Anne Holt - Castigo

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Holt es, junto a Mankell, el referente de la literatura policíaca escandinava actual. En un frío sótano en algún lugar de Noruega se halla encerrada Emilie, una niña de nueve años. Desconoce donde está y el motivo de su encierro. Tampoco sabe quién es el hombre que regularmente le ofrece comida y bebida; sin embargo, su instinto le dice que se comporte bien con él. Los días se suceden y la intranquilidad se va apoderando del país.Yngvar Stubo, el comisario del servicio de criminología noruego encargado del caso, decide solicitar la ayuda de Inger Johanne Vik, una psicóloga que en el pasado trabajó como profiler para el FBI. Anne Holt es una de las autoras escandinavas más populares del momento, con más de tres millones de ejemplares vendidos en Alemania y los países nórdicos.

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Isak levantó a su hija en volandas y la lanzó por los aires.

– Papá -gritaba Kristiane riendo-. ¡Más!

– Allá va -exclamó Isak, y dejó que la niña arrastrara las botas empapadas por el suelo antes de arrojarla otra vez hacia la niebla-. ¡Kristiane es un avión!

– ¡Avión! ¡Avión viajero! ¡Hombre gaviota!

Inger Johanne no sabía de dónde sacaba la niña todo aquello. Construía frases que no usaban ni Isak ni ella ni casi nadie, pero que siempre poseían una especie de lógica, una profundidad que no se apreciaba al instante, pero que denotaba una sensibilidad hacia la lengua que contrastaba fuertemente con las palabras cortas y sencillas que la niña empleaba normalmente, y sólo cuando estaba de humor.

– Dam-di-rum-ram.

El viaje en avión había terminado, y sonaba de nuevo la cantinela. Pero ahora Kristiane, tranquilamente sentada en el regazo de su padre, se dejaba cambiar.

– Tiene el pompis helado -comentó Isak, dándole un cachete antes de ponerle el leotardo seco por los pies, cuyos dedos se le encorvaban con una fuerza anormal hacia abajo-. Kristiane se ha quedado toda helada.

– Fríakristiane. Hambre.

– Ya está. ¿Nos vamos?

Isak dejó a la niña en el suelo y luego guardó la ropa mojada en la mochila. Sacó un plátano del bolsillo lateral, lo peló y se lo alargó a Kristiane.

– ¿Dónde estábamos?

Él se pasó la mano por el pelo, apelmazado por la humedad, y alzó la cara. Siempre le había parecido muy joven a Inger Johanne aunque sólo era un mes menor que ella. Aquel hombre sin responsabilidades y eternamente joven siempre llevaba el cabello un poco demasiado largo, la ropa demasiado suelta, demasiado holgada para su edad. Inger Johanne intentó tragarse la acostumbrada sensación de derrota, de ser quien peor manejaba a Kristiane.

– ¡Cuéntame el resto de la historia, anda! -le pidió él, animándola con una sonrisa y un gesto de la cabeza.

Kristiane ya se les había adelantado diez metros, con su característico andar vacilante que debía haber corregido hacía ya mucho. Isak posó la mano sobre el hombro de Inger Johanne durante un segundo antes de echar él también a caminar; despacio, como si dudara de que Inger Johanne fuera capaz de seguirle el paso.

– Cuando Alvhild Sofienberg decidió investigar el caso más a fondo -comenzó Inger Johanne mientras contemplaba la pequeña silueta que se había acercado de nuevo a la orilla del agua-, se encontró con una resistencia inesperada. Aksel Seier no quería hablar con ella.

– ¿Ah, no? ¿Y por qué? Él mismo había pedido el indulto, ¿no se alegró de que alguien del ministerio quisiera ahondar en el caso?

– Supongo. No tengo ni idea. ¡Kristiane!

La niña se volvió, soltó una carcajada y se alejó lentamente del agua en dirección al bosque. Sin duda algo le había llamado la atención.

– En todo caso ella no se rindió. Me refiero a Alvhild Sofienberg. Al final consiguió ponerse en contacto con el cura de la cárcel, un tipo cabal y hecho a casi todo. Estaba convencido de que Seier era… inocente. También él. Esto no hizo sino reforzar el convencimiento de Alvhild, claro. Por eso, en lugar de tirar la toalla, decidió acudir de nuevo a su superior.

– Espera un momento.

Isak se detuvo y señaló con la cabeza a Kristiane, que tenía compañía de un enorme boyero de montaña bernés. La niña echó los brazos en torno al cuello del animal con un gritito de alegría. El perro meneaba el rabo perezosamente.

– Deberías hacerte con un perro -le susurró Isak a Inger Johanne-. Kristiane se lleva de maravilla con los perros y le sienta bien su compañía.

– Tú también podrías hacerlo -repuso Inger Johanne con irritación-. ¿A qué viene ese empeño en que sea yo quien asuma todas las responsabilidades? ¡Siempre igual!

Él aspiró profundamente y dejó salir el aire por el hueco que mediaba entre sus dientes delanteros, emitiendo un silbido largo y suave que hizo que el perro aguzara las orejas. Kristiane se rió.

– Olvídalo -dijo él, sacudiendo ligeramente la cabeza-. ¿Y qué pasó entonces?

– No te interesa.

Isak Aanonsen se pasó una mano huesuda por la cara.

– Sí me interesa. No entiendo por qué dices eso. He escuchado toda tu historia y estoy muy interesado en que me cuentes el resto. ¿Qué te pasa?

Kristiane, después de conseguir que el perro se sentara, se había montado sobre él y le hundía los dedos en el pelaje. El dueño, de pie junto a ellos, miraba con expresión alarmada a Isak y a Inger Johanne.

– No se preocupe -dijo Isak en voz alta y se acercó corriendo hacia ellos-. Se le dan muy bien los perros.

– Desde luego -convino el hombre.

Isak alzó a su hija en brazos, y el perro se levantó. El dueño le puso la correa y se encaminó hacia el norte a paso rápido; de vez en cuando lanzaba miradas por encima del hombro, como si temiese que aquella niña amenazadora estuviera siguiéndolos.

– Cuéntame, anda -rogó Isak.

– Dam-di-rum-ram -canturreaba Kristiane.

– El jefe denegó su petición -prosiguió Inger Johanne con sequedad-. Le dijo que archivara el caso, que tenía que concentrarse en su trabajo. Cuando ella le comunicó que había conseguido que le mandaran todos los papeles y que los había leído a conciencia, se molestó bastante. Cuando añadió que estaba convencida de la inocencia de Seier, se puso furioso. Y entonces ocurrió lo verdaderamente… Lo que más miedo da de toda la historia.

Kristiane la tomó de pronto de la mano.

– Mamá -dijo en tono jovial-. Mi mamá y yo.

– Un día, cuando Alvhild llegó a la oficina, habían desaparecido todos los documentos.

– ¿Desaparecido? ¿Sin más?

– Sí. Una pila de más de un metro de alto de documentos. Desaparecidos sin dejar rastro.

– Vamos de paseo -dijo Kristiane-. Mi mamá y yo.

– Y papá -agregó Inger Johanne.

– ¿Y entonces? -Isak frunció el ceño, gesto que acentuaba su parecido con la niña: la estrechez del rostro, las cejas pobladas…

– A Alvhild Sofienberg casi le entró… miedo, o algo así. Al menos no se atrevió a darle más la lata a su jefe cuando éste le comentó escuetamente que las carpetas se las había llevado «la policía». -Trazó unas grandes comillas en el aire-. Pero muy a escondidas, muy bajo mano, se enteró de esto: habían soltado a Aksel Seier.

– ¿Cómo?

– Muchos años antes de que cumpliese su condena. Simplemente lo habían puesto en libertad. Tranquilamente y en silencio.

Habían llegado al gran aparcamiento contiguo al Instituto Nacional de Deporte. Prácticamente no había coches. El agua sucia y las profundas roderas corrían en todas direcciones y, bajo tres abedules llorones, estaba aparcado el viejo Opel Kadett de Inger Johanne junto al Audi TT de Isak.

– Déjame que recapitule -dijo Isak mostrándole la palma de la mano, como si estuviera haciendo un juramento sagrado-. Estamos hablando de 1965. No del siglo XVIII, ni de la época de la guerra, sino de 1965, el año en que nacimos tú y yo, cuando Noruega ya había sido reconstruida tras la guerra, la burocracia estaba bien asentada y las garantías legales eran ya un concepto bien definido. ¿Dices que lo soltaron, así sin más? Es decir, me parece estupendo eso de poner en libertad a un tipo claramente inocente, pero…

– Exacto. En esto hay un gran pero.

– Papacoche -balbució Kristiane acariciando el modelo deportivo gris plata-. Movilcoche. Automovilcoche.

Los mayores se rieron.

– Ay, mi niña -suspiró Inger Johanne mientras le ataba el gorro a Kristiane bajo la barbilla.

– ¿De dónde coño lo saca?

– No digas palabrotas -lo reconvino Inger Johanne-. Lo aprende todo. En todo caso…

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