Karin Fossum - ¿Quién teme al lobo?
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Morgan se había quedado mudo. Sus ojos brillaban como los de un niño que está escuchando cuentos terribles.
– Yo estaba sentado en el tercer escalón, junto a la pared. Ella bajó dando vueltas y no paró hasta llegar al suelo.
– ¿Se desnucó? -susurró Morgan-. Joder, qué raro eres. De repente eres completamente normal y hablas bien. ¿Por qué de pronto estás tan normal?
Fue como si Errki se despertara, lo miró y dijo:
– Primero me regañan porque estoy loco. Y ahora tengo que defenderme porque soy normal. Claro que soy normal. ¿Tú eres normal? Atracas bancos, y tu nariz está a punto de pudrirse.
– ¿Pero por qué se murió?
– Toda la sangre se le salió del cuerpo.
– ¿Qué dices?
– Toda. Por la boca. Era como si la bombearan, como una cascada, y se convirtiera en un lago entero al pie de la escalera. Podía ver la lámpara del techo reflejada en la sangre y también el Abrigo, como una sombra oscura. El teléfono sonaba, pero no pude cogerlo, porque habría tenido que meter el pie en el gran charco de sangre y extenderla por toda la casa, por las alfombras y el suelo. Por fin dejó de sonar. Solté el sedal y me lo escondí en el bolsillo. Me quedé sentado esperando sin moverme. Dejó de chorrear sangre por la boca y la cara se le quedó gris como la piedra. Antes o después llegará alguien, pensé, papá o alguna clienta, alguien. Pero nadie llegó. No hasta que toda la sangre hubo perdido su brillo en la superficie, y ya no podía verse el reflejo de la lámpara en ella.
Por fin se calló. No sintió alivio, solo vacío. Notó el revólver. Quedaba una sola bala. Eso debía de significar algo. Esa bala debía de estar destinada a él.
– Pero dices que sangró por la boca. ¿Por qué?
– Dame un trago de whisky.
– ¿Se rompió el cráneo?
– Era modista.
– Eso ya lo has dicho.
– Estaba deshaciendo un traje viejo punto por punto, con una cuchilla de afeitar. Siempre se la ponía entre los labios cuando iba a tirar un poco de la tela o a cambiar de postura en la silla. Entonces sonó el teléfono. Cruzó la habitación con la cuchilla de afeitar entre los labios, bajó el primer escalón y tropezó con el sedal. La hoja desapareció por su garganta.
Morgan dejó escapar un hipido. Instintivamente, se llevó una mano a la garganta. Notó el pulso latir bajo la piel húmeda. El pensar en cómo sería tragarse una cuchilla de afeitar casi le hizo vomitar.
– Tu coco parece cristalino -dijo con cuidado-. Quizá lo único que te pasa es que llevas demasiado tiempo en el manicomio. Lo de tu madre fue un accidente. No fue por tu culpa. Por cierto, es bastante estúpido andar con una cuchilla de afeitar entre los labios. Y bastante estúpido por tu parte asumir la culpa.
– Yo puse el sedal.
– Pero era para jugar, ¿no? Ese episodio se archiva con esto como un accidente.
Lo dijo como un consuelo, pero no pareció surtir efecto.
– Los seres humanos creemos que dirigimos nuestras propias vidas -dijo Errki lentamente-. Pero no es así. Las cosas suceden, sin más.
Los dos callaron durante un buen rato.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó Morgan por fin.
– En un agricultor de mi pueblo, Johannes.
– Háblame de Johannes, ahora que estamos en marcha.
Morgan notó que el tiempo se había detenido. El futuro ya no existía, solo el presente. El presente eran Errki y él juntos, entre esas paredes de troncos oscuros, sombrías y agradables. El whisky le quemaba en las venas y le parecía estar volando.
Errki pensó en Johannes. Un hombre viejo, gris, arrugado y seco, con la mirada apagada. Sentía un parentesco con aquellos ojos, ojos sin esperanza. Y de repente, el viejo estaba un día en lo alto de una escalera.
– Era un borracho. Su mujer se murió, y Johannes se consumió en unos meses.
– Como mi madre cuando murió mi padre -comentó Morgan.
– Johannes empezó a beber. Bebía a todas horas, sin parar, y así durante muchos meses. La gente iba a su casa para ayudarle, pero de nada sirvió.
– ¿Y la bebida lo mató?
– No. Por fin se despertó y aterrizó, después de haber compartido una botella de alcohol con el párroco.
– Parece un tío muy majo, ese párroco.
– El párroco me vio y me llamó en voz alta, pero yo no me detuve. Pude haberlo hecho, pero salí lo más rápido que pude por la verja y me escondí detrás de los invernaderos.
– ¿Por qué te gritó el párroco?
– No seas impaciente.
Errki se volvió y cogió la botella. Morgan no opuso resistencia.
– Johannes empezó a trabajar en casa del párroco haciendo un poco de todo. Un día estaba encalando la iglesia. Se encontraba en lo alto de una escalera de tijera, trabajando arduamente. Entonces llegué yo. Johannes no me oyó porque estaba ocupado en su trabajo y además no paraba de silbar porque era feliz y había dejado de beber. Entonces me sentí decepcionado, Johannes había empezado a parecerse a los demás.
»Pero yo le grité: “¡HOLA, HOMBRE DE LA ESCALERA!”.
»¡Ah, Dios mío, qué susto se pegó! Del susto, se separó de la pared y la escalera hizo un enorme arco. Luego cayó hacia atrás.
– ¡Joder!
– Se dio contra la piedra superior de la valla. Me quedé mirando su cabeza destrozada. Sacudió varias veces la pierna antes de quedarse quieto. Entonces me escondí detrás de una lápida, vi al párroco salir, y lo oí gritar y gemir.
– ¿Y luego te echaron la culpa a ti?
– ¡Pero si tuve la culpa!
– Oye -dijo Morgan-, ¿cómo es posible que un tío tenga tan mala suerte como tú? ¿Naciste en martes y trece?
– Luego fueron a mi casa a buscarme.
– ¿Y qué les dijiste?
– Nada. Néstor me dijo que me callara.
– ¿Néstor?
Morgan se frotó los ojos.
– No entiendo cómo has podido meterte en tantos líos. Creí que yo era desgraciado. ¿Y qué pasó con esa otra? ¿Con la que encontraron ayer? ¿También fue un accidente? Puedes decirme la verdad.
Errki volvió lentamente la cara hacia él.
– Como ya te he dicho, las cosas suceden, sin más.
– Eso me parece una explicación demasiado fácil, ¿no? Los maderos te lo preguntarán. Tendrás que pensar qué vas a contestarles.
– Yo soy como una ola -dijo Errki con gran dramatismo-. Solo rompe una vez.
– Entonces debes contestar exactamente eso. Así te devolverán rápidamente al manicomio.
Morgan se secó la frente.
– Me duele la nariz- gimió.
Errki se encogió de hombros.
– Puedes arreglar tu nariz con la fuerza de tu mente, si te esfuerzas un poco.
– ¿Ah, sí, tío?
– Tienes que obligar con todas tus fuerzas a la infección a que retroceda. Tienes que curarte a ti mismo.
– No soy un jodido chino. No creo en esas cosas.
– Por eso estás tan mal.
– ¿Por qué no lo haces tú por mí? -preguntó en tono irónico-. Tampoco soy capaz de esforzarme. Estoy flojo como la gelatina.
– Tendrás que hacerlo tú mismo.
– Ya me lo figuraba -dijo Morgan desanimado-. Oye -dijo de repente-, vi una vez a un tío en la televisión que hizo estallar un vaso solo con la fuerza de su mente. Fue impresionante, pero en realidad solo es un truco de cine.
– El hacer estallar un vaso con la mente no es nada impresionante -dijo Errki-. Yo también sé hacerlo. El vidrio está en constante tensión, es fácil.
– ¡Vaya! ¡No entiendo cómo no te vas de gira y actúas por ahí!
– No me da la gana.
– ¿Y quién te lo ha enseñado?
– El mago de Central Park.
– Menos mal que tienes sentido del humor. Lo necesitaremos.
– ¿Sabes lo que sabía hacer él? -dijo Errki-. Sabía tensar la piel de sus manos hasta que reventaba.
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