– Si Poona se queda, será enterrada aquí. Vendré a visitar su tumba todos los días. Plantaré flores y las cuidaré. Me sobra tiempo. Todo el que me sobra se lo dedicaré a Poona.
Bai estaba callado pero escuchaba. Si el lugar le parecía hermoso no lo manifestaba. Más bien se le veía asombrado. Gunder se metió por entre las tumbas. Bai lo seguía a cierta distancia. Vio que Gunder se paraba junto a una tumba y se acercó con prudencia.
– Mi madre -dijo Gunder en voz baja -. Poona no estaría sola.
Bai miró callado la lápida.
– ¿Te gusta? -preguntó Gunder mirándolo.
Bai se encogió de hombros. Gunder odiaba ese gesto. Poona nunca lo hacía, siempre respondía con claridad y contundencia.
– Vamos a mi casa -dijo Gunder dirigiéndose al coche.
Seguía mostrándose enérgico, aunque le costaba un gran esfuerzo. Bai miró el jardín y las vistas.
– Manzanas -dijo Gunder señalando los árboles frutales -. Muy buenas manzanas.
Bai asintió con la cabeza. Entraron en la casa. Gunder enseñó a Bai el salón, luego la cocina y el baño, y los dos dormitorios de la planta de arriba. Uno grande, que habría sido el de Poona y el suyo, y otro más pequeño, que era el cuarto de huéspedes. Marie dormía allí cuando iba a visitarlo.
– Tu habitación si hubieras venido a vernos -dijo Gunder-. Queríamos invitarte.
Bai miró el sencillo cuarto. La cama estaba hecha, con una colcha de ganchillo. Cortinas azules y una lámpara en la mesilla. Bai no mostró ningún entusiasmo. Vieron el resto de la casa. Gunder deseaba que Bai hablara, pero su cuñado no decía nada. Vieron toda la casa. Gunder hizo café y sacó unos creps del congelador. Los había hecho Marie, con azúcar y canela. Gunder sabía que en la India usaban mucho la canela, a lo mejor le gustarían a Bai. Pero Bai no probó los creps. Se echó mucho azúcar en el café, pero tampoco le gustó. Gunder volvió a desanimarse.
– Tengo que llevarme a mi hermana a casa -dijo Bai.
Su voz ya no era grave, pero sí firme. Entonces Gunder no pudo más. Se derrumbó en la silla y sollozó. Le daba igual lo que pensara aquel hombre. Tenía los ojos anegados en lágrimas. No le quedaba una sola palabra, las había gastado todas. Bai permaneció callado mientras Gunder lloraba. El reloj de pared sonaba sin piedad.
Gunder no sabía cuánto tiempo llevaban así, hasta que se percató de un movimiento en el sofá. Bai se levantó. Tal vez pretendía abandonar la casa en señal de protesta, y volver a la ciudad andando. Pero no lo hizo. Se dio otra vuelta por la casa. Gunder dejó que lo hiciera sin intervenir. Que mirara todo lo que quisiera. Vio por el rabillo del ojo que Bai había encontrado la foto de Poona y él, colgada encima del escritorio. Luego lo oyó entrar en la cocina. Gunder permaneció en el sillón sin moverse, todavía con las lágrimas resbalándole por la cara. Oyó a Bai dirigirse hacia la entrada y luego subir al piso de arriba. Gunder podía oír sus pasos por la escalera, ligeros y suaves. Luego Bai bajó y salió al jardín. Gunder lo vio debajo de los manzanos contemplando la vista. Por fin volvió a entrar. Los dos cafés se habían enfriado. Bai se sentó en el borde del sillón.
– Mi hermana puede quedarse -dijo escuetamente.
Gunder no podía creer lo que estaba oyendo y lo miró asombrado.
– Puede quedarse -repitió Bai -. Y tú tendrás que pagarlo todo.
– Claro -tartamudeó Gunder-. Yo lo pagaré todo. ¡Todo lo mejor para Poona!
Estaba radiante de alivio y se levantó de un salto del sillón. Bai se puso a buscar algo en el bolsillo de su camisa. Sacó por fin un sobre y se lo dio a Gunder.
– Una carta de mi hermana -dijo -. Es sobre ti.
Gunder sacó la carta del sobre y desdobló la hoja. Era la letra de Poona, pulcra como un bordado con pluma negra. Pero no entendía nada.
– Está escrita en hindi -dijo confuso -. No lo entiendo.
– Está escrita en marathi -le corrigió Bai -. Busca a alguien que te la traduzca.
Se levantó y dijo:
– Volver a Park Hotel.
Gunder se levantó a toda prisa y quiso estrecharle la mano. Bai vaciló, pero por fin se la tendió. Era flaca y huesuda. Apretó la mano de Gunder con un poco más de firmeza esta vez.
– Muy bonita casa -dijo, e hizo una reverencia.
De repente, Gunder estaba lleno de energía. Organizaría el entierro de Poona y tenía mil cosas que hacer. Aún no le habían dado fecha, pero había mil cosas que hacer. ¿Qué funeraria elegiría? ¿Qué llevaría ella puesto en el ataúd? El broche.
Permaneció con la mano de su cuñado en la suya, lleno de gratitud.
– Yo también tengo una hermana -dijo -. En el hospital.
Bai lo miró interrogante.
– Por un accidente de coche -explicó Gunder entristecido -. No está despierta.
– Lo siento mucho -contestó Bai en voz baja.
– Si alguna vez necesitas algo -continuó Gunder, alentado por la comprensión del hombre -, llámame.
– Tengo una foto mejor -dijo Bai -. Una foto preciosa de Poona. Te la enviaré.
Gunder asintió. Abandonaron la casa.
Gunder dejó a Bai en el hotel. Luego se fue directamente al hospital a ver a Marie. Se sentó junto a su cama y le cogió la mano. Por primera vez en mucho tiempo, sintió paz en su interior.
Gunwald estaba colocando tarritos de comida infantil en los estantes. Los rumores corrían más que nunca. Se decía que la policía había estado varias veces en casa de Gøran Seter. Gunwald no lo entendía. ¿Qué pasaba con la maleta? No es que pensara que Einar hubiera matado a esa pobre mujer india, pero de todos modos… He cumplido con mi deber, pensó, mientras iba colocando los tarritos perfectamente alineados.
Todos los días leía el periódico a fondo. Después del asesinato de Hvitemoen, a veces compraba varios. Hizo un extraño descubrimiento. Eso era completamente nuevo para él, ya que siempre había leído el mismo periódico. Pero había muchas diferencias entre lo que ponía en cada uno. En uno leyó que la policía no tenía ninguna pista. En otro ponía que la policía había hecho importantes averiguaciones y que seguían una pista. No era fácil saber quién decía la verdad. Pero lo de la maleta lo atormentaba. ¿Debería llamar y decir que fue Einar? Salió al patio con el embalaje de los tarritos y lo tiró al contenedor. No quería formar parte de esa historia, de ninguna manera. Al entrar vio que Mode, de la gasolinera, estaba junto al mostrador hojeando el periódico.
– ¿Tienes bollos con pasas? -preguntó.
Gunwald fue a por ellos.
– Jamás resolverán este caso -afirmó Mode, con mucha seguridad.
– ¿Por qué lo dices? -preguntó Gunwald.
– Si no lo cogen ya, nunca lo harán. Pronto tendrán que reducir gastos y el caso será sobreseído. Ya verás. Y, entretanto, habrá otro pobre muerto, que pasará a ser la prioridad de la policía. Así es la vida.
Gunwald hizo un gesto negativo con la cabeza.
– A veces resuelven casos como este al cabo de varios años.
– No es lo habitual -dijo Mode, abriendo la bolsa.
Se metió un bollo en la boca. La idea de que tal vez no detuvieran nunca al hombre que había cometido ese horrible asesinato atormentaba a Gunwald.
– Ojalá no sea nadie que conozcamos -dijo, sombrío.
– ¿Que conozcamos? -preguntó Mode, como dudando -. No es nadie de aquí. ¿Quién podría ser?
– ¿Cómo voy a saberlo yo? -contestó Gunwald, y dio la espalda al otro.
Mode masticaba el bollo.
– Parece que en el chalet de estilo suizo la cosa acabará en divorcio -dijo de repente.
Gunwald abrió los ojos de par en par.
– ¿Quién dice eso?
– Todo el mundo. Lillian ha empezado a hacer las maletas. Supongo que Einar tendrá que vender la casa y quedarse a vivir en el bar. Y tenerlo abierto las veinticuatro horas del día para poder sobrevivir. Me lo imagino con un saco de dormir en la trastienda. Esa mujer no es una mujer como Dios manda -dijo sin piedad.
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