– Sí, es mi hermana. ¿Qué pasa?
– Ha tenido un accidente de tráfico -contestó la mujer.
Gunder miró aturdido el reloj. ¿En qué se habría metido Marie?
– ¿Es grave? -preguntó.
– Me han pedido que me ponga en contacto con la familia -dijo la mujer, evadiendo la pregunta -. ¿Va a venir usted?
– Desde luego -respondió Gunder-. Salgo ahora mismo. Estaré allí dentro de media hora.
Notó un pinchazo desagradable en el pecho. No es que creyera que fuera muy grave, Marie no iba lo suficientemente deprisa como para lesionarse gravemente, pero tenía que ir a buscar a Poona. De todas formas, llegaría a tiempo. Marie tendría que entender que era muy importante. Cogió las llaves y salió disparado de la casa. Condujo descentrado hacia la ciudad, mirando el reloj cada dos por tres. Se imaginó un brazo escayolado y tal vez unos cuantos puntos. Adiós al asado de corzo que nos prometiste, pensó. Pero el coche quizá habría quedado en mal estado. No podría conducir y tendría que llevarla a casa. ¡Y ella le había dicho a él que condujera con cuidado! Resopló, como para tranquilizarse. Por fin llegó al hospital y buscó un sitio donde aparcar el coche.
– Planta diez. Sección de neurología -dijo la mujer de la recepción.
– ¿Neurología? -jadeó.
Y entró en el ascensor. Subió con el corazón en vilo. Poona está en el avión, pensó. Sabe que voy a buscarla. No me entretendré mucho aquí. Le invadió un sentimiento de culpa, ¡y ese maldito Karsten que nunca estaba en casa! Empezó a sudar. El ascensor se detuvo. Un médico lo estaba esperando.
– ¿Jomann?
– ¡Sí! ¿Cómo está?
El médico estaba apurado. Gunder lo notó enseguida. Las palabras le llegaban en pequeños bloques.
– En este momento no estamos muy seguros -dijo.
Gunder abrió los ojos de par en par. Bien sabrían cómo estaba su hermana, ¿no?
– Desgraciadamente, su estado es muy grave -prosiguió el médico mirando con tristeza a Gunder-. Tiene una seria lesión cerebral y está en coma.
Gunder se desplomó contra la pared.
– La hemos conectado a un respirador artificial. Tiene perforado un pulmón. Esperamos que despierte en el transcurso de la noche. Entonces sabremos algo más. Y tiene también varias fracturas.
– ¿Varias fracturas? -Gunder se sentía aturdido. Miró el reloj -. ¿Qué voy a hacer? -preguntó desesperado.
El médico no conocía el dilema de Gunder. Movió lentamente la cabeza.
– Lo mejor para su hermana sería que usted se sentara junto a su cama y le hablara, aunque ella no pueda oírlo. Le proporcionaremos una cama para pasar la noche, claro.
Gunder pensó: No puedo quedarme aquí. Poona me estará esperando. Tiraban de él por todos los lados. Pero él solo era uno y no podía dividirse. Se detuvo porque el médico lo hizo.
– Tiene el pecho hundido y todas las costillas rotas. Y una rodilla gravemente dañada. Si logramos ponerla en pie de nuevo, me temo que esa rodilla nunca volverá a cumplir su función.
¡«Si logramos ponerla en pie»! Tengo náuseas, pensó Gunder. El desayuno le subió a la garganta. Una ancha puerta se abría hacia un pequeño cuarto. Avistó algo oscuro sobre la almohada blanca, pero no pudo ver si realmente era ella, su hermana Marie. Se quedó temblando delante de la cama.
– Tenemos que localizar a Karsten -balbuceó -. Su marido. Está en Hamburgo.
– Menos mal que lo encontramos a usted -dijo el médico ayudando a Gunder a sentarse.
Marie estaba blanca, casi azul por debajo de los ojos. Tenía un tubo pegado con esparadrapo a la boca. Oyó el lento y sibilante ruido del respirador. Sonaba como un gigante que dormía profundamente.
– Lo más importante, lo que más nos preocupa -dijo el médico, carraspeando -, son las lesiones en la cabeza. No conoceremos su magnitud hasta que se despierte.
¿Qué quería decir? ¿No era ya ella? ¿No lo reconocería cuando se despertara? ¿Podría haberse olvidado de hablar, reír, o sumar? ¿Podría llegar a abrir los ojos y mirarlo y no reconocerlo? Gunder cayó a un profundo pozo. Pensó en Poona. Su cara apareció en la orilla de esa gran oscuridad, sonriente. Gunder miraba todo el tiempo el reloj. Marie se veía minúscula en la cama, y su cara redonda había perdido la forma. Tenía que revelar a alguien el secreto de Poona. Alguien de confianza que no se riera o dudara de él. Alguien dispuesto a hacerle un favor.
– ¡Marie! -susurró.
Ninguna reacción. ¿Podía oírlo?
– Soy yo, Gunder. Estoy aquí, al lado de tu cama.
Miró como perdido al médico, que seguía de pie junto a él. Tenía la sensación de que los ojos iban a estallarle.
– Todo irá bien -prosiguió -. Poona y yo te ayudaremos.
Le sirvió de mucho pronunciar el nombre en voz alta. Pues no estaba solo.
Y el tiempo transcurría. No podía abandonar a Marie ahora. ¿Qué pensaría de él? ¿Y qué pensarían los médicos si asomaba la cabeza por la sala de guardia diciendo: «Me voy, tengo que recoger a alguien en el aeropuerto»? Intentó ordenar sus pensamientos, pero no se dejaban. ¿Iba por fin a ganar una esposa y perder una hermana? Se tapó la cara con las manos, desesperado. El médico le tocó el hombro.
– Me voy. Llame usted si necesita algo.
Gunder se frotó los ojos con fuerza. ¿En quién podía confiar? No tenía amigos íntimos. Nunca había querido tenerlos. O no había sido capaz de buscárselos, ya no estaba seguro. El tiempo transcurría. El respirador, con su sibilante sonido, le molestaba, quería pararlo para no tener que oírlo. Interfería en su propia respiración, lo sentía como una opresión en el pecho. Por fin soltó la mano de Marie y se levantó de golpe. Salió al pasillo y encontró un teléfono público.
Gunder nunca cogía taxis, pero se sabía el número de memoria. Estaba rotulado en el Mercedes de Kalle con letras negras. Respondió al segundo pitido.
– Kalle. Soy Gunder Jomann. Estoy en el Hospital Central. Mi hermana ha tenido un accidente de tráfico.
Se hizo el silencio al otro lado del teléfono. Podía oír la respiración de Kalle.
– ¡Qué horror! -dijo muy serio -. ¿Puedo hacer algo?
– ¡Sí! -gritó Gunder-. Verás, estoy esperando una visita del extranjero. De la India -explicó.
Kalle se calló. Sabía del viaje de Gunder y empezó a entender que se trataba de algo realmente importante.
– Ella llega en un avión desde Frankfurt a las seis, y espera que yo la recoja. Pero no puedo abandonar a Marie. Está en coma -jadeó.
– Entiendo.
La voz de Kalle apenas era audible.
– ¿Podrías ir a buscarla en mi lugar?
– ¿Yo? -dijo Kalle.
– ¡Tendrás que ir al aeropuerto de Gardermoen y recogerla! Tienes un taxi, podrás aparcar justo delante de la entrada principal, ¿no? Cóbrame lo que sea. Pero tendrías que salir ahora mismo para que te dé tiempo. Cuando ella salga de la sala de llegadas y no me vea, seguramente irá a información. Es de la India -repitió -. Tiene el pelo largo y lo lleva recogido en una trenza. Es un poco más joven que yo. Si no la ves, tendrán que llamarla por los altavoces. Se llama Poona Bai.
– ¿Puedes repetir el nombre? -pidió Kalle, inseguro.
Gunder se lo repitió.
Kalle se había recuperado por fin.
– ¿Quieres que la lleve a tu casa?
– No, tráela aquí. Al Hospital Central.
– Necesito el número de vuelo -dijo Kalle -. En Gardermoen aterrizan muchos aviones.
– Me lo he dejado en casa. Pero llega a las seis en punto. Procedente de Frankfurt.
Gunder notó cómo la desesperación lo vencía. Pensó en el miedo que sentiría Poona cuando no lo viera.
– Kalle -susurró -. Es mi mujer. ¿Entiendes?
– No -contestó Kalle, asustado.
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