Håkan Nesser - La tosca red

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En la húmeda y gris ciudad de Maardam, situada en algún lugar de Europa, el comisario Van Veeteren y sus hombres se enfrentan al caso Janek Mattias Mitter, un catedrático de instituto que no recuerda si ha matado a su esposa o no. Están muy lejos de sospechar el terrible drama que va a descubrirse durante la investigación.La tosca red es el comienzo de una serie de diez novelas sobre el comisario Van Veeteren y sus colegas en la Policía de Maardam.

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– Señorita deMaas -decidió Van Veeteren-. Si hay algo que yo he aprendido en este oficio es que hay más relaciones en el mundo que partículas en el universo.

Esperó un poco mientras dejaba que sus ojos verdes le contemplaran.

– Lo difícil es encontrar las relaciones acertadas -añadió.

– ¿Ha conseguido usted hacerlo? -le había preguntado ella justo antes de separarse en la plaza-. ¿Ha encontrado la relación acertada?

– Yo creo que sí -había contestado él-. Sólo tengo que estudiar los ingredientes con un poco más de detenimiento para estar seguro.

No tenía del todo claro lo que quería decir cuando lo había dicho… sus ojos eran demasiado grandes y serios… y aquello no quedaba mal… y además, ¿dónde se decía que el pensamiento tiene que llegar necesariamente antes que la expresión? ¿No había aprendido también, con el paso de los años, que lo mismo podía ocurrir al revés?

Deja que aparezcan las palabras, siempre esconden algo, como solía decir Reinhart.

Ella le había abrazado y le había dado las gracias por la comida y de pronto él se dio cuenta de que era la segunda mujer en el curso de la investigación con la que podía haber caído.

Si hubiera tenido la edad apropiada, por decirlo de algún modo. E inclinación a caer.

Le costó media hora mientras conducía sacudirse esos pensamientos inoportunos, pero le dejaron tiempo suficiente para pensar en las cosas de las que se había enterado y para planificar el siguiente paso.

Ya no quedaba mucho, lo sentía. Una o dos entrevistas más. Algunas preguntas específicas a las personas adecuadas y todo el trasfondo quedaría aclarado.

Y lo único que faltaría sería encontrar al actor principal del drama. Al protagonista.

El asesino.

Suspiró y notó que la repugnancia aumentaba.

El hastío y la desesperanza.

¿Cuántos habían sido, en resumidas cuentas? ¿A cuántas personas les había costado la vida esta coacción, esta perversión…?

Dos… fuera de toda duda.

Tres… con muchas probabilidades.

Cuatro… posiblemente.

¿Más quizás?

No lo consideró inverosímil. Después de todos esos años en la zona sombría de la sociedad no había muchas cosas que le resultasen increíbles.

Y con todo, ¿y si no confesaba?

¿Y si se hubiera curtido hasta el punto de que simplemente lo negara cuando Van Veeteren se enfrentase con él?

Eso no era muy probable, pero desde luego era posible… ¡Y entonces habría que probar toda la mierda!

Juró en voz alta y aumentó la velocidad…, pero se acordó de las condiciones.

¿Pruebas?

Ése no era su dolor de cabeza. A eso podían dedicarse los otros, Münster y Reinhart y Rooth, mientras él disfrutaba bajo las palmeras de Brisbane…

¿Había palmeras en Brisbane?

Puso a Handel y volvió a aumentar la velocidad.

38

Münster contempló sus listas. Luego contempló a Jung, que estaba sentado medio dormido debajo del retrato del ministro de Justicia.

El señor y el esclavo, pensó Münster. El ministro de mirada de halcón estaba rígido y estirado de cuerpo entero contra un fondo azul pálido flanqueado por la bandera y el león a un lado y por la mesa escritorio con el código y el mazo al otro.

Jung, por su parte, recordaba a un profesional del crimen… encogido, con los pantalones de pana sucios y la camisa manchada de café, sin afeitar y con un par de días de trabajo acumulados en bolsas oscuras debajo de los ojos.

– Pues… -dijo Münster carraspeando-. Por lo que veo, ya está.

– ¿Hum? -dijo Jung.

– Queda uno. Así que es él.

– ¿Qué cojones dices? -dijo Jung frotándose los ojos con los puños-. ¿Hay más café?

Münster llenó dos tazas.

– Siéntate aquí y controla, lo repaso todo otra vez.

Jung dejó al ministro y se sentó junto a la mesa escritorio.

– Aquí tenemos los nombres de los que no tienen coartada para el asesinato de Eva -dijo Münster, y le acercó un papel-. Son bastantes…

– ¿Te refieres a toda la población mundial o sólo a la de Europa? -preguntó Jung.

– Me refiero a gente del Bunge y a otros conocidos -contestó Münster.

Jung hizo un gesto con la cabeza y tomó un sorbo de café.

– Aquí están los que han vivido en la ciudad dos años o menos -continuó Münster, y le dio otro papel.

– Y aquí están los que tienen… coartada parcial para el asesinato de Mitter.

– Los que han podido entrar y salir un rato -dijo Jung.

– Y han podido volver -dijo Münster-, y matarle.

– Clavarle el cuchillo -dijo Jung.

– Apuñalarle -dijo Münster-. Por cierto, hace un momento recibí un informe de deBries. Parece bastante verosímil…, él lo dijo así, bastante verosímil que alguien haya trepado por el canalón más de una vez.

– ¿Cómo ha llegado a esa conclusión?

Münster sonrió.

– Él y Moss han trepado. Bueno, Moss trepó y deBries levantó acta… probaron ocho cañerías distintas entre el suelo y el tercer piso. En todas pudo realizarse el primer descenso sin problemas… sólo tres aguantaron el cuarto intento…

– ¿Cuánto pesa Moss? -preguntó Jung.

– Alrededor de noventa, diría yo -contestó Münster-. Parece que piensa en dejar el cuerpo, según deBries, pero tanto los pacientes como los médicos han debido de pasar una tarde entretenida… Anda, mira bien los nombres y compara. ¿A cuántos encuentras en los tres papeles?

Jung estudió los papeles un rato.

– Uno -dijo.

– Exactamente -dijo Münster-. Si es él, la teoría de la carta es cierta también. ¿Nos vamos?

Jung miró el reloj.

– ¿Adónde?

– A casa -dijo Münster-. Yo llamaré a Van Veeteren mañana por la mañana.

– Oye, Münster -dijo Jung cuando bajaban en el ascensor-. ¿Qué es lo que hay detrás de todo esto? El móvil, quiero decir…

– No tengo ni puta idea -contestó Münster.

– Aquí Reinhart -dijo Reinhart.

– Pero ¡qué cojones…! -dijo Van Veeteren-. ¿Sabes qué hora es?

– Las cuatro y media -dijo Reinhart-. ¿Dormías?

– Vete a la mierda. ¿Qué quieres?

– ¿Te has enterado de lo de la mujer del parque Leisner?

– Sí… algo oí. ¿Qué pasa con ella? ¿Ha vuelto en sí?

– Yo creo que hay una conexión.

– ¿Una conexión?

– Sí, una relación.

– ¿Con qué?

– Con tu asesino, claro está. ¿No es el sagaz comisario Van Veeteren con quien tengo el gusto de hablar?

– No, éstos son sus herederos -dijo Van Veeteren-. Explica qué coño quieres decir porque si no habrá otra investigación.

– He interrogado a unas cuantas personas…

– Eso espero.

– Entre ellas a una amiga… Johanna Goertz se llama. Resulta que Liz Hennan le ha confiado ciertas cosas.

– ¿Hennan? ¿Es la víctima?

– Sí, Liz Hennan… el jueves le contó a Johanna Goertz que había conocido a un tío. Que iba a volver a verle el sábado…, este sábado, y que tenía miedo. Habló un poco de él también, no mucho, porque no sabía mucho. Ni siquiera cómo se llamaba. Se hacía llamar John, pero ella no creía que fuera su verdadero nombre… ¿me sigues?

– Sí -dijo Van Veeteren-. Al grano, Reinhart.

– De un momento a otro -dijo Reinhart-. Parece que el hombre le había contado una cosa extraña a Liz Hennan, así como de paso, es de suponer… le había dicho que en una ocasión había sorprendido al asistente social con una alumna.

– ¿Cómo?

– Sí. In fraganti, vaya. El asistente social con una alumna…, ¿qué crees tú que indica eso?

Van Veeteren permaneció en silencio unos segundos.

– Escuela -dijo luego.

– Lo mismo pienso yo -dijo Reinhart-. Pero ahora estoy un poco cansado… me parece que voy a ir a acostarme con el teléfono desconectado. Puedes llamarme a eso de las nueve.

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