proceso de triangulación especulativa en torno a la posible relación del tercer hecho con los otros dos.

Brunetti miraba al Parlamento con los ojos con que la mayoría de los italianos miran a la suegra. Sin lazos de sangre que la hagan acreedora a afecto y consideración, la suegra exige obediencia y respeto, sin hacer nada por merecerlos. Esta presencia extraña, impuesta en la vida de una persona por el puro azar, impone exigencias cada vez mayores a cambio de vanas promesas de armonía doméstica. La resistencia es inútil, ya que toda oposición tiene inevitablemente tortuosas e imprevisibles repercusiones.

Brunetti levantó el teléfono y marcó el número de su casa. Cuando, después de la cuarta señal, oyó el contestador, colgó sin hablar, abrió el cajón de abajo y sacó la guía telefónica. La abrió por la P y buscó Perulli, Augusto. Arrojó la guía al cajón y marcó el número.

A la tercera señal, una voz masculina contestó:

– Perulli.

– Brunetti. Tengo que hablar contigo.

Después de una pausa bastante larga, el hombre dijo:

– Ya me extrañaba que tardaras tanto en llamar.

– Sí -fue toda la respuesta de Brunetti.

– Dentro de media hora. Durante una hora. Si no, mañana.

– Iré ahora -dijo Brunetti.

Cerró el cajón con el pie y salió del despacho y de la questura. Disponía de media hora y decidió ir andando hasta Campo San Maurizio y, como le sobraba tiempo, entró en el taller de una amiga, a saludar. Pero tenía en la cabeza pensamientos muy alejados de la joyería, y sólo estuvo lo justo para intercambiar un beso y prometer venir pronto a cenar con Paola. Luego cruzó el campo y se dirigió hacia el Canal Grande.

Hacía seis años que había estado en el apartamento, hacia el final de una larga investigación que había seguido el rastro de una operación de narcotráfico que iba desde las fosas nasales de adolescentes neoyorquinos hasta una discreta cuenta en Ginebra, pasando por Ve-necia, donde una parte del dinero había sido invertido en un par de pinturas que debían ir a parar, con el resto del dinero, a los sótanos de la entidad helvética. El dinero había viajado sin tropiezo por el empíreo reino del ciberespacio, pero los cuadros, de menos etérea materia, habían sido retenidos en el aeropuerto de Ginebra. Uno era de Palma el Viejo y el otro de Marieschi, ambos, por consiguiente, parte del patrimonio artístico del país, por lo que no podían ser exportados, por lo menos, legalmente.

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