Cuando despertó, el corazón le latía con tal ímpetu que le dolía. Estaba helada y cubierta de sudor.
– Basta, Merete -se dijo en voz alta, y aspiró tan profundamente como pudo. Se llevó la mano al pecho y trató de borrar la visión. Sólo cuando soñaba veía los detalles con una claridad tan terrible. Cuando ocurrió no los captó, sólo la totalidad: luz, gritos, sangre y oscuridad, y después otra vez luz.
Aspiró profundamente una vez más y dirigió la vista hacia abajo. En la cama, a su lado, estaba Uffe, respirando con sonidos sibilantes. Su semblante estaba sereno, y afuera se oía el murmullo de la lluvia en los canalones.
Le acarició el pelo con suavidad y sus labios se curvaron hacia abajo mientras sentía la presión del llanto.
Menos mal que hacía años que no tenía aquel sueño.
2007
– Hola, me llamo Assad -se presentó, tendiendo una mano peluda que había hecho de todo en la vida.
Carl no se dio cuenta enseguida de dónde estaba y con quién hablaba. Tampoco había sido una mañana emocionante. De hecho se había quedado profundamente dormido con los pies encima de la mesa, con el cuaderno de Sudokus en la barriga y la barbilla hundida en la pechera de la camisa. La raya por lo general tan perfecta parecía un gráfico de ritmo cardíaco. Bajó de la mesa las piernas casi paralizadas y se quedó mirando al tipo bajo y moreno que tenía delante. Seguro que era mayor que Carl. Y seguro que no lo habían reclutado en el pueblecito del que procedía Carl.
– Assad, vale -respondió Carl, aturdido. ¿Qué le importaba a él?
– Eres Carl Mørck, por lo que pone en la puerta. Dicen que tengo que ayudarte. ¿Es verdad?
Carl entornó un poco los ojos y sopesó la frase. ¿Ayudarlo?
– Joder, espero que sí -dijo por fin.
Él se lo había buscado, y ahora estaba atrapado en sus irreflexivas exigencias. Por desgracia era así, la presencia de aquel pequeño ser frente a él en el despacho constituía una obligación, acababa de darse cuenta. Por una parte había que ocupar al hombre en algo, y por otra también él tendría que ocuparse de algo en la medida de lo razonable. No, no estaba bien pensado. Carl no iba a poder holgazanear todo el día, como solía hacer, mientras tuviera a aquel tipo mirándolo. Había creído que iba a ser de lo más fácil con un ayudante. Que el pavo tendría cosas que hacer mientras él estaba atareado contando las horas en la parte interior de sus párpados. Había que fregar el suelo, y había que hacer café y poner las cosas en su sitio y meterlas en carpetas. Habrá muchísimo que hacer, pensaba unas pocas horas antes. Pero a las dos horas el tío seguía allí mirándolo con los ojos bien abiertos, y todo estaba listo, bien dispuesto y ordenado. Hasta la estantería que había detrás de Carl estaba llena de literatura especializada ordenada alfabéticamente, y todas las carpetas llevaban su número y estaban listas para usarse. El hombre había hecho su trabajo en dos horas y media, no había que darle más vueltas.
Tal como lo veía Carl, el tío podría irse ya a casa.
– ¿Tienes carné de conducir? -le preguntó, con la esperanza de que Marcus Jacobsen se hubiera olvidado de tomarlo en cuenta, para poder discutir de nuevo toda la cuestión del nombramiento.
– Sé conducir el taxi y el turismo, el camión y un tanque T-55 y un T-62, y vehículos acorazados y motos con carrocería o sin ella.
Fue entonces cuando Carl le propuso que se sentara tranquilamente en su silla un par de horas y leyera alguno de los libros de la estantería. Cogió el primer libro a su alcance, Manual de la Policía Científica, del inspector de policía A. Haslund. Sí, ¿por qué no?
– Fíjate bien en la estructura de las frases al leer, Assad. Ahí puede aprenderse mucho. ¿Has leído mucho en danés?
– He leído todos los periódicos, y también las constituciones y todo lo demás.
– ¿Todo lo demás? -dijo Carl.
Aquello no iba a resultar fácil.
– A lo mejor te gusta resolver Sudokus, ¿no? -aventuró, tendiéndole su cuaderno.
Por la tarde le empezó a doler la espalda de tanto estar sentado. El café de Assad fue una experiencia estremecedoramente fuerte, y la cafeína y la irritante sensación de la sangre corriendo por sus venas se apoderaron de él. Por eso empezó a hojear las carpetas.
Un par de casos los conocía de memoria, pero la mayoría procedían de otros distritos policiales, y unos pocos eran anteriores a su ingreso en la Policía Criminal. Tenían en común que exigían mucho personal, que habían sido objeto de gran atención en los medios de comunicación, que en varios de los casos estaban implicadas personalidades públicas y que habían llegado a un punto en el que todas las pistas eran callejones sin salida.
Si tuviera que clasificarlos someramente, los dividiría en tres categorías.
La primera y más numerosa la constituían todo tipo de asesinatos simples en los que podían apuntarse posibles motivos, pero no al autor.
La segunda categoría comprendía también asesinatos, pero de naturaleza más compleja. El motivo era a veces difícil de adivinar. Podía haber varias víctimas. Y condenas a colaboradores, pero no a los autores, y quizá existiera alguna casualidad vinculada al asesinato, y en ocasiones el motivo era posible buscarlo en un acto pasional. En este tipo de casos la investigación recibía muchas veces la inesperada ayuda de afortunadas coincidencias. Testigos que casualmente pasaban por allí, vehículos que se utilizaban en otro acto delictivo, delaciones debidas a circunstancias ajenas y cosas así. Casos que, de no mediar cierta suerte, plantearían dificultades a los investigadores.
Y después estaba la tercera categoría, que era una mezcla de casos de asesinato o supuestos casos de asesinato relacionados con secuestros, violaciones, incendios provocados, robos con violencia y resultado de muerte, elementos de delincuencia económica y muchos con connotaciones políticas. Había casos en que la policía había fracasado, y a veces también casos en los que el sentido de la justicia había sufrido un rudo golpe. Un niño que desapareció de su cochecito, un residente de un hogar de ancianos que apareció estrangulado en su habitación. El dueño de una fabrica al que encontraron asesinado en un cementerio de Karup, o el caso de la diplomática en el Parque Zoológico. Mal que le pesara a Carl reconocerlo, las exaltadas promesas electorales de Piv Vestergård tenían cierto sentido. Porque ninguno de aquellos casos podía dejar frío a un auténtico policía.
Cogió otro cigarrillo y miró a Assad, que estaba en el cuarto de enfrente. Un hombre tranquilo, pensó. Si era capaz de ocuparse de sus propios asuntos como hacía ahora, después de todo la cosa podría salir bien.
Colocó los tres montones en el escritorio frente a sí y miró el reloj. Media hora escasa de estar cruzado de brazos con los ojos cerrados. Después podrían marcharse.
– ¿Qué son esos casos de ahí, entonces?
Carl vio las cejas oscuras de Assad a través de dos rendijas que se negaban a ensancharse. El hombre compacto estaba encorvado sobre el escritorio con el Manual de la Policía Científica en una mano. El dedo con que marcaba las páginas indicaba que había leído buena parte de él. Puede que mirara sólo las fotos, muchos lo hacían.
– Vaya, Assad, me has interrumpido una cadena de ideas -protestó, reprimiendo un bostezo-. Bueno, qué se le va a hacer. Son los casos en los que vamos a trabajar. Casos antiguos que otros han renunciado a seguir investigando, ¿entiendes?
Assad arqueó las cejas.
– Es muy interesante -convino, cogiendo la carpeta superior-. ¿Nadie sabe quién ha hecho qué, y cosas así?
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