Håkan Nesser - La tosca red

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En la húmeda y gris ciudad de Maardam, situada en algún lugar de Europa, el comisario Van Veeteren y sus hombres se enfrentan al caso Janek Mattias Mitter, un catedrático de instituto que no recuerda si ha matado a su esposa o no. Están muy lejos de sospechar el terrible drama que va a descubrirse durante la investigación.La tosca red es el comienzo de una serie de diez novelas sobre el comisario Van Veeteren y sus colegas en la Policía de Maardam.

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– ¿Tenía Mitter algún papel en la mano? -preguntó Münster.

– No -cogió la palabra deBries-. Hemos insistido mucho con Ingrun sobre eso. Él no es, desde luego, el más despierto de todos los que hemos interrogado, pero estamos bastante seguros de que no. Mitter no tenía ningún papel fuera del que le dio Ingrun.

– ¿Se fijó el pollo ese en si escribió la carta o la dirección primero? -quiso saber Van Veeteren.

– No, desgraciadamente -dijo Rooth-. Estaba demasiado concentrado en fumar. Usted le conoce, comisario.

– Sí -dijo Van Veeteren-. Y soy de la misma opinión que vosotros.

Hizo una pausa y contempló la pequeña pila de escarbadientes mordisqueados que tenía delante en la mesa.

– La cuestión es, pues -retomó la discusión-, si Mitter escribió al instituto Bunge o a algún otro sitio. Por lo que a mí respecta, pienso seguir suponiendo que fue al Bunge. Vosotros podéis opinar lo que os parezca. ¿Cuál era el detalle de la mañana? Me parece que ya sé a lo que os referís, pero es mejor que todos estén informados…

Rooth suspiró.

– Mitter estuvo en la cabina telefónica un rato por la mañana, pero no para buscar una dirección, evidentemente… hizo una llamada.

– Muy interesante -dijo Van Veeteren-. ¿Adónde si se me permite la pregunta?

– A lo mejor puede decirlo usted mismo, comisario… si he entendido bien -dijo deBries.

– Hum… -refunfuñó Van Veeteren-. Klempje ha confesado.

– ¿Cómo confesado?

Reinhart lanzó una nube de humo.

– Hubo una llamada de Majorna al policía de guardia el lunes pasado… era Mitter que tenía algo que decirnos. Preguntó por mí, pero yo no estaba… y no me informaron cuando llegué.

– ¡Pero eso es una cabronada! -exclamó Reinhart.

Hubo unos segundos de silencio.

– ¿Qué pasó con Klempje? -preguntó Jung-. ¿Cuándo se enteró usted?

– Ayer -dijo Van Veeteren-. Klempje está, de momento, en otras funciones.

Reinhart asintió. DeBries estornudó.

– ¿Alguna otra cosa de Majorna? -preguntó Van Veeteren.

Rooth sacudió la cabeza negativamente.

– Si encontramos alguna víctima más allí -dijo-, propongo que no se nos mande a deBries ni a mí. No es un lugar saludable para un frágil policía criminal.

– ¿Preguntas? -dijo Van Veeteren.

– Una -dijo Reinhart-. Si consiguieron olvidar a un visitante durante toda la noche, puede pensarse también que el interfecto se marchara tranquilamente de allí. Sin que notaran nada… es decir, mucho antes.

– En principio, sí -contestó Rooth-. Pero no por la puerta de entrada.

– ¿Puede haber salido por otro camino?

– Desde luego -dijo deBries.

Reinhart golpeó la pipa en la papelera.

– ¿Estás seguro de que está apagada? -preguntó Rooth.

– No, pero si empieza a arder, lo notaremos. Somos siete sabuesos los que estamos aquí, coño.

Van Veeteren escribió algo en el cuaderno que tenía delante.

– ¡Qué putada! Se nos había pasado por alto. Gracias, Reinhart.

Reinhart abrió los brazos.

– De nada.

– Sigamos, pues. Al instituto Bunge. Primero la carta, por favor.

Münster se enderezó.

– Lo siento -dijo-. No sacamos nada en limpio. Reinhart y yo sondeamos a fondo tanto a los bedeles como a la señorita Bellevue, pero no se puede exigir que se acuerden de una carta que llegó hace una semana. Reciben casi trescientos envíos todos los días, cerca de doscientos por la mañana y aproximadamente la mitad después del almuerzo.

– ¿Quién reparte el correo?

– Ese día fue la señorita Bellevue y uno de los bedeles por la mañana… y el otro bedel por la tarde.

Van Veeteren asintió.

– Lástima -dijo-. ¿No hay ningún pero?

– Es posible -dijo Reinhart-, pero es cuestión de pedantería. Preparé tres sobres… dos que yo sabía a ciencia cierta que estaban en la correspondencia del instituto la semana pasada…

– ¿Cómo diablos pudiste organizar eso? -interrumpió deBries.

– ¿A ti qué te importa? -dijo Reinhart-. Tengo un contacto.

– Una portuguesa contratada por horas -especificó Münster.

– Bueno -dijo Reinhart-, el caso es que los tres, los dos bedeles y la señorita Bellevue, reconocieron esos dos sobres, pero ninguno de ellos parecía haber visto la carta de Majorna.

– ¿Qué conclusión sacas tú de eso? -preguntó Van Veeteren.

– No tengo ni puta idea -dijo Reinhart-. Ninguna, creo. Quizá sea interesante que reconocieran los sobres, aunque no recordaran el destinatario…, pero que ni siquiera recordaran la carta de Mitter…

– Muy interesante no es -dijo deBries.

– Lo reconozco -dijo Reinhart.

Van Veeteren suspiró y miró el reloj.

– ¿Por qué no nos tomamos un café? Rooth, ¿no te importaría…?

– Voy -dijo Rooth, y desapareció por la puerta.

– ¡Sigue! -ordenó Van Veeteren cogiendo un bollo.

– Bien -dijo Münster-. Nos pasamos allí todo el jueves, Reinhart y yo, Jung y Heinemann, e interrogamos en total a ochenta y tres personas. Siete estaban ausentes, pero Jung habló con ellos ayer… dos empleados tienen excedencia desde hace tres semanas, yo creo que podemos descartarlos… a la mayor parte de estos individuos los conocí yo mismo durante la investigación de hace un mes y no podría afirmar que haya sido un reencuentro feliz… para ninguna de las partes.

– A nosotros no nos pagan para que la gente nos quiera -dijo Van Veeteren-. ¿Encontrasteis algún asesino?

– No -respondió Münster-. A unos cuantos puedo imaginármelos metidos en chirona…, pero nadie se desenmascaró…

– ¿Ninguna sospecha por leve que sea? -insistió Van Veeteren.

– No por mi parte, en todo caso -dijo Münster.

– Ni por la mía -corroboró Heinemann-. Ni la más mínima sospecha.

Jung y Reinhart movieron la cabeza negativamente.

– Es que no era de esperar tampoco -dijo Reinhart-. ¡Cualquier hijoputa puede mantener el tipo cuando hay noventa sujetos!

– Probablemente -dijo Van Veeteren-. Vamos a concentrarnos, pues, en las cuestiones principales, coartadas y duración del empleo.

– ¿Qué tiene que ver la duración del empleo con esto? -preguntó Rooth.

– Yo creo que el asesino lleva en el instituto poco tiempo -contestó Van Veeteren.

– Y eso ¿por qué?

– Es una corazonada que tengo, nada racional, nada que se sostenga en un juicio. ¡Sigamos!

Jung le acercó a Münster los papeles que tenía en las rodillas.

– All right -dijo Münster-, esto va a ser una acrobacia de cifras, pero si podemos eliminar a ochenta y nueve de noventa, luego no habrá más que ir a por el asesino, supongo yo.

– Hablando de que se sostenga en un juicio -dijo Rooth.

– Noventa individuos, es decir, todos, sostienen que son inocentes -empezó Münster.

– ¿De veras? -dijo deBries.

– Ochenta y dos dicen tener coartada la noche del jueves, cuando Mitter fue asesinado; los otros ocho se fueron directamente a casa después de salir del instituto y estuvieron solos toda la tarde y toda la noche.

Van Veeteren volvió a escribir algo.

– De los ochenta y dos hemos controlado a sesenta y uno… y los hemos desechado. De los veintiuno dudosos vamos a poder desechar unos quince. Quedan alrededor de seis que no tienen coartada o que la tienen muy mala. Si contamos bien y creo que así lo hemos hecho, nos quedan catorce personas… tal vez alguno más, que han tenido posibilidad…, no es más que una hipótesis, claro, de asesinar a Mitter.

Münster hizo una pausa. Rooth se levantó y empezó a servir más café de la cafetera… deBries carraspeó… Reinhart se quitó la pipa de la boca y se inclinó hacia delante. Van Veeteren apartó los restos de un bollo con un lápiz…

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