Jussi Adler-Olsen - La mujer que arañaba las paredes

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La mujer que arañaba las paredes: краткое содержание, описание и аннотация

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En Copenhague, el policía Carl Mørck está atravesando una de las épocas más negras de su vida. Tras ser sorprendido por el ataque de un asesino, un compañero suyo resulta muerto y otro gravemente herido. Su sentimiento de culpabilidad aumenta cuando su jefe y la prensa dudan de su actuación. Relegado a un nuevo departamento dedicado a casos no resueltos, Carl Mørck ve una oportunidad de demostrar su valía al descubrir las numerosas irregularidades cometidas en el caso de Merete Lynggaard.
Cuando en 2002 esta mujer, una joven promesa de la política danesa, desapareció mientras realizaba un viaje en ferry, la policía decidió cerrar el caso por falta de pruebas. Sin embargo, Merete Lynggaard sigue viva aunque sometida a un terrible cautiverio. Encerrada y expuesta a los caprichos de sus secuestradores, sabe que morirá el 15 de mayo de 2007. Carl Mørck ha de utilizar todo su ingenio e intuición.

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– Sí, es verdad, se llamaba Basil -admitió Assad, asintiendo con la cabeza-. Pero hay muchas cosas que he olvidado, Carl. No quiero recordarlas. Lo he…

Estaba buscando la palabra.

– ¿Lo has reprimido?

– Sí, eso suena bien.

Bueno, en ese caso no voy a llegar a ninguna parte por ese camino, pensó Carl. Iba a tener que cambiar de estrategia.

– ¿Sabes qué creo, Assad? Creo que estás mintiendo. No te llamas en absoluto Hafez el-Assad, sencillamente es el primer nombre que te vino a la cabeza cuando buscaste asilo, ¿verdad? Me imagino que el que te hizo los papeles falsos se echaría unas risas, ¿no? Podría incluso tratarse de la misma persona que nos ayudó con la lista de teléfonos de Merete Lynggaard; ¿lo era?

– Creo que es mejor que lo dejemos, Carl.

– ¿De dónde eres en realidad, Assad? Bueno, ya me he acostumbrado al nombre, así que lo seguiré usando, aunque en realidad es tu apellido, ¿verdad, Hafez?

– Soy sirio, de Sab Abar.

– De un suburbio de Sab Abar, ¿no?

– Sí, al nordeste del centro.

Todo sonaba muy verosímil, pero a Carl le costaba aceptarlo sin más. Diez años y cientos de interrogatorios antes puede que sí. Pero ya no. El instinto chirriaba. Assad no reaccionaba con normalidad.

– En realidad eres iraquí, ¿verdad, Assad? Y tienes cadáveres a tus espaldas que harían que te expulsaran de aquí al país de donde vienes, ¿no es verdad?

El rostro de Assad volvió a cambiar. Las arrugas de su frente se borraron. Tal vez había divisado una salida, tal vez decía simplemente la verdad.

– ¿Iraquí? En absoluto, estás diciendo tonterías, Carl -se defendió, herido-. Ven a casa a ver mis cosas. La maleta la traje de allí. Puedes hablar con mi mujer, entiende algo de inglés. O con mis hijas. Así sabrás que lo que digo es verdad. Soy un refugiado político, y he tenido experiencias espantosas. No tengo ganas de hablar de ello, Carl, ¿no puedes dejarme en paz? Es verdad que no he estado mucho con Hardy, como ya he dicho, pero es que Hornbæk está muy lejos. Estoy intentando traer a Dinamarca a mi hermano, y eso lleva su tiempo también, Carl. Lo siento. En adelante diré las cosas como son, o sea.

Carl se recostó en la silla. Casi le entraron ganas de empapar su cerebro escéptico en el agua almibarada de Assad.

– No entiendo cómo te has familiarizado tan rápido con el trabajo policial. Estoy muy contento por tu ayuda. Eres un tipo estrafalario, pero tienes talento. ¿De dónde te viene?

– ¿Estrafalario? ¿Qué es eso? ¿Tiene que ver con espíritus, o algo así? -dijo, dirigiendo a Carl una mirada candorosa. Sí, tenía talento. Puede que no fuera más que talento natural. Puede que lo que decía fuera verdad. Tal vez fuera él quien se había convertido en un quisquilloso gruñón.

– En tus papeles no pone gran cosa sobre tus estudios. ¿Qué estudios tienes? -preguntó.

Assad se encogió de hombros.

– Poca cosa, Carl. Mi padre tenía una pequeña empresa de conservas. Lo sé todo acerca de cuánto tiempo puede aguantar una lata de tomates pelados a una temperatura de cincuenta grados.

Carl trató de sonreír.

– Y no podías evitar meterte en política, y terminaste teniendo un nombre equivocado, ¿no es así?

– Sí, algo parecido.

– ¿Y te torturaron?

– Sí, pero no quiero hablar de ello. No has visto, o sea, cómo me puedo poner cuando estoy triste. No puedo hablar de ello, ¿vale?

– De acuerdo -convino Carl, asintiendo con la cabeza-. Pero en lo sucesivo me dirás siempre qué haces en tus horas de trabajo, ¿comprendido?

Assad levantó el dedo pulgar.

Carl apartó su mirada de Assad.

Después levantó en el aire la mano con los dedos extendidos y Assad la palmeó con la suya. Habían hecho las paces.

– Bien, Assad, sigamos adelante. Tenemos cosas que hacer. Hay que encontrar a ese Lars Henrik Jensen. Espero que dentro de poco podamos meternos en el registro civil, pero hasta entonces tenemos que intentar encontrar a su madre, se llama Ulla Jensen. Una persona de Risø… -vio que Assad iba a preguntar qué era eso, pero tendría que esperar-. Una persona me ha informado de que vive al sur de Copenhague.

– Ulla Jensen ¿es un nombre poco frecuente?

Carl sacudió la cabeza.

– Sabemos cómo se llamaba la empresa del marido, o sea que podemos atacar por varios ángulos. Primero voy a telefonear al registro mercantil. Esperemos que esté disponible. Mientras tanto, tú busca a Ulla Jensen en las páginas blancas. Prueba en Brøndby y ve hacia el sur. Valensbæk, tal vez Glostrup, Tåstrup, Greve-Kildebrønde. No bajes hasta Køge, que es donde estaba la fábrica del marido antes. Está al norte de ahí.

Assad pareció aliviado. Cuando iba a salir por la puerta se volvió y dio un abrazo a Carl. Su barba crecida parecían punzones, y la loción de afeitado una marca barata, pero el sentimiento era auténtico.

Cuando Assad pasó a su cuarto Carl se quedó un rato sentado, dejando que el sentimiento se asentara. Era casi como haber recuperado su antiguo grupo de trabajo.

La respuesta llegó de ambos sitios a la vez. El registro mercantil estuvo funcionando de forma irreprochable durante el corte, y HJ Industries estaba sólo a cinco segundos de tecleo de ser identificada. Su dueño era Trabeka Holding, una empresa alemana sobre la que podían buscar más información si estaba interesado. No podían ver el grupo de propietarios, pero podía obtenerse si hablaban con sus compañeros alemanes. Cuando le informaron de la dirección, gritó a Assad que podía dejarlo, pero Assad le respondió también a gritos que había encontrado un par de direcciones posibles.

Compararon sus resultados. Tenía que ser así. Ulla Jensen vivía en el complejo de lo que había sido HJI, en Strøhusvej, Greve.

Miró en el mapa. Estaba a sólo unos cientos de metros del lugar donde el coche de Daniel Hale se quemó en la carretera de Kappelev. Recordó la vez que estuvo allí. Strøhusvej era la carretera que había visto más allá cuando miraron el paisaje. La carretera del molino.

Notó la lenta aceleración de la bomba de adrenalina. Ahora tenían una dirección. Y podían llegar allí en veinte minutos.

– Será mejor que llamemos antes, ¿no? -sugirió Assad, pasándole el Post-it con el número de teléfono.

Dirigió a Assad una mirada inexpresiva. Así que no todo lo que salía por su boca eran ideas brillantes.

– Es una buena idea si lo que queremos es llegar a una casa vacía, Assad.

Originalmente habría sido una granja normal, con un cuerpo central, una porqueriza y un edificio para el grano en torno al patio adoquinado. Se podían ver las habitaciones desde la carretera, de lo cerca que estaba. Tras los edificios encalados había otros tres o cuatro edificios grandes. Al parecer, un par de ellos no se habían utilizado nunca; ése era el caso, al menos, de un edificio de diez o doce metros de altura que se alzaba horadado de agujeros vacíos donde deberían haberse instalado las ventanas. Era incomprensible que las autoridades hubieran permitido aquel engendro. Echaba completamente a perder las vistas de los campos, donde las alfombras amarillas de la colza tapizaban prados tan verdes que el color era imposible de reproducir por medios artificiales.

Carl oteó el paisaje y no percibió signos de vida, tampoco en ninguno de los edificios. El patio de entrada parecía descuidado, igual que el resto. El encalado de la vivienda estaba desconchado. Hacia la carretera, algo más al este, había montones de trastos y escombros. Aparte de los dientes de león y los frutales en flor que se erguían por encima del techo de uralita, el aspecto era desolador.

– No hay ningún coche en el patio de la granja, Carl -confirmó Assad-. Puede que no viva nadie desde hace mucho tiempo.

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