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Karin Fossum: Presagios

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Karin Fossum Presagios

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El verano llega a su fin en una pequeña localidad rural de Noruega. Sus habitantes, acostumbrados a la tranquilidad de sus urbanizaciones rodeadas de bosques y lagos, no están preparados para lo que se avecina. Pequeños y terribles malentendidos comienzan a sucederse: llamadas de hospitales anunciando accidentes que no han ocurrido, periódicos que publican esquelas de ancianos que siguen vivos… presagios de que algo terrible está a punto de ocurrir. El mismo día que comienza todo, el inspector de policía Sejer recibe una extraña nota: «El infierno empieza ahora». Él y su compañero, el detective Jacob Skarre, se ponen manos a la obra para descubrir quién está detrás de tanta confusión. Probablemente ni siquiera el artífice de todo ello sea capaz de prever la marea de violencia que está a punto de desbordarse, porque, ¿quién sabe de qué es capaz la gente cuando ha perdido la sensación de seguridad? En Presagios, Karin Fossum consigue un retrato fascinante de una pequeña comunidad que se tambalea al borde del precipicio.

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El inspector dio la espalda a la ventana y se sentó un instante junto a su escritorio. Era un hombre tímido y no le seducía la idea de tener que salir y exponerse al espacio abierto, al sol, al calor y a la curiosidad de periodistas tremendistas. Pero su puesto de inspector jefe implicaba la obligación de actuar como la imagen de la comisaría de cara al exterior, de informar y dar parte, a su manera reposada.

– ¿En qué estás pensando? -le preguntó Skarre en voz baja y tono confidencial.

– A decir verdad, en este momento estoy pensando en mi nieto -confesó Sejer-. Matteus, ya sabes. Estudia en la escuela de ballet de la Ópera. Acaban de enterarse de que uno de los alumnos podrá actuar en la sala principal. En la primavera, en abril.

– ¿Y van a hacerle una prueba? -preguntó Skarre.

– Exactamente -contestó Sejer-. El diez de octubre hará una prueba para el papel de Sigfrido. De El lago de los cisnes , creo.

– El príncipe -apuntó Skarre.

– Sí -contestó Sejer-. Se juega mucho. Está obsesionado con conseguir ese papel. Pero hay muchos muy buenos.

Se quedó mirando fijamente el vade que tenía sobre la mesa, un mapamundi. A su nieto de dieciocho años, hijo de su hija, lo habían adoptado en Somalia, y Sejer puso el dedo índice en ese país, reproducido en amarillo en el mapa. Matteus tenía cuatro años al llegar a Noruega. Ahora era un bailarín de gran talento de la escuela de ballet de la Ópera, con un físico impresionante y unos durísimos músculos color café.

– ¿Crees que querrán elegir un príncipe negro? -preguntó de repente, un poco preocupado-. Me parece que hay ciertos papeles que jamás se ven en versión negra.

– Ponme un ejemplo -le pidió Skarre.

– Robin Hood -contestó Sejer-. Peter Pan.

– Te preocupan los prejuicios de la gente. Pero eres tú quien los tiene.

Sejer miró a su colega más joven como queriendo pedir perdón.

– Se trata de una preocupación de muchos años que nunca me abandona. No ha sido siempre tan fácil. En el transcurso de estos años, Matteus se ha pasado mucho tiempo solo en el patio de recreo; ha habido momentos muy duros. Y ahora El lago de los cisnes -prosiguió-. Y luego el príncipe. Serán muchos disputándose el papel. Bueno, el tiempo lo dirá. No voy a darte más la lata con este tema.

Se dispuso a salir al encuentro con la prensa. Se enderezó y se miró el nudo de la corbata. Estaba tenso y liso.

– Estás pensando en todas esas chicas-cisne -bromeó Skarre-. Con plumas y tules. Y tienes miedo de que Matteus destaque. Pero incluso los cisnes aparecen en versión negra, ¿sabes?

– ¿De verdad? -dijo el inspector.

– Junto a la catedral de Palma hay un lago con cisnes negros -explicó Skarre-. Evidentemente, son mucho más elegantes que los blancos. Además, son más raros -añadió.

Sejer salió al sol, a encontrarse con los periodistas.

La conversación con Skarre lo había puesto de mejor humor.

* * *

Esa misma tarde estaba sentado frente al televisor en un cómodo sillón junto a la ventana, con un cojín a la espalda.

Su perro, un shar-pei chino al que llamaba Frank y que era, como suelen ser los chinos, digno, inaccesible y paciente, se había tumbado junto a sus pies. Frank tenía unas orejas minúsculas y cerradas, razón por la que oía bastante mal. Con su arrugada piel gris parecía una gamuza. Muy adentro de todas esas arrugas estaban los ojos, negros y penetrantes, pero con una vista algo reducida. El asunto del bebé de Bjerketun ocupaba mucho espacio en el telediario. Será lo dramático y lo descarado lo que tanto atrae, pensó Sejer. La gente se queda espantada. Y eso será lo que él pretende.

Estuvo mucho tiempo sentado frente al televisor. Primero se vio a sí mismo en las noticias del canal TV Noruega. Luego en las del canal estatal a las siete, y más tarde en el resumen de noticias de la noche a las once. De canal en canal iba repitiendo las mismas palabras.

Esto es algo que nos tomamos muy en serio.

Su nombre, y el título, «inspector», aparecían en el extremo inferior izquierdo de la pantalla. Observó su intervención con una mezcla de sentimientos. Vio que los años habían dejado sus huellas, estaba más canoso, con las facciones más marcadas, y algo más flaco. Los pómulos y la mandíbula sobresalían claramente, y los ojos de color pizarra estaban más hundidos. Pensó sin querer en la muerte. En que la muerte crecía desde dentro, ocupándose lentamente de todos sus rasgos.

Aquí vengo yo. La Muerte.

Se inclinó y acarició la cabeza de Frank. Apartó los pensamientos siniestros. Luego pensó en su nieto, Matteus, el bailarín. Parpadearon en su interior oníricas imágenes de El lago de los cisnes que alguna vez había visto en la televisión. Las menudas bailarinas con plumas en la cabeza dando ligeros saltos por el suelo, la música nostálgica. Un Sigfrido negro. Bueno, pensó. Si es lo suficientemente bueno, le darán el papel. Así es como funciona. Hay justicia en el mundo, al menos en nuestra parte del mundo, porque tenemos recursos, y la justicia cuesta dinero. Algunos reciben lo que se merecen. Unos cuantos años en la cárcel si su delito es muy grave. O el papel de príncipe en El lago de los cisnes en la Ópera si son unos bailarines excepcionales. Su nieto Matteus lo era. Al menos Sejer tenía entendido que era excepcionalmente bueno. Negro, fuerte y exótico, lleno de empuje y tremendamente capaz. Permaneció sentado en el sillón descansando un rato. La cabeza apoyada en el respaldo, las manos sobre los reposabrazos. Sus pensamientos se centraron en el bebé Margrete Sundelin. Alguien lo planificó todo minuciosamente, pensó, y en solo unos segundos creó una situación de terror para los padres. Una sacudida que sentirían en el fondo de su alma, y que recordarían el resto de su vida. Pero ¿por qué Margrete? ¿Por qué la pareja Sundelin?

A medianoche se levantó del sillón y apagó todas las luces. Dejó a oscuras el salón, luego el comedor, la cocina y el baño. Permaneció unos instantes de pie en medio del piso contemplando el contorno de los pesados muebles de roble. Heredados de sus padres. Eran como pacientes amigos que siempre habían estado allí. De vez en cuando, solo en la oscuridad de su propia casa, jugaba a un pequeño juego que nadie conocía excepto él. Jugaba a que su mujer, Elise, estaba sentada en el alto sillón junto a la ventana, susurrando: Vete a dormir, enseguida voy yo. Pero hacía mucho tiempo que ella no se sentaba en ese sillón. Elise murió de cáncer, él se quedó viudo joven, y su vida no fue lo que él había pensado. Tardó mucho tiempo en encontrar otra senda, otro camino en la vida. Pero eso le pasa a mucha gente, pensó. Su perro Frank lo acompañó de habitación en habitación. Era lento y juicioso como el propio Sejer, con una elegante inaccesibilidad muy propia de él. Cuando todo el piso se quedó a oscuras, caminó hasta el dormitorio con sus piernas algo cortas y se tumbó en la alfombrilla junto a la cama, donde permanecería toda la noche vigilando a su amo, alerta como solo puede estarlo un perro chino de pelea. Sejer se quedó escuchando en la oscuridad. Le pareció oír un zumbido lejano. Podría ser el ascensor, pensó, pero era muy tarde, y no había mucho tráfico en el edificio a esas horas, alrededor de medianoche. Luego se acordó de que Elna, la vecina de enfrente, trabajaba muchas veces de noche. Era limpiadora en el Muelle de Aker y sus jornadas eran largas y duras. Entró en el dormitorio y empezó a desabrocharse la camisa blanca por el cuello. En ese momento alguien llamó a la puerta. Frank se levantó al instante, fue hasta la entrada de un salto y se colocó delante de la puerta, donde enseguida se puso a gañir, metido en su papel de guardia fronterizo. Sejer pensó inmediatamente en su hija Ingrid y en Matteus, en si les había pasado algo y lo necesitaban. Pero habrían llamado por teléfono. Vaciló un par de segundos, pero ni se le ocurrió pensar en no abrir, pues alguien quería hablar con él, y él quería prestar su ayuda, esa era su forma de ser. No había nadie fuera. Solo el pasillo vacío con paredes grises de piedra, una caja de emergencias con un hacha dentro, y la barandilla de hierro forjado. Oyó que el ascensor estaba bajando y siguió la luz naranja con la mirada. Entonces descubrió algo sobre el felpudo. Era un pequeño sobre gris. Lo cogió y volvió a entrar en la casa, corrió hasta la ventana del salón y se puso a esperar. Al cabo de aproximadamente un minuto vio a una persona cruzar el aparcamiento corriendo. Joven, pensó, y muy rápido. Definitivamente, un hombre. De complexión delgada. Menos de cuarenta años, probablemente menos de treinta. La figura desapareció por el sendero y se la tragó la oscuridad. Sejer estaba convencido de que ese hombre que corría era el que había dejado el mensaje sobre su felpudo. Fue a la cocina y encendió la luz. Examinó el sobre. Era de papel reciclado, C 5, sin nombre. Abrió el cajón de la cocina, cogió un cuchillo afilado y rasgó el sobre. Dentro había una postal con la foto de un animal. Un animal negruzco con un rabo grande y desaliñado. Sostuvo la postal con mucho cuidado. Le dio la vuelta y leyó en el reverso: «Animales noruegos de presa. Glotón. Fotógrafo: Goran Jansson».

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