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Liza Marklund: Studio Sex

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Liza Marklund Studio Sex

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Ocho años antes de los dramáticos sucesos de Dinamita… La reportera novata Annika Bengtzon acaba de empezar unas prácticas de verano en un importante periódico de Estocolmo, el Kvällspressen. Allí se encarga de la aburrida tarea de atender la línea telefónica de los chivatazos. Pero antes de que haya tenido la menor oportunidad de adentrarse en el frenético mundo del periodismo, aparece el cadáver desnudo de una chica joven en un cementerio. Una stripper que trabajaba en el club Studio Sex ha sido violada y estrangulada, y el principal sospechoso es un secretario del Gobierno. Annika rápidamente se da cuenta de que este caso puede ser la oportunidad para escribir su primer gran artículo y catapultarse a la fama. Aunque a medida que descubre el oscuro infierno de los clubes de alterne, se va internando peligrosamente en un mundo de sexo y violencia.

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Berit regresó un par de minutos después. Traía una Coca-Cola grande y fría.

– Toma. Contiene azúcar y diferentes sales. Lo necesitas.

Annika desenroscó el tapón y bebió con tanta rapidez que el gas carbónico subió y le salió por la nariz. Tosió, resolló y derramó algo de la Coca-Cola sobre la falda.

– ¿Qué hacen en realidad ahí dentro? -preguntó Annika.

– Asegurando pruebas -respondió Berit-. Van el mínimo número y se mueven lo indispensable. En general, sólo dos de la científica y posiblemente un inspector de la criminal.

– ¿El de la camisa hawaiana?

– Quizá -contestó Berit-. Si observas detenidamente verás que uno de los técnicos tiene la mano junto a la boca. Se desplaza con una pequeña grabadora y cuenta todo lo que ve en el escenario del crimen. Puede ser una descripción de la posición exacta del cuerpo, los dobleces de la ropa y cosas por el estilo.

– No llevaba ropa -dijo Annika.

– Quizá la ropa esté por los alrededores, esto también se documenta. Cuando hayan terminado conducirán el cuerpo al depósito de Solna.

– ¿Para realizar la autopsia?

Berit asintió.

– Después los técnicos se quedarán y peinarán todo el parque. Irán centímetro a centímetro asegurando las pruebas de sangre, saliva, cabello, fibras, esperma, huellas de pies, de coches, dactilares, todo lo que puedas imaginar.

Annika permaneció sentada en silencio un rato y estudió a los hombres del otro lado de la verja. Se habían agachado junto al cuerpo, vio moverse sus cabezas tras el pedazo de tela gris.

– ¿Por qué cubren la verja y no el cuerpo? -preguntó.

– No suelen cubrir el cuerpo si no hay riesgo de lluvia -explicó Berit-. Tiene que ver con las pruebas, para que se estropeen lo menos posible. La tela la han puesto para impedir la visión. Ingenioso…

Los técnicos y el fotógrafo se levantaron al mismo tiempo.

– Es la hora -anunció Berit.

El resto de los periodistas que estaban algo más alejados también se levantaron al mismo tiempo. Como respondiendo a una señal se dirigieron todos hacia el acordonamiento. Los fotógrafos cargaron sus cámaras y se colgaron un par de cuerpos adicionales con diferentes objetivos. Dos periodistas se habían unido al grupo, Annika contó rápidamente cinco fotógrafos y seis reporteros. Uno de ellos, un hombre joven, llevaba un chaleco marcado TT, una mujer tenía un cuaderno en el que se leía Sydsvenska.

El hombre y la mujer del coche fúnebre abrieron las puertas traseras y sacaron una camilla plegable. La abrieron con movimientos tranquilos y metódicos y aseguraron las diferentes sujeciones. Annika sintió cómo se le erizaba el vello de los brazos. Desde el estómago le llegó un eructo del anhídrido carbónico y se sintió mal. Ahora sacarían el cuerpo. Se avergonzó de su excitación morbosa.

– ¿Se pueden apartar un poco? -dijo la camillera.

Annika vio pasar la camilla. Vibraba cuando las ruedas chirriaban sobre las irregularidades del asfalto. Encima había una lona de plástico azul moteado, cuidadosamente doblada. La mortaja, pensó Annika, y sintió un escalofrío recorrer su espalda.

El hombre y la mujer se enredaron en el acordonamiento. El cartel naranja de «Acordonado» se balanceó un buen rato.

Los camilleros escoltaban el cuerpo. Los hombres y la mujer formaron un grupo y parlamentaron. Annika sintió el sol calentar la parte posterior de sus brazos.

– ¿Por qué tardan tanto? -le murmuró a Berit como si estuvieran en un teatro.

Berit no respondió. Annika sacó la Coca-Cola del bolso y le dio un par de tragos.

– Es horrible, ¿verdad? -dijo la mujer del Sydsvenska.

– Sí, claro -respondió Annika.

Entonces los camilleros estiraron la lona sobre la camilla, el brillo azul grisáceo se agitó entre las hojas. Colocaron a la joven sobre las angarillas, la envolvieron en el plástico. Annika sintió súbitamente que sus ojos se llenaban de lágrimas. Oyó el grito ahogado de la mujer, su mirada turbia, el pecho amoratado.

No puedo llorar, pensó, y miró fijamente las ajadas lápidas. Intentó distinguir nombres o fechas, pero eran inscripciones en hebreo. El tiempo y el viento habían borrados los elegantes signos casi por completo. Súbitamente todo se paralizó. Hasta el tráfico en Drottningsholmsvägen se detuvo un instante. El sol se filtraba por entre las inmensas copas de los tilos y bailaba sobre el granito.

El cementerio estuvo aquí mucho antes que la ciudad, pensó Annika. Aquellos árboles ya existían cuando enterraron a los muertos. Eran más pequeños y débiles, pero sus hojas enviaban también el mismo juego de sombras sobre el granito cuando las tumbas estaban recién cavadas.

Se abrió la verja, los fotógrafos entraron en tropel. Uno de ellos se abrió paso a empellones y le clavó un codazo a Annika en el diafragma, de forma que perdió el aliento durante un instante. Sorprendida, dio un traspié hacia atrás y perdió de vista la camilla. Retrocedió rápidamente.

Me pregunto en qué lado reposa la cabeza, pensó Annika. No creo que la lleven con los pies por delante.

Los fotógrafos siguieron la camilla a lo largo del acordonamiento. Los motores de las cámaras arrancaron a destiempo, se disparó algún flash que otro. Bertil Strand saltaba alrededor y por detrás de sus colegas, unas veces sostenía la cámara por encima y otras en medio de ellos. Annika se sujetaba con fuerza en la puerta trasera del coche fúnebre, la pintura quemaba bajo sus dedos. A través del halo de los destellos de los flashes, vio acercarse lentamente el bulto con el cuerpo de la mujer muerta. El conductor del coche fúnebre se detuvo a dos decímetros de ella. Accionó los mecanismos de la camilla, Annika observó lo sudoroso y agobiado que estaba. Bajó la vista hacia la bolsa.

Me pregunto si el sol la ha mantenido caliente, pensó.

Me pregunto quién era.

Me pregunto si se dio cuenta de que iba a morir.

Me pregunto si llegó a sentir miedo.

Súbitamente, las lágrimas comenzaron a brotar. Soltó la puerta, se dio la vuelta y se alejó un par de pasos. El suelo se le movía, sentía como si fuera a vomitar.

– Es el olor y el calor -dijo Berit que súbitamente se encontraba a su lado, le pasó un brazo por encima de los hombros y la alejó del coche fúnebre.

Annika se secó las lágrimas.

– Venga, ahora nos vamos a la redacción -anunció Berit.

Patricia se despertó con una sensación de ahogo. No había aire en la habitación, no podía respirar. Lentamente, tomó consciencia de su propio cuerpo sobre el colchón, resplandeciente y desnudo. Al levantar el brazo izquierdo el sudor le corrió por las costillas hasta el ombligo.

Dios mío, pensó. ¡Necesito aire! ¡Y agua!

Durante un momento pensó en llamar a Josefin, pero algo la hizo cambiar de idea. El piso estaba completamente en silencio; Jossie aún dormía o habría salido. Resopló y se dio media vuelta, se preguntó qué hora sería. Las cortinas negras de Josefin detenían la luz del día y hacían que la habitación flotara en una oscuridad mohosa. Olía a sudor y polvo.

– Es una mala señal -había dicho Patricia cuando Josefin llegó a casa con el tejido grueso y negro-. No se pueden colocar cortinas negras. Le dan a las ventanas ribetes de luto, así la energía positiva no puede fluir con libertad.

Josefin se había enfadado.

– Bueno, pues entonces pasa de ellas -había dicho-. No las pongas. Yo las voy a colgar en mi cuarto. ¿Cómo diablos vamos a poder trabajar de noche si no podemos dormir de día? Has pensado en eso, ¿eh?

Jossie se salió con la suya, casi siempre solía hacerlo.

Patricia se sentó en el colchón dando un suspiro. La sábana de abajo se había enrollado formando un húmedo cordón umbilical en medio de la cama. Irritada, intentó estirarla.

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