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Karin Fossum: ¿Quién teme al lobo?

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Karin Fossum ¿Quién teme al lobo?

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En la pequeña localidad noruega de Finnemarka, la anciana granjera Halldis Horn es hallada muerta de un hachazo en su cabaña. El sospechoso principal es Errki, un muchacho esquizofrénico, al que las habladurías acusan también de haber matado a su madre. El carismático comisario Sejer es encargado del caso.

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Hacía calor y las carreteras estaban tranquilas. Campos amarillos hasta donde alcanzaba la vista. A lo lejos, una chica que iba empujando un cochecito de niño divisó esa figura negra contoneándose y comprendió que tendría que pasar por su lado. No había otro camino. El hombre tenía una pinta muy rara y, conforme se iba acercando, la chica notó que se ponía tensa. Su andar se volvió rígido. Esa extraña figura que iba avanzando mostraba una combinación de miedo y de agresividad, y ella pensó que no debía mirarle a los ojos, solo pasar muy deprisa por su lado. Mejor con un aire indiferente, superior. Al menos no debería traslucirse su pavor porque, igual que un perro que no es de fiar, pensó, ese hombre olería su miedo y la atacaría.

La chica era tan rubia y bonita como Errki oscuro y feo. Ella se acercaba, a pesar del velo, como una luz aguda. Agarraba con energía el cochecito, empujándolo con irritación delante de ella a modo de escudo, como si estuviera dispuesta a sacrificar su contenido con el fin de salvar su propio pellejo, pensó Errki. Llevaba mucho rato absorto en sus pensamientos cuando se percató de esa figura que andaba con paso ligero en el límite de su campo visual. Parecía tan insignificante como un tembloroso papel blanco. Errki no levantó la cabeza. Ya hacía rato que había registrado los contornos y el movimiento que le venían al encuentro. De todas las cosas que componían el mundo conceptual de Errki, una chica con un cochecito de niño era de las más miserables. Era incapaz de entender que eso de expulsar del cuerpo a un crío llegara a producir en la cara de las mujeres una estúpida expresión de éxtasis. Y ni siquiera la miseria y los miles de millones de miserables de la Tierra podían cambiar el concepto de la vida que tenían las mujeres. Él no lo comprendía. Y, sin embargo, la miró de reojo, preguntándose a sí mismo: ¿Malas intenciones, o no tiene ninguna? Él no conocía ninguna buena. Además, nunca se dejaba engañar. No se conocía al enemigo por lo externo, lo superficial. La chica podría llevar un cuchillo escondido bajo la manta del bebé, por ejemplo. Se imaginó uno con la punta rota y el filo dentado. Nunca se sabía.

Pasaron uno al lado del otro. Errki oyó en ese momento el frágil sonido a vidrio que se rompía. La chica se agarró al manillar del cochecito y levantó la mirada un instante. Vio aterrada la extraña luz en los ojos del hombre y, dentro de la chaqueta negra, que estaba abierta, pudo leer el texto de su camiseta:

MATA A LOS OTROS.

No pudo olvidarlo. Y así ella sería de las personas que luego informarían a la policía de haber visto al hombre que buscaban ese día en la llanura.

Los demás siempre lo perseguían. No solo a su cuerpo destrozado, en el que estaban amontonados los órganos, o el corazón, duro como una piedra, temblando detrás de la rejilla de huesos. Querían entrar dentro de él, dentro de su cuarto secreto con una lámpara cegadora. Envolvían sus malvadas intenciones en palabras bonitas, predicaban la belleza de la realidad y lo emocionante y desafiante que era pertenecer a una colectividad. Resultaba insoportable.

¡Pero si él no quería!

Sacudió la cabeza, aturdido. Los pensamientos habían vagado sin control, estorbando el tiempo. Volvió a entrar tambaleándose en el pequeño cuarto y se desplomó sobre el sucio colchón. Se alegraba de haberse fugado de ese asfixiante manicomio, se alegraba de haber encontrado esa casa abandonada. Estaba tumbado de lado, con las rodillas encogidas, las manos entre los muslos y la mejilla apretada contra el colchón mohoso. Se veía muy dentro de ese sótano oscuro y polvoriento en el que, a través de un estrecho agujero en el techo, entraba un débil rayo de luz que dibujaba una mancha circular sobre el suelo de piedra. Allí estaba Néstor sentado. A su lado había un abrigo harapiento, con un aspecto bastante inocente, como de algo dejado por olvido. Pero Errki sabía que no era así. Permaneció un buen rato tumbado, quieto y expectante. Y luego volvió a dormirse. La herida necesitaba tiempo para curar. Mientras se curaba, él soñaba tranquilamente. Él aceptaba que después del castigo, siempre venía el consuelo. Formaba parte del acuerdo. Eran las seis y tres minutos del cuatro de julio, y se acercaba un terrible calor.

La casa le sorprendió repentinamente, oculta dentro de un tupido bosque. Una vieja granja que llevaba deshabitada varias décadas y que, sin embargo, presentaba un estado excepcional de conservación, aunque la mayor parte de los enseres y muebles habían sido destrozados por los vagabundos. No pocos se habían establecido allí por algún tiempo, dejando sus huellas y botellas vacías en las habitaciones destartaladas.

Permaneció un rato en el bosque, con la mirada clavada en la casa. Era de troncos de madera y delante había un pequeño rectángulo en el que crecía la hierba. Primero tanteó la pesada puerta y luego la empujó. Se detuvo un instante a husmear. Dentro encontró una cocina, un cuarto de estar y dos habitaciones. En uno de los camastros había un viejo colchón con una funda a rayas. Se deslizó de habitación en habitación, mirándolo todo, aspirando el olor a madera vieja. En ese lugar, Errki se encontraba más cerca de sus antepasados de lo que podía imaginarse. La casa era una antigua granja de verano, construida sobre los cimientos de uno de los muchos asentamientos finlandeses del siglo XVII. Mientras recorría las estancias, escuchaba atentamente a las paredes mudas. Daban la impresión de haber sido testigos de sucesos. Quedaba aún ira en esas paredes. En algunas zonas de los gruesos troncos se veían astillas, como grandes heridas, como si alguien los hubiera atacado con un hacha. No quedaba ni una sola ventana entera, solo trozos de vidrio en alguno de los marcos agrietados. Errki tuvo tres o cuatro pensamientos: Era imposible llegar a ese lugar en coche y, que él supiera, nadie lo había visto cuando abandonó la carretera y comenzó a subir la ladera. No llevaba reloj, pero sabía que había andado exactamente media hora desde que dejó la carretera principal. No le preocupaba no tener comida ni ropa, pero tenía sed. Trabajó las mandíbulas con el fin de formar un poco de saliva. Empezó a masticar su propia lengua.

Luego fue a la estancia que había servido de cocina y abrió al tuntún algunos cajones. Como faltaban los tiradores, tuvo que valerse de sus largas uñas. Encontró un tenedor con los dientes rotos y un paquete de velas, migas y telarañas, tapones de botellas de cerveza y una caja de cerillas vacía. Delante de la ventana rota colgaban los restos de un visillo de tul que, al tocarlo, se deshizo entre los dedos. Volvió al cuarto de estar. Había una ventana que daba a la parte trasera de la casa, y otra en la pared opuesta, desde la que se veía un pequeño lago. Junto a la pared había un viejo diván forrado de una tela de nudos, y en la otra pared, un armario grande. Lo abrió y miró en su interior. No había nada. El suelo de tablas estaba lleno de manchas, y los zapatos se le pegaban al andar. Se dejó caer con cuidado sobre el diván. Los muelles chirriaron y una nube de polvo se levantó del forro raído, de modo que cambió de idea y fue a la primera habitación, al camastro que tenía colchón. Se quitó la chaqueta y la camiseta y se tumbó. Estuvo ausente durante una eternidad. Cuando por fin se despertó había olvidado donde estaba. Además, había soñado, razón por la cual cometió el gran error de ir, sin pensar primero, derecho al sol. Resultó humillante tener que recoger sus propias vísceras de la escalera, mientras escuchaba la malvada risa de Néstor y los intestinos le pasaban por entre los dedos como crías de serpiente.

Se despertó por segunda vez. Se incorporó con cuidado y miró fijamente el cuarto. Se tocó el pecho y notó que estaba intacto. Solo quedaba una cicatriz roja y dentada que bajaba desde entre los pezones hasta el ombligo. El sol había subido más. Se levantó del catre. El cuarto estaba vacío, solo una mesilla de noche muy rudimentaria con apenas un cajón de madera. Cruzó despacio la habitación y sacó el cajón. Mientras lo miraba se frotó distraídamente un punto dolorido de una de sus caderas. Había estado tumbado sobre algo duro. Volvió al catre, miró el colchón y lo tocó. Había algo allí, algo estrecho y duro. Desconfiado, levantó el colchón y le dio la vuelta. Por el otro lado, había un gran agujero en la funda, y alguien había sacado parte de la gomaespuma. Metió una mano dentro de la funda y la empujó hacia dentro hasta que se topó con algo frío. Volvió a sacarla y la miró extrañado, incapaz de creer lo que estaba viendo. Allí, en ese lugar destrozado, dentro de un viejo colchón mohoso, había un revólver. Lo cogió con ambas manos y estudió el cañón. Al principio, a Errki le pareció un objeto extraño, pero cuando se lo colocó bien en la mano derecha y puso el dedo sobre el gatillo, notó lo bien que encajaba, la fuerza que tenía. Toda la fuerza del cielo y de la Tierra. Brisa, vendaval y tormenta. Lo abrió con curiosidad y lo examinó. Había una sola bala en la recámara. Alterado, la sacó para estudiarla más de cerca. Era larga, brillante y con la punta redonda. Volvió a meterla, deleitándose en lo bien que encajaba. El hallazgo le hizo mirar a su alrededor. Alguien que había pasado allí la noche había dejado el revólver. Era extraño. Tal vez esa persona hubiera sido sorprendida y no hubiera tenido tiempo de llevárselo. Tal vez estuviera aguardando en algún lugar para volver a recogerlo. Era un revólver estupendo. Errki no sabía nada de armas, pero creía que era un revólver de gran calibre de una marca cara. Leyó las pequeñas letras de la empuñadura: Colt.

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