Sejer y Skarre se miraron.
– Exactamente -sonrió Skarre, contagiado ya por el entusiasmo del hombre.
– Pero lo que pasó es que no la encontré.
Los tres hombres escuchaban atentamente. El hombre continuaba, cada vez con más esfuerzo, con la minuciosa historia. Intuían que se trataba de algo importante, de algo que podía ser el primer paso hacia la solución.
– Debería haber aterrizado a las seis -dijo la voz -. Pero nunca apareció.
– ¿Por qué no llama él? -preguntó Skarre.
– Eso es lo que me preocupa. Lo llamé más tarde para preguntarle si ella había llegado. Quizá había cogido otro taxi. Yo conduzco un taxi aquí en Elvestad -explicó -. El único. O tal vez la mujer estaba en un hotel o algo así. Y entonces me respondió con evasivas. Creo que ni siquiera se atreve a pensar en esa posibilidad. No está normal, todo esto debe de haber sido demasiado para él, con lo de la hermana y todo. Por eso llamo.
– ¿Cómo se llama él? -preguntó Skarre mientras buscaba un bolígrafo.
– Gunder Jomann. Vive a unos kilómetros del centro de Elvestad, en la calle Blindveien, número dos. La única casa que hay allí. No sé si estará ahora, es probable que se encuentre en el hospital. Pero, como ya he dicho, estoy preocupado. Tal vez la mujer haya intentado llegar aquí por su cuenta, ya que Jomann no fue a recogerla, como ella esperaba. Y le haya pasado algo en el camino.
– Entiendo -dijo Skarre -. ¿Sabe cómo se llama ella?
– Sí -contestó -. Lo tengo anotado en un papel. Pero ahora llevo otra camisa. Me lo metí en el bolsillo del pecho.
– ¿Podría usted encontrar esa nota? -preguntó Skarre.
– Es posible que esa camisa esté en la lavadora. ¡Qué fastidio! -añadió -. No van a ir ustedes a su casa ahora mismo, ¿no? -prosiguió.
– En absoluto -dijo Skarre muy decidido.
Soot, que estaba a su lado, volvió a sacudir la cabeza.
Skarre estudió la dirección.
– Le agradecemos de veras su ayuda. Comprobaremos lo que nos ha contado.
Colgó. Se miraron.
– Démonos prisa -dijo Sejer.
Las potentes luces de un coche barrieron el patio. Gunder se sobrecogió. ¿Sería Karsten? Se rascó la calva con las dos manos y salió a la entrada. Abrió vacilante la puerta. Al ver el coche de policía, retrocedió un paso. Sejer subió la escalera con una mano extendida.
– ¿Jomann?
– ¿Sí?
Le saludó con un apretón de manos firme.
– ¿Podemos entrar un momento?
Gunder entró primero y se quedó de pie en el salón. Miró a los dos hombres. Uno de ellos medía cerca de dos metros y era más o menos de la misma edad que él. El otro era mucho más joven, con el pelo rubio y rizado.
– ¿Sabe por qué hemos venido? -preguntó Sejer.
Gunder tartamudeó:
– Tendrá que ver con el accidente, ¿no?
– ¿Se refiere al de su hermana?
– Sí.
– Es muy triste lo que le ha ocurrido -dijo Sejer -. ¿Cómo está ella ahora?
– Su marido acaba de llegar de Hamburgo. Ahora está con ella. Ha prometido llamar. Ella sigue en coma.
Sejer dijo:
– Bueno, se trata de otro asunto.
Gunder notó cómo se le desencajaba la cara.
– Entonces siéntense -dijo en voz baja.
Extendió las manos en un gesto de desamparo. Su cuerpo estaba en tensión. Daba la sensación de querer esconderse. Sejer y Skarre se sentaron en el sofá y contemplaron el salón, ordenado y limpio. De repente, Gunder se acercó al escritorio. Sejer vio cómo acariciaba algo en la pared.
– Perdonen -dijo Gunder, y volvió enseguida -. Tenía que anotar algo importante. Están sucediendo demasiadas cosas estos días. Suelo ser muy ordenado, pero, ya saben, a veces ocurren tantas cosas que te alcanzan como el granizo y te dejan completamente fuera de juego…
Se mordió el labio y los miró asustado.
Sejer miró a Jomann a los ojos.
– ¿Ha llegado sana y salva?
Gunder tragó saliva.
– ¿Mi mujer?
– Sí -contestó Sejer -. Su mujer india. Tenemos entendido que esperaba su llegada al aeropuerto de Gardermoen el día veinte, y que envió a un conocido suyo a buscarla. ¿Ha llegado?
Sejer sabía la respuesta. Gunder vaciló. Su inmensa aflicción impresionó a los dos policías.
– ¿Los ha llamado Kalle? -preguntó con un hilo de voz.
– Sí -contestó Sejer -. Tal vez podamos ayudarle.
– Ayudar… -dijo Gunder-. ¿Cómo van a ayudarme? Últimamente todo ha ido mal. Llevo varios días sin ir a trabajar. Nadie sabe si Marie va a despertar o cómo estará su cabeza si despierta. Solo la tengo a ella -añadió.
– Sí -dijo Sejer -. Y a su mujer. Tengo entendido que está usted recién casado. Es así, ¿no?
Gunder volvió a enmudecer. Sejer le dejó seguir en silencio.
– Supongo que sí -dijo en voz baja.
– ¿Se casó usted en un viaje a la India?
– Sí.
– ¿Y cómo se llama ella? -preguntó Sejer amablemente.
– Poona -contestó Gunder-. Poona Bai Jomann.
Se le notaba un atisbo de orgullo en la voz.
– ¿Tiene usted alguna idea de por qué no ha llegado como estaba previsto?
Gunder miró fijamente por la ventana unos instantes.
– En realidad, no.
– ¿Qué ha hecho usted hasta ahora para encontrarla?
– No mucho. No sé muy bien qué hacer. ¿Debo salir a la carretera a buscarla? Y luego está lo de mi hermana, eso ha podido conmigo.
– ¿Su mujer tiene parientes?
– Solo un hermano mayor. En Nueva Delhi. Pero no recuerdo su nombre.
De repente, se sintió avergonzado. ¡Olvidarse del nombre de su cuñado!
Sejer notó un incipiente malestar en el estómago.
– ¿Qué cree usted que puede haberle pasado?
– ¡No lo entiendo! -gritó Gunder con una súbita vehemencia -. ¡Pero sí entiendo que usted cree que es ella la que han encontrado en Hvitemoen!
Empezó a temblar con fuerza. Skarre bajó la vista, y pensó: No conocemos a este hombre. Está profundamente apenado, pero no sabemos por qué.
– No lo creemos -dijo Sejer -. Lo que sobre todo deseamos es descartarla. A veces es así como trabajamos. No sabemos quién es la víctima, y eso nos inquieta. Queríamos hacerle unas preguntas sencillas. Seguramente vamos a poder decidir aquí y ahora si hay que llevar a cabo una investigación más exhaustiva o no.
– Sí -dijo Gunder, procurando tranquilizarse.
– En primer lugar, ¿tiene usted alguna foto de su mujer?
Gunder miró en todas direcciones.
– No -mintió.
– ¿No?
– No nos dio tiempo a hacernos una foto de la boda. Catorce días no dan para tanto -añadió, seco.
– No. Claro que no. Pero yo me refería más bien a una foto cualquiera. Una que usted haya tomado en otro contexto.
– No. No tengo ninguna.
«Está mintiendo. No nos la quiere enseñar.»
– Pero estoy seguro de que usted puede describírnosla. A lo mejor no hace falta nada más.
Gunder cerró los ojos.
– Es guapa -dijo, y en su boca se dibujó una amplia sonrisa -. Bastante delgada y ligera. No es en absoluto grande. Las mujeres indias no son muy grandes. No tan grandes como las noruegas, quiero decir.
– Es verdad -dijo Sejer, sonriendo. Le resultaba simpático ese hombre tímido y la manera tan sencilla en la que se expresaba.
– Tiene los ojos y el pelo negros. Tan largo que le llega hasta la cintura. Lo lleva siempre recogido en una larga trenza.
Los dos hombres asintieron con la cabeza. La cara de Sejer expresaba preocupación.
– ¿Cómo suele ir vestida?
– Normal. Como las mujeres noruegas. Excepto en ocasiones especiales. Lleva sandalias. Allí en la India las lleva todo el mundo. Sandalias de tacón bajo, marrones. Trabajaba en un restaurante Tandoori y necesitaba un calzado cómodo. Pero cuando quería ir bien vestida llevaba otro tipo de ropa y otro calzado. Cuando nos casamos llevaba un sari y sandalias doradas.
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