Karin Fossum - Una mujer en tu camino
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– No. Solo hay que sentir lástima por mí -susurró Sejer.
Linda llevaba días llamando a Karen. «Karen no está», respondía la madre. «Creo que acaba de salir. No sé cuándo volverá.» Algo estaba pasando. Linda sentía un profundo temor. Habían estado siempre juntas. Ahora Karen la esquivaba y salía con otra gente. Con Ulla, Nudel, y los demás que frecuentaban el bar. Linda se sentía confusa y angustiada, pero conservaba un último resto de rabia. En todas partes notaba que la gente la miraba. ¿Qué había hecho mal? Todo iba bien mientras se había limitado a hablar de un coche rojo. Pero se había pasado al mencionar el nombre de Gøran. Como si la policía no hubiese investigado por su cuenta ya todos los coches rojos del pueblo. Luego habrían descubierto que el joven había pasado por el lugar del crimen a la hora crítica. Así fue atrapado en la red y ahora estaba luchando por salir. Pero seguro que Gøran era inocente, y en ese caso no tendría nada que temer. En opinión de Linda, era una tontería mentir a la policía. La culpa la tenía el propio Gøran.
Linda empleaba el tiempo en trazar un plan para atraer a Jacob. Por dos veces había ido a la ciudad y había estado esperando frente a la casa donde vivía el hombre, en la calle Nedre Storgate, mirando fijamente las ventanas del segundo piso. Había una estatuilla en el alféizar, pero no podía distinguirla bien y no se había atrevido a llevarse los prismáticos de su madre. Estar en una calle de la ciudad con la vista levantada hacia una ventana no llamaba la atención, pero mirar con prismáticos habría sido impensable. Lo que estaba viendo en la ventana podía ser un desnudo femenino, algo que no le gustaba nada. Era blanco y liso y resplandecía con el sol. Linda se sentía mortalmente ofendida por no haber sido tomada en serio al contar lo de ese desconocido en su jardín aquella noche. No dijo nada a su madre. La cosa ya iba mal desde antes. La madre daba a entender con toda claridad que Linda se había pasado. Habían discutido y Linda le gritó que si ella hubiera visto el asesinato con sus propios ojos seguro que se habría callado para no verse involucrada en nada. ¡Así de cobarde era la gente! Gritaba y pataleaba. La madre cerró la boca con firmeza. En realidad, estaba preocupada.
Era de noche. Linda estaba pensando. Karen debería estar ya en casa. Hacía frío y llovía, y un despiadado viento soplaba amenazante por las esquinas de la casa. A ella le gustaban las tormentas, estando en una casa iluminada y caliente. Las cortinas estaban echadas. No miraría al jardín ni una sola vez. En cuanto a Jacob, tendría que enterarse de sus turnos de trabajo para saber a qué hora volvía a su casa. Podría estar preparada, esperándolo al doblar una esquina, verlo acercarse por la acera y precipitarse hacia él con la cabeza gacha. Tal vez podía llevar algo en las manos, algo que se le caería al chocar con Jacob, para que él tuviera que agacharse a recogerlo. Una bolsa de manzanas. Rodarían cada una por un lado. Se imaginaba a ella misma y a Jacob gateando por la acera en busca de unas relucientes manzanas rojas. La boca de Jacob y sus ojos. Las manos que la acariciarían. Seguro que serían cálidas y fuertes. Al fin y al cabo, se trataba de un policía.
«Pero Linda -gritaría -, ¿qué haces tú aquí?» «Voy al dentista», contestaría ella. O algo por el estilo. Luego Jacob le pediría perdón por no haberla creído aquella noche cuando lo llamó por teléfono. Linda lo miraría a sus ojos azules y le haría entender que la había subestimado. No era una adolescente histérica, como al parecer creía. Estaba ensimismada en esos pensamientos cuando oyó un ruido sordo fuera. Al instante estaba de pie, escuchando sin respirar en mitad de la habitación. Ahora solo oía el viento. Se oía un fuerte murmullo entre los árboles. Luego otro ruido sordo. Corrió a la cocina. ¿De dónde venía ese ruido? ¿Se trataba del mismo que el otro día, o era algo distinto? Miró el teléfono, pero se contuvo. Era imposible llamar a Jacob. Otro golpe. Esta vez más fuerte aún, seguido de un tembloroso retumbo. Como si alguien estuviera golpeando algo con un mazo. Miró asustada hacia la ventana. Los golpes se repetían a un ritmo desigual. Sonaban más fuertes cuando ella estaba en la entrada, lo que significaba que provenían de la parte delantera de la casa. Por suerte, la puerta estaba cerrada con doble cerradura. Recapacitó y se esforzó por escuchar. Sonaba como cuando la puerta del cobertizo daba golpes porque habían olvidado fijar los dos ganchos por la parte de dentro. ¿Tan sencillo era? Más golpes. Se precipitó hasta el salón y levantó una tira de la cortina. A la luz del farol de fuera vislumbró el contorno del cobertizo pintado de rojo con puertas blancas. ¡Eso era! Las hojas de la puerta estaban dando violentos golpes a causa del fuerte viento. Se desplomó de alivio. Menos mal que no había llegado a llamar a Jacob con una falsa alarma. Pero sí que había sujetado los ganchos cuando metió la bicicleta esa tarde, ¿no? Estaba completamente segura. Y sin embargo, intentó ignorarlo y bajó a por periódicos a la escalera del sótano. Luego se sentó en el salón y recortó todo lo que encontró sobre el caso. Cada vez escribían menos, pero Linda quería tenerlo todo. Lo guardaría para más adelante. Para cuando estuviera casada con Jacob y lo sacaran para recordar cómo se conocieron. Las hojas de la puerta seguían dando golpes. Le resultaba irritante, pero se negaba a salir a cerrarla con ese tiempo tan horrible. Seguía recortando. Aunque conocía ya la causa de los ruidos, le molestaban. ¿Se quedaría despierta hasta muy tarde debido a esa maldita puerta? Dejó las tijeras y dio un hondo suspiro. ¿Cuánto tiempo tardaría en ponerse las botas, cruzar el patio, sujetar los ganchos por dentro, cerrar desde fuera y volver a entrar corriendo? Un minuto, tal vez. Sesenta segundos fuera, en la oscuridad. Se levantó y fue hasta la entrada. Vaciló unos instantes. Se puso las botas de agua de su madre, pues eran las que estaban más cerca. Le quedaban muy grandes. Abrió una de las dos cerraduras y oyó el murmullo constante de la lluvia. Quitó el cerrojo de seguridad. Inspiró profundamente tres veces, abrió violentamente la puerta y bajó corriendo los escalones. No hay que ponerse histérica, pensó, mientras se esforzaba por cruzar el patio con esas botas tan grandes. No pasa nada. La puerta estaba abierta de par en par. Dentro solo se veía una inmensa oscuridad. Agarró las hojas y las empujó hacia dentro. El gancho estaba arriba del todo. No llevaba linterna y en el cobertizo no había luz eléctrica. Se estiró para coger el gancho y justo en ese instante fue presa del pánico al oír un ruido. Venía del interior del cobertizo. Dio un respingo y se volvió. ¿No había allí dentro una figura que la estaba mirando? Le pareció ver un ojo que brillaba desde un rincón. El miedo y la rabia se alternaban en su interior cuando hizo un esfuerzo por alcanzar el gancho. Entonces sintió una violenta sacudida y unas manos que le apretaban el cuello. Todas sus fuerzas la abandonaron. En el borde de su campo de visión veía sus propios brazos agitarse desesperadamente. Alguien le gruñó algo al oído, y todo se volvió negro. Ya no sentía el cuerpo, solo un terrible dolor en la nuca. Algo caliente y mojado le caló la ropa. Las piernas le colgaban como si fuera una muñeca de trapo.
– ¡A partir de ahora te callarás la boca!
Linda se derrumbó, protegiéndose la cabeza con las manos mientras notaba cómo esos brazos le daban la vuelta y la dejaban boca abajo en el suelo. ¡Mamá!, gritó para sus adentros, ¡mamá, voy a morir!
El hombre le clavó una bota en la espalda y la presionó contra el suelo, pero le soltó el cuello. Linda notó un profundo dolor en la laringe mientras arañaba desesperadamente la gravilla. ¿Es Gøran?, se le ocurrió pensar. ¿Va a matarme ya? Linda no lloraba, no se atrevía a respirar. Él la había soltado y estaba haciendo algo. Me está rociando con gasolina, pensó, porque en el cobertizo había una lata de gasolina que utilizaban para el cortacésped. Me está echando gasolina encima y luego me prenderá fuego. Al día siguiente la encontrarían negra y tiesa, solo quedarían intactos sus dientes. De repente, oyó las hojas de la puerta, y todo quedó en silencio. El hombre había cerrado desde fuera. Linda permaneció inmóvil, escuchando, pensando que el hombre prendería el cobertizo con ella dentro. El cuerpo le temblaba de un modo incontrolable. No podía creer que todo hubiera pasado ya. Notó un olor que emanaba de ella, y comprendió que se había hecho pis encima. Le sobrevino una seriedad que jamás habría podido imaginar. Seguía en el suelo, sin moverse. No oía pasos, ni el motor de un coche, nada, solo el viento en los árboles y la lluvia como un murmullo constante. Estuvo así durante una eternidad, con la cara llena de arena y suciedad. No soportaba seguir allí, pero no se atrevía a levantarse, como un gato paralizado delante de los faros de un coche. Por fin reaccionó. Se levantó con mucho cuidado, vacilante sobre sus temblorosas piernas. Estaba rodeada de una oscuridad total. Levantó las manos. Le temblaban. Dio un empujón a la puerta, que cedió una pizca. Era una vieja puerta doble, con un sencillo mecanismo de cierre desde fuera. Por eso se había abierto con el viento. ¿O la había abierto él para que hiciera ruido y ella saliera? ¿Cómo sabía que estaba sola? Enseguida se acordó de que estaba sola muchas veces y de que mucha gente lo sabía. Empujó la puerta una y otra vez. Tal vez la cerradura acabaría cediendo. Era una pequeña barra de hierro que se metía en una holgada argolla. Si conseguía que las puertas se moviesen lo bastante, la barra saldría sola. De repente la puerta se abrió y Linda dio un paso atrás del susto. Miró hacia la casa. La puerta de entrada estaba abierta de par en par. ¿Estaría dentro el hombre? Salió sin hacer ruido a la gravilla, y escuchó. Cerró la puerta del cobertizo tras ella. Subió vacilante los escalones, encogida como una anciana. Echó un vistazo a la entrada. No, el hombre no podía estar allí dentro. Cogió un paraguas de la percha y golpeó con él en el suelo un par de veces. Si el hombre estuviera dentro saldría corriendo al oír que había alguien en la casa. Pero no salió nadie. Cerró la puerta y fue al salón. No había nadie en ninguna parte. Pero ¿y en el piso de arriba? Subió lentamente la escalera. Abrió las puertas de las habitaciones. Nadie. Volvió a bajar, esta vez como somnolienta, derecha al baño. Se quitó la ropa con brusquedad, la metió en la lavadora y la puso en marcha a una temperatura muy alta. Le gustaba el ruido de la máquina y el olor a detergente y a suavizante. Luego se dio una larga ducha, cerrando los ojos bajo el agua caliente. Se puso la bata y se miró al espejo. Estaba blanca como una sábana. En el cuello tenía manchas rojas.
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