Liza Marklund - Studio Sex

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Ocho años antes de los dramáticos sucesos de Dinamita…
La reportera novata Annika Bengtzon acaba de empezar unas prácticas de verano en un importante periódico de Estocolmo, el Kvällspressen. Allí se encarga de la aburrida tarea de atender la línea telefónica de los chivatazos. Pero antes de que haya tenido la menor oportunidad de adentrarse en el frenético mundo del periodismo, aparece el cadáver desnudo de una chica joven en un cementerio. Una stripper que trabajaba en el club Studio Sex ha sido violada y estrangulada, y el principal sospechoso es un secretario del Gobierno. Annika rápidamente se da cuenta de que este caso puede ser la oportunidad para escribir su primer gran artículo y catapultarse a la fama. Aunque a medida que descubre el oscuro infierno de los clubes de alterne, se va internando peligrosamente en un mundo de sexo y violencia.

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– Mi país sufre -dijo en sueco y miró fijamente a la cámara-. Los niños mueren. Esto es una injusticia.

Dios mío, qué mal lo pasaba la gente, pensó Annika y se fue a buscar una taza de café. Cuando regresó había comenzado una serie de noticias cortas nacionales. Un accidente de coche en Enköping. Una joven había sido hallada muerta en Kronobergsparken en Estocolmo. Se había evitado la huelga de controladores aéreos después de que el sindicato hubiera aceptado la propuesta final de los mediadores. Los teletipos se leían de corrido, como cortos resúmenes anónimos de sumarios. Al parecer, algún cámara de TV se había acercado a Kungsholmen, ya que mostraron por unos segundos el acordonamiento de plástico azul y blanco agitándose al viento entre el mucho follaje. No había más.

Annika respiró. Esto no sería fácil.

Patricia tenía frío. Colocó los pies sobre el asiento y se abrazó a sus piernas. El aire acondicionado se esparcía por el suelo del coche y arrastraba humos y polen. Estornudó.

– ¿Te estás resfriando? -preguntó el hombre del asiento delantero. Era bastante atractivo, pero llevaba una camisa de lo más vulgar. Le faltaba clase. Pero era un hombre maduro, como a ella le gustaban, no eran tan impulsivos.

– No -contestó enfadada-. Soy alérgica.

– Llegaremos dentro de poco -informó el agente.

Junto a él, en el asiento del conductor, había una auténtica bitch, una de esas mujeres policía que tienen que ser mucho más agresivas que los hombres para que las respeten. Había saludado fríamente a Patricia y luego la había ignorado por completo.

Me desprecia, pensó Patricia. Se cree mejor que yo.

La bitch había conducido bajando por Karlbergsvägen y había cruzado Norra Stationsgatan. En realidad sólo los autobuses y los taxis podían hacer eso, pero al parecer a la bitch no le importaba. Siguieron por debajo de Essingeleden y llegaron a la zona del instituto Karolinska por la parte trasera. Los edificios de ladrillo rojo de diferentes épocas se sucedían unos a otros, una tranquila ciudad dentro de la ciudad. No se veía ni un alma, era sábado por la noche. Pasaron el laboratorio Scheele a la derecha, la escuela de Tomteboda se elevaba a la izquierda como un palacio ambarino. La bitch giró a la derecha y detuvo el coche en un pequeño aparcamiento. El hombre de la camisa chillona descendió y abrió la puerta del lado de ella.

– Es a prueba de ladrones -anunció él.

Patricia no se podía mover. Estaba sentada con las piernas sobre el asiento, la barbilla apoyada en las rodillas, le rechinaban los dientes.

No puede ser verdad, pensó ella. Una mala señal tras otra. Pensamientos positivos, pensamientos positivos…

El aire se había vuelto tan espeso que no podía penetrar en sus pulmones. Se detenía en algún lugar debajo de su garganta, crecía, se espesaba, la ahogaba.

– No voy a poder hacerlo -dijo-. ¿Y si no es ella?

– Pronto lo sabremos -respondió el hombre-. Comprendo que todo esto te resulte difícil. Vamos, deja que te ayude a salir del coche. ¿Quieres beber algo?

Negó con la cabeza pero sujetó la mano que él le tendía. Se paró sobre el asfalto con piernas temblorosas. La bitch había comenzado a caminar por el sendero, el suelo crujía bajo sus gruesos zapatos.

– Me siento mal -dijo Patricia.

– Toma, coge un chicle -ofreció el hombre.

Sin responder alargó la mano y cogió uno del paquete de Stimorol.

– Es por aquí abajo -indicó él.

Pasaron un letrero con una flecha roja y el texto «95:7 Instituto Anatómico Forense, depósito de cadáveres».

Patricia mascaba con fuerza. Pasaron entre unos árboles, un tilo y un arce. Un ligero viento susurraba entre las hojas, quizá por fin aflojaría el calor.

Lo primero que percibió fue la larga marquesina, que sobresalía de un edificio parecido a un bunker con una visera de grandes dimensiones. El material consistía en el eterno ladrillo rojo; la puerta, de hierro gris oscuro, era compacta y pesada.

Depósito de cadáveres de Estocolmo leyó en versales doradas bajo la marquesina, y más abajo: «Entrada para familiares. Indicar capilla mortuoria».

El intercomunicador de la entrada tenía los bordes de plástico. El agente pulsó un botón cromado, respondió un hilo de voz y el hombre dijo algo. Patricia dio la espalda a la puerta y miró hacia el estacionamiento. Sentía que el suelo se movía ligeramente, una marejada en un mar inmenso. El sol había desaparecido detrás de la escuela de Tomteboda, bajo la marquesina el día casi había finalizado. Enfrente estaba la Escuela Superior de Salud, ladrillo rojo, años 60. El aire se volvió pesado, el chicle creció en su boca. Un pájaro cantó en algún arbusto y el sonido le llegó como a través de un filtro. Oyó masticar a sus propias mandíbulas.

– Bienvenidos.

El hombre posó la mano en su brazo y ella se vio forzada a darse la vuelta. La puerta se había abierto. En la entrada había otro hombre que le sonrió discretamente.

– Por aquí, pasen -dijo.

La bola en la garganta le subió hasta la parte posterior de la lengua, tragó con fuerza.

– Tengo que tirar el chicle -anunció ella.

– Aquí hay un cuarto de baño -informó él.

La bitch y el policía de la camisa la esperaron y dejaron que entrara primero. La habitación era pequeña. Recordaba a la sala de espera de los dentistas estatales: pequeño sofá gris a la izquierda, mesa baja de abedul, cuatro sillas de cromo tapizadas con una tela azul rayada y en la pared un cuadro abstracto con tres franjas: gris, marrón y azul. Un espejo a la derecha. Al fondo, el guardarropa, un cuarto de baño. Se dirigió hacia allí con la desagradable sensación de no tocar el suelo.

¿Estás aquí, Josefin?

¿Puedes sentir mi espíritu?

Una vez dentro del cuarto de baño cerró la puerta y tiró el chicle a la papelera. El cesto de mimbre estaba vacío, el chicle se pegó en el plástico justo debajo del borde. Intentó empujarlo un poco hacia abajo, se pringó el dedo. No había vasitos de plástico así que tuvo que beber directamente del grifo. Esto es un depósito de cadáveres, seguro que cuidan la higiene, pensó.

Respiró hondo por la nariz unas cuantas veces y salió. La esperaban. Estaban junto a otra puerta, entre el espejo y la salida.

– Te quiero prevenir de que esto puede resultar difícil -dijo el hombre-. No se ha lavado a la chica, está tal como la encontraron, hasta en la misma posición.

Patricia tragó saliva de nuevo.

– ¿Cómo murió? -indagó.

– Esta chica fue estrangulada. La encontramos hoy en Kronobergsparken en Kungsholmen, justo después del almuerzo.

Patricia se llevó la mano a la boca, sus ojos se abrieron de par en par y se le llenaron de lágrimas.

– Nosotras solemos atajar por el parque cuando regresamos a casa después de trabajar -murmuró ella.

– No es seguro que sea tu amiga -dijo el hombre-. Quiero que te tranquilices y la mires detenidamente. No se encuentra en mal estado.

– ¿Tiene… sangre?

– No, en absoluto. Está enterita. El cuerpo ha comenzado a secarse, por eso el rostro puede parecer algo chupado. La piel y los labios están descoloridos, pero no está mal. No es muy desagradable.

La voz del hombre era queda y tranquila. La cogió de la mano.

– ¿Estás preparada?

Patricia asintió. La bitch abrió la puerta. Un soplo de aire frío salió de dentro de la habitación. Ella aspiró su humedad y esperó el hedor a cadáver y a muerte. No le llegó ninguno. El aire era saludable y limpio. Caminó con pasos metódicos por el suelo de piedra, brillante, marrón oscuro. Las paredes eran blancas como la tiza, de piedra irregular. Al fondo, los dos radiadores eléctricos estaban encendidos. Levantó la vista, en el techo había una cúpula. Doce bombillas propalaban un brillo sordo por la habitación, que recordaba una capilla. Aunque los dos altos ciriales de madera no estaban encendidos, Patricia pudo percibir el olor a cera. En medio estaba la camilla del depósito.

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